Cuando lo único que interesa de los abuelos es su pensión… y el voto
Se acababa de jubilar y se despidió de todos nosotros. Cuando en el homenaje que le ofrecimos le pregunté por su edad en plan jocoso, aquel hombre íntegro y bueno, que recordaba haber comenzado a trabajar cuando apenas era un niño, me contesto con una sonrisa: -Tengo 18 más 47 de experiencia.
Desde aquel inolvidable día han pasado quince años. Él se marchó a vivir a su pueblo. Aunque hemos hablado por teléfono alguna que otra vez, hace cosa de un mes nos encontramos por casualidad. Antonio había venido a la capital para que le hicieran unas pruebas médicas en el hospital. Le reproché que no me hubiese avisado para vernos, pero me dijo que no quería molestar. Nos sentamos en la terraza de un bar para tomar un café y charlar un rato. Comenzó contándome sus achaques y los medicamentos que tomaba, y cuando le pregunté por su vida, por su casa, sus hijos y nietos, de pronto cambió el semblante y la tristeza invadió su rostro; un par de lágrimas resbalaron por sus mejillas, al tiempo que me comentaba preocupado:
“Amigo mío, ¿te puedes creer que no sé que día es hoy? En casa no hay almanaques y en mi cabeza los acontecimientos están hechos un ovillo. Me acuerdo de aquellos calendarios grandes con imágenes de Santos que colgaban en la cocina. Ya no hay nada de eso. Todas las cosas antiguas las hacen desaparecer, y yo también voy “desapareciendo” sin que nadie se dé cuenta.
Mi esposa, como tú bien sabes, falleció hace un par de años. Me quedé solo, hasta que un buen día, una de mis hijas con su marido y mis nietos, se mudaron todos a vivir a mi casa. Me dijeron que no querían que estuviese solo. La verdad era que mi yerno perdió el empleo, y la prestación no es algo que dure toda la vida.
Nada más llegar, me cambiaron de habitación para que cupiésemos todos. Me pasaron a otra más pequeña. Ahora ocupo un cuarto que usábamos como trastero; me prometieron cambiar el cristal roto de la ventana, pero se les olvidó. Todas las noches por allí entra un frío que pela, pero no me atrevo a protestar para no incomodarlos. Mi yerno sigue parado, y mi hija va a limpiar alguna casa de vez en cuando.
Me doy cuenta que mi voz también se apaga y desaparece. Cuando les hablo no me contestan. Conversan entre ellos sin mirarme, como si yo no estuviera presente. A veces intervengo en la conversación para decirles lo que no se les ha ocurrido a ellos, pensando que mis consejos les van a servir de mucho. Pero no me oyen, no me miran, no me responden. Entonces, con una amarga tristeza me retiro a mi cuarto antes de terminar de tomarme el postre. Lo hago así, de pronto, para que comprendan que estoy jodido y que me han ofendido, para que vengan a pedirme perdón. Pero nadie viene.
Hace unos días les dije que cuando me muriera me iban a echar de menos. Mi nieto más pequeño preguntó:
-¿Estas vivo, abuelo? Les hizo tanta gracia, que no paraban de reír. Tres días estuve llorando en mi habitación, hasta que una mañana entró uno de los niños buscando una raqueta, y no me dijo ni buenos días. Fue entonces cuando me convencí de que soy invisible. Me paro en medio del salón para ver si aunque sea un obstáculo me miran, pero mi hija sigue pasando el mocho sin tocarme; y los niños corren a mí alrededor de un lado para otro sin tropezarse conmigo.
Mi yerno lleva en el paro casi dos años. Cuando estuvo enfermo, pensé tener la oportunidad de serle útil, le lleve un café con leche bien caliente que yo mismo preparé. Se lo puse en la mesita y me senté a esperar que se lo tomara; él siguió mirando la televisión, y ni un parpadeo me indicó que se daba cuenta de mi presencia. El café se fue enfriando poco a poco, y mi corazón con él.
Otro día los niños estaban alborotados, me vinieron a decir que al día siguiente nos iríamos todos al campo. Me puse muy contento. Fui el primero en levantarme. Quise arreglar las cosas con calma, pues los viejos como sabes, tardamos mucho en hacer cualquier cosa, así que me tomé mi tiempo para no retrasarlos. Entraban y salían de la casa corriendo y metían las bolsas y los juguetes en el coche.
Ya estaba listo y muy alegre; me pare en el zaguán a esperarlos. Arrancaron el coche, y desaparecieron como desaparece la saliva en una plancha caliente. Entonces comprendí que yo no estaba invitado, tal vez porque no cabía en el coche, o porque mis pasos tan lentos impedirían que todos los demás corrieran a su gusto por el monte. Sentí claramente cómo mi corazón se encogía, la barbilla me temblaba como cuando uno se aguanta las ganas de llorar.
Intento justificarlos; ellos hacen cosas importantes, ríen, gritan, sueñan, lloran, se abrazan, se besan. Ya no sé ni que es besar. Antes besuqueaba a los pequeños, era una satisfacción enorme la que sentía al tenerlos en mis brazos; eran como ramitas nuevas que habían salido de este viejo tronco en que me he convertido. Sentía su piel tierna y su respiración dulzona muy cerca de mí. La vida nueva se me metía como un soplo y hasta me daba por cantar canciones de mi infancia. Hasta que un buen día, mi hija me dijo que no era bueno que los ancianos besaran a los niños por cuestiones de salud, que lo habían dicho en la tele. Desde entonces, ya no me acerqué más a ellos; temí que les pasara algo malo por mis imprudencias”.
Después de escucharlo atentamente, intenté calmarlo y darle ánimos. Le hice saber que podía disponer de mí incondicionalmente. Lo acompañé en mi coche hasta la estación. Cuando llegó el tren, nos dimos un abrazo de despedida como viejos amigos. Me quedé en el anden viendo como el tren se alejaba, mientras Antonio me lanzaba un saludo con la mano y una sonrisa.
Este tipo de acontecimientos, es lo menos malo de todo lo que sucede en la España de nuestro tiempo. Este es un pueblo que se ha ido apartando paulatinamente de Dios, y en el que los abuelos, antes respetados y considerados, gracias a sus pensiones mantienen a familias enteras mientras ellos son sistemáticamente ignorados como seres humanos ¿Cuántas veces ignoramos lo que dicen nuestros padres ancianos y nuestros abuelos, con la creencia de que ya están viejos y de que vivimos otros tiempos?
Pues no es justo, ellos también fueron bebés, niños, jóvenes, adultos llenos de vida, de ilusiones y de fuerza. Sus manos, antes vigorosas, nos dieron el apoyo que hoy les negamos. Sus voces hablaron por nosotros; lo hicieron cuando no sabíamos pedir lo que necesitábamos. Sus palabras nos dieron muchas veces el consuelo que hoy les negamos. Pusieron toda la atención a las primeras palabras que dijimos porque eran casi incomprensibles, y sin embargo, hoy no les escuchamos porque pensamos que dicen incongruencias y tonterías.
Los ancianos que nos rodean, tanto en la familia como en el trabajo o en cualquier otro lugar, fueron lo que nosotros hemos sido, lo que somos, y lo que seremos. Es momento de recordar, que la vida es como un espejo que nos devolverá con justicia lo que hayamos dado.
Amar, cuidar y respetar a los ancianos, y no hacerlos sentir invisibles, es un acto de justicia. Han caminado mucho para llegar hasta aquí. Han sufrido, han llorado, han vertebrado este país con sudor y sacrificio, en definitiva, han hecho camino al andar. No pisoteemos sus caminos por favor, mejor aprendamos de ellos.
¡Magistral! Con toda sinceridad me descubro ante usted, señor Román. Su escrito es un soplo de esperanza. Mientras exista AD y mensajes como éste, no todo está perdido en esta gran nación.
Muchas gracias.
Gran e importante artículo, señor Román. Ellos son de lo poco decente que queda en España, esta putrefacta nación que un día fue grande y con valores. Qué asco damos como sociedad, qué imbecilidad hemos construido. Qué inhumanos y qué idiotas. Pobre hombre. Y cuántos habrá como él. Parece un guión malo de serie B, pero es la cruda realidad. Tristísimo.
y la trampa que nos aguarda dentro de dos décadas, como dependas del estado para tu jubilación que es donde reside parte de la gran estafa como sociedad libre a diferencia con otras, lo único que te ofrecerá la sociedad será una pastilla de cianuro y una salita conjunta a donde te vayan a incinerar para ocasionar el menos gasto posible y molestias.
Relato directo al corazón de ésta sociedad enferma
Este hombre tendría que desahuciar a esa pandilla de parásitos que le han oKupado (con K de indeseable) la casa por todo el morro y ademas lo están maltratando de forma abyecta. Y por supuesto retirarles inmediatamente hasta el mas mínimo apoyo económico que con su pensión les pueda estar prestando.
A la M con los atracadores, por muy familia que sean.
HAY COSAS QUE SE PUEDEN DECIR MAS ALTAS PERO NO MAS CLARAS. IMPRESIONANTE LECCION DE MORAL…