¿Por qué lo llaman “discriminación positiva” cuando deberían llamarlo trato de favor?
En los últimos días han sucedido en España algunas cosas que, debido al grandísimo impacto que ha ocasionado la violencia terrorista ocurrida en Niza –otra vez en Francia- y el posterior intento de golpe de estado de Turquía, han pasado desapercibidas, o apenas han despertado la suficiente atención de los medios de información.
Una noticia de la que apenas se han hecho eco los periódicos, radios y televisiones ha sido la ocurrencia del ayuntamiento de Cristina (provincia de Badajoz) presidido por un socialista, de hacer una peculiar oferta de empleo en la que se recomendaba que no se presentaran mujeres, debido a las características de las tareas a realizar y respecto de las que se daba claramente a entender que no están capacitadas las féminas.
Otra noticia (también de ésta apenas se han hecho eco los medios de información) ha sido la ocurrencia –también socialista, aunque apoyada de forma entusiasta por otros partidos “progresistas”- del ayuntamiento de Getafe de hacer una declaración institucional respecto de algo que es tan antiguo, tan viejo como la Humanidad misma, y que según sus sabios concejales, con la alcaldesa al frente, “no existe” e instan al Consejo General del Poder Judicial a que dé las oportunas órdenes a jueces y fiscales para que sea ignorado en los pleitos de divorcio, y especialmente en los que se dirima la guarda y custodia de menores. Estoy hablando del denominado Síndrome de Alienación Parental, proceso mediante el cual un hijo es programado para conseguir que acabe odiando a uno de sus padres.
Tanto en el primer caso como el segundo, las ocurrencias ambas socialistas, han ocasionado polémica, controversia, porque en ambos subyace una de las mayores, si no la “más grande” (permítaseme la expresión) preocupación y ocupación de la izquierda, desde que se quedó sin discurso tras la caída del Muro de Berlín en 1989 y el fracaso de los experimentos socialdemócratas en Suecia y países vecinos. Estoy hablando de lo que denominan “discriminación positiva”, idea-fuerza ligada íntimamente a la denominada “perspectiva de género”.
Bien, tras este preámbulo pasemos a hablar acerca de uno de los dogmas-tabú más importantes de la izquierda: la “discriminación positiva”: Lo que la progresía llama discriminación positiva no es otra cosa que la manera “postmoderna” de imponer las políticas igualitarias que defienden las diversas formas de socialismo.
Como cualquier otra acción que se lleve a cabo con el objetivo de “igualar” a los miembros (y “miembras”, je,je,je) de un grupo social concreto, la denominada “discriminación positiva” es intrínsecamente coactiva, y por tanto un ataque a la libertad individual; pero, no podemos olvidar lo más importante –y esto es lo especialmente grave- es también un absoluto menosprecio a las capacidades de los seres humanos, de sus riquezas, es ignorar la tendencia natural de los humanos a la diversidad, frente a la uniformidad… Uniformidad que inevitablemente es sinónimo de mediocridad, precarización, empobrecimiento, y por supuesto está reñida con todo lo que guarde relación con la capacidad y el mérito.
Calificar de “positivo” lo que cualquier diccionario define como negativo, tiene como fin evitar el rechazo de las personas “educadas”, aparte de darle un barniz de ética al asunto. Aunque sus partidarios no oculten que aunque “positiva” sigue siendo “discriminación” (en español lo correcto sería denominarlo “trato preferente, o trato de favor”) su intención no es otra que la de convencernos de que “el fin justifica los medios”, pues se trata de saldar –supuestamente- una deuda con gente desfavorecida, maltratada, discriminada, y para tan noble causa, sus partidarios consideran que es legítimo incluso perjudicar a otros individuos.
La razón principal que esgrime esta gente tan bienintencionada, filantrópica es que la Sociedad tiene pendiente de saldar una “deuda histórica” con las personas pertenecientes a determinados grupos sociales debido a que, en algún momento de la Historia sus ancestros fueron discriminados, sojuzgados, esclavizados, violentados, privados de sus derechos… Y como consecuencia de tal “discriminación negativa” sus actuales descendientes son merecedores del derecho a ser compensados, a resarcirse del daño que se le causó a sus antepasados, mediante la reserva en la actualidad de cupos, cuotas, en las prestaciones y servicios que el Estado “del bienestar” proporciona a los ciudadanos, ya sea en la educación, en la sanidad, en la administración de justicia, en el acceso al mercado laboral o cualquier otro ámbito.
Obviamente habrá de ser siempre el gobierno (sea local, provincial, regional o nacional) el que decida, teniendo en cuenta siempre la posible rentabilidad electoral de la “acción positiva”, que es otro eufemismo usado para enmascarar el trato de favor a determinadas minorías; cuál es el sector de la población merecedor de recibir tales beneficios, tales regalías.
Las políticas de discriminación positiva no es que no hayan tenido el efecto esperado por sus defensores, y no hayan solucionado los problemas que pretendían resolver, sino que, en la mayoría de los casos, han perjudicado a sus destinatarios. En este sentido, merece la pena leer las reflexiones que hace Thomas Sowell en su muy interesante libro “La discriminación positiva en el mundo”. Thomas Sowell, un liberal de raza negra, analiza lo que apenas nadie se atreve ni a nombrar –por la dictadura asfixiante de lo políticamente correcto- y por supuesto argumenta con estadísticas y enésimos ejemplos.
Las políticas de discriminación positiva se fundamentan en una mezcla de mala conciencia, por las tropelías cometidas por nuestros ancestros; la corrección política, que los medios de información y demás trovadores divulgan de manera machacona, hasta aburrir; y una intención clara de ingeniería social, de “rediseño social”. Los partidarios de políticas de discriminación positiva, en su afán totalitario e intervencionista, quieren destruir la actual sociedad y construir una nueva a la medida de su “utopía bienintencionada”, porque lo último que desean es que los seres humanos, libres, elijan actuar por sí mismos.
Por supuesto, estoy hablando de puro paternalismo: estoy hablando de gente totalitaria, que se caracteriza por su desconfianza en el libre actuar de las demás personas, considerándolas poco menos que estúpidas e incapaces, y están plenamente convencidos de que deben ser guiadas y dirigidas; en la idea de que “no se las puede dejar solas” (ésta es una de las premisas que comparten las dictaduras diversas) que se las debe “proteger” y “ayudar” en todo (incluso en contra de su voluntad) con mil leyes que les digan qué comer y qué no comer, cómo y con qué se han de drogar-estimular, cómo se ha de hablar (imponiendo un lenguaje “socialmente correcto”), cómo y cuánto trabajar o cómo emprender, cómo hacer el amor, cómo educar a los hijos, qué estudiar, las enfermedades que deben tener, e incluso cómo se ha de “ligar”, “coquetear”, etc. estas gentes liberticidas, erigidas en nuevos gestores de la moral colectiva, arrogándose una sapiencia fuera de lo común, piensan que, la sociedad no sabe organizarse por sí misma, y necesita de sus directrices.
El problema de la soberbia y la arrogancia intervencionista es que siempre, de manera inevitable, tiene que acabar haciendo frente a la dura y tozuda realidad. Las leyes se aprueban con la intención de aplicarlas a “sociedades en abstracto” (distorsiones resultado de filtrar la realidad a través de determinadas ideologías), pero acaban afectando a los individuos que las componen.
Así, por ejemplo, quienes aprobaron la denominada “paridad”, como la mejor manera de aumentar el número de miembros de un determinado sexo en ámbitos de poder, o trabajos en los que tradicionalmente las mujeres son minoría, acabarán llegando a la conclusión de que algunos -no pocos- varones mejor preparados que algunas mujeres, acaben quedándose sin plaza… Esos hombres/varones no participarán de la llamada ideología patriarcalista, ni serán culpables de lo que supuestamente hicieron sus tatarabuelos; pero, sin embargo, van a acabar pagando los platos rotos. En resumen: quienes promueven políticas de discriminación positiva pretenden poner solución a injusticias pretéritas, mediante injusticias presentes…
Pero aún hay más: las personas agraciadas, los supuestos beneficiarios acaban siendo en última instancia los más perjudicados, y eso por no hablar de los graves disturbios que suelen provocar estas medidas de discriminación institucional, que en muchos lugares del planeta se han cobrado miles de víctimas.
En España, sin ir más lejos, la aplicación de la denominada “Ley Integral contra la Violencia de Género”, plasmación de la “discriminación positiva” en ámbito judicial, con el noble pretexto de “proteger a las mujeres”, ha traído como consecuencia la detención y el procesamiento indiscriminados de cientos de miles de hombres –más de un millón y medio tras dos lustros desde su puesta en vigor- ocasionando más y mayores problemas que los que supuestamente se pretendían solucionar… y, ni que decir tiene que las supuestas beneficiarias de tales medidas de discriminación positiva, siguen estando en situación tan o más vulnerable que en la que se encontraban antes de la aprobación de tan perversa ley.
Las políticas de discriminación positiva no provocan otra cosa, generalmente, que un enorme resentimiento social. Cuando el poder político promueve medidas de discriminación positiva (lo cual hace por puro electoralismo, favoreciendo a un grupo social fácilmente identificable para conseguir el apoyo de sus miembros en futuras citas electorales) acaba corrompiendo moralmente a la sociedad, pues se acaba propagando la idea de que es legítimo reivindicar la compensación de un determinado agravio pretérito, en lugar de preocuparse de labrar su futuro confiando en sus posibilidades, en igualdad de oportunidades con el resto de sus semejantes.
Es innegable que han sido muchas las minorías a las que se ha privado del acceso a la igualdad de oportunidades, unas veces por prejuicios racistas, otras ideológicos, o por motivos religiosos; pero la solución no pasa por rebajar la nota mínima de acceso a la universidad, o engordando las calificaciones de determinados estudiantes, o creando tribunales especiales para juzgar a los hombres –varones- de manera exclusiva, o castigándolos con penas más severas cuando incurren en los mismo “ilícitos penales” que las mujeres, o privándolos del derecho constitucional a la presunción de inocencia. De estas y otras maneras sólo se consigue perjudicar a buena parte de los miembros de las minorías que se pretende proteger, y se fomenta un sentimiento de discriminación, resentimiento, y odio entre quienes se han visto tratados injustamente…
Dar trato de favor, beneficiar a los miembros de un grupo social, sea por su color de piel, sea por su sexo, sea por la circunstancia personal que fuere, significa que no se confía en que los integrantes de ese grupo sean capaces de progresar por sí mismos si se les da las mismas oportunidades que al resto de la población. Al igual que el racismo no se combate con racismo, la misoginia no se combate con misandria.
Resulta especialmente llamativo que no haya generalmente ningún político que acepte debatir sobre los efectos perjudiciales de la perversa discriminación positiva; si hablan de ello, lo hacen para proclamar la necesidad de aumentar las medidas de discriminación, con el objetivo de solucionar un problema que las medidas de discriminación positiva no han hecho más que agravar.
Y, no se olvide una cosa: Los males ocasionados por las generaciones que nos precedieron en siglos pasados, hágase lo que se haga seguirán siendo males, da igual lo que se haga en el tiempo presente.
¿Y por qué lo llaman interrupción del embarazo, cuando se llama aborto? etc, etc… Porque en el fondo sabemos que está mal y por tanto es necesario que suene bonito para acallar, en parte, nuestra conciencia