Abusar tanto de la tierra lleva al hombre al suicidio
De vez en cuando la naturaleza llama a la puerta y nos hace caer, destronándonos del pedestal de vanidad, egocentrismo y egoísmo desde el que reinamos irresponsablemente. Nadie sabe si Dios existe, pero sabemos que existe la fuerza de una naturaleza tan servil a nuestros desmanes, como indómita cuando despliega su furia. Y cuando ello ocurre, recordamos que nuestra identidad primera es la vulnerabilidad.
Si añadimos nuestro insostenible modelo de vida, la voracidad con que hemos colonizado tierra, mar y aire, y la inconsciencia con que hemos destruido los equilibrios, podemos concluir que no sólo somos vulnerables, sino que trabajamos para serlo. Como si, siendo puras motas de polvo, le diéramos la escoba de barrer al universo. Japón ahora, y antes tantas otras tragedias humanas, nos recuerdan una y otra vez que el animal humano que apareció en el planeta hace millones de años se ha convertido en un destructor, y que más que usar la Tierra, abusa de ella hasta el suicidio. Después vienen los llantos, los desconciertos, los miedos, pero antes nos hemos multiplicado hasta la locura, hemos matado todo ser vivo que se nos ha puesto al alcance, hemos creado un desarrollismo tecnológico que tiene una hipoteca de destrucción inevitable y no tenemos ningún interés en reinventar un futuro distinto. Vamos con paso firme hacia el precipicio.
Japón, como último aviso. Nadie puede planificar la ecuación diabólica que junta a la madre de todos los terremotos con un tsunami gigantesco, una isla pequeña y millones de ciudadanos viviendo en ella. La tragedia debía ser tan inevitable como terrible ha sido. Pero el día después descubrimos que, además de los dramas humanos de millares de personas, además de los miles de muertos, desaparecidos, desplazados, damnificados, el mundo contempla el riesgo nuclear. Es decir, recuerda de golpe que para mantener el modelo social creado, necesitamos un contingente energético cuyas consecuencias nunca son inocentes. O somos esclavos del petróleo con todas sus catastróficas derivadas: contaminación, inestabilidad económica, dependencia asfixiante de oligarquías dictatoriales… o lo somos de las centrales nucleares cuyos sustos son infrecuentes, pero fulminantes cuando se producen. Estamos entre el fuego y las brasas. Y en medio, una forma de vida a la que no queremos renunciar.
Todo esto, ¿tiene solución? O, peor, ¿tiene futuro? Y mientras lo preguntamos, ¿cómo gestionamos el presente? Porque nada será igual después de Japón, e incluso aquellos que están convencidos de que la energía nuclear es incuestionable saben que algunas cosas deberán replantearse. La cuestión es qué y cómo. Porque ya lo dijo alguien muy perspicaz o muy pesimista: o cambiamos de actitud o tendremos que cambiar de planeta.