Roca Rey: el torero que vale un Perú
Una vez más, fue en Granada. Pero pudo haber sido en Bilbao, o en Sanlúcar, o en Madrid. Venía yo tranquilamente de paseo tras algo de trasiego por el Corpus granadino, de la Romanilla a Puerta Real, de las puertas cerradas del Sevilla a las puertas abiertas de El Elefante o la bodega Los Tintos o mi imprescindible Las Tinajas de siempre, cuando me di con la plaza de los toros. Previo a ello, tuve tiempo de dar buena cuenta de un tartar de atún rojo de almadraba con trufa sobre hoja de sisho en tempura que me desequilibró. Juan Luis Álvarez, una vez más, me llevó a Bib-Rambla, corazón de Granada, y me insistió en que dedicara un par de horas a comer en Sibarius. Gran consejo. Ese tartar y el arroz meloso posterior me sirvieron de pista de despegue para acercarme al coso de los Fernández Fábregas, Mari Pepa y Paco, que han obrado con inteligencia y han rentabilizado las instalaciones de un coso, el granadino, condenado a cuatro o cinco festejos al año y, por lo tanto, a convertirse en una rémora como propiedad. Pero los Fernández Fábregas optimizaron los bajos de la plaza como lugar para abrir bares y locales con cierto gusto y sacaron provecho de conciertos y diversos actos que allí se celebran durante el año. De no ser por esas, la mayoría de las plazas de toros en manos privadas son un pasivo importante para sus propietarios.
La plaza de Granada es contemporánea de la de las Ventas de Madrid. Y no solo contemporánea: casi es una réplica en pequeño. La construyó Ángel Casas en los últimos años veinte y es, cómo no, un ejemplo más del estilo neomudéjar que se frecuentaba en la época. Lo neomudéjar respondía a ciertas corrientes arabizantes del último cuarto del siglo XIX y parte del XX, cual si fuera una suerte de estilo nacional (Aníbal González en Sevilla dejó grandes muestras); fíjense si no en las muchas estaciones de tren, teatros, iglesias o ayuntamientos que están construidos en ese estilo que tan bien llevó a las Ventas su creador, José Espelius. Pero me estoy yendo.
El Perú era símbolo del oro. Lo había cuando llegaron los conquistadores. Pero también de más metales y más bellezas, fuera Potosí –hoy en manos bolivianas– o Machu Picchu o cualquier tesoro inca. Ahora, sin ir más lejos, es el país que ve crecer su PIB de forma más vigorosa en toda Iberoamérica. Pero, para el planeta taurino, Perú es el país del que ha surgido un tío de apenas veinte años –si los tiene– que va a poner todo esto boca abajo durante el tiempo que dure haciendo lo que hace. Se llama Andrés Roca Rey, viene de estirpe torera y hace apenas dos años estaba toreando becerras sin caballos.
Hoy es el torero en el que se fija, atónita, la afición después de que le haya puesto el corazón en la boca a lo largo de varias tardes. Es un torrente de emoción, en todos los órdenes. Torero valiente, hasta el estremecimiento, pero no solo eso, Roca Rey sabe lo que son las cornadas y sabe que su forma de torear le va a costar más de una enfermería, pero parece andar ante el toro como si eso no fuera un peligro evidente: en Granada esa tarde abrió la faena de muleta con estatuarios y pases cambiados por la espalda ajustados hasta el delirio, que hicieron que me volviera a frotar los ojos como me ha ocurrido en alguna ocasión con toreros que han de ganarse el sitio exhibiendo valentía casi suicida.
Evidentemente sabe lo que hace (ha tenido buen maestro, el gran José Antonio Campuzano), pero consigue meterse al público en el bolsillo. A los dos días, en Sanlúcar de Barrameda, cortó los dos rabos a sus oponentes y dejó momentos de esos a los que no estamos acostumbrados (tengo aún en el archivo de la mente un quite por caleserinas estremecedoramente hermoso). No sé cuánto durará pisando esos terrenos, ya que el motor para torear así no dura eternamente, por lo que les invito a que, si tienen una mínima curiosidad por el arte de torear, vayan a verlo. Vale un Perú entero y es un tío que se viste por los pies.
Pues hay que resaltar que es un peruano orgulloso de sus ancestros españoles, un criollo que ama más a España que a Perú porque se siente identificado más con España, y que en Perú la mayoría de su población amerindia odia a España por el lavado de cerebro que se les inculca en la mente desde críos.