El chico de los globos (cuento de Navidad)
Yo le veía, desde ni se sabe, con un inmenso manojo de globos atados a una mano, por aquella entrañable plazuela y junto al carrusel, el alegre tiovivo, al que acudían los papás y las mamás, con sus nenes. Los chiquillos no se cansaban de girar, subidos a los caballos de vivos colores, que trotaban al ritmo de las luces y de la música entrañable y pegadiza de siempre, ora la de Juventino Rosas, el Vals de las olas, ora Las olas del Danubio de Josif Ivanovici. Olas todas ellas, que suscitaban en mi la melancólica añoranza machadiana,
¡Alegrías infantiles
que cuestan una moneda
de cobre, lindos pegasos,
caballitos de madera!
Unas veces solos, prendidos a la barra, galopaban las criaturas con cara de velocidad y otras, sujetos por los brazos maternales, sobre la silla, abrigados hasta los ojos, eran la más viva expresión de la alegría y la ilusión. Algunas niñas montaban abrazadas a sus muñecas.
En aquella misma plazuela, entre los arbolitos pelados por el invierno, junto a unas arizonicas protectoras del aire sibilante, que cortaba, había un teatrito de guiñol, muy frecuentado, donde se predicaban con voz aguardentosa y transcurrían, unas funciones de aventuras preñadas de argumento y personajes. Las mentes infantiles seguían el hilo de aquello, que siempre derivaba en amor, odio, bondad y maldad -sin mezclas, ni matices y con una riqueza del 100%- sin perder detalle y participaban en los desenlaces truculentos, con gritos y gestos, a favor de la bondad y del amor, como si les fuese la vida.
El personaje que dirigía aquello, que lo actuaba e incluso lo musicaba, era un titiritero experto, un mago de las tablas. Un maestro. No perdía una cabecita de aquellas, que le seguían, como los ratones hicieran con el flautista de Hamelín, a orillas del Weser. Con las manitas enguantadas, o en los bolsillos de sus ropajes, hundidas sus caras entre bufandas y gorros, de las que tan solo emergían las miradas, se amontonaban y apretaban unos con otros y se daban calor, al tiempo que compartían las emociones.
Era esta misma placita, la que le viera de niño, de la mano de su madre, en la que el chico pasaba horas enteras, de acá para allá, paseando sus globos. Paciente, pateaba para no helarse. Esperaba que sonasen la sirenas, cesasen los giros del tiovivo, y las sintonías teloneras del teatrito, para acudir al tráfago, obsequioso. Rara vez le vi sentado en un banco.
Envuelto su pálido rostro en una espesa bufanda y ceñido con su grueso y raído tabardo, salía entonces al paso, en el revuelo y la batahola que se formaba allí, haciendo lucir el inmenso manojo de su oferta ilusionante, que tiraba hacia arriba, tozudo. Las caritas se iluminaban de admiración y una mamá, o un papá, o unos abuelos, le solicitaban alguno de aquellos prodigios brillantes y ascendentes. Tenían figura de perritos, de gatos, de peces, de papagayos o de aviones animados, con pequeñas alitas.
-¡Bernabé!, le llamaban las mamás, ¡danos un globo!
-¿Cuál te gusta más, Dieguito? Se dirigía al pequeño, cariñoso y sonriente, para que le indicase.
-Ece, Benabé, ece, le decía el peque, a media lengua y lo señalaba.
Aquel globo, que el pequeño dictaminaba con su dedito de emperador, entre todas las opciones que se abrían a su ojos y que le llevaba una fracción de segundo señalar, le desconectaba totalmente de las demás posibles.
Únicamente tenía ojos para el elegido, no otro. Lo hacía embelesado. Esto lo venía observando Bernabé desde que se puso allí. Cuando un pequeñajo de aquellos decidía e indicaba con su dedito, estuviese este enguantado o no, no había vuelta atrás. El resto de la oferta desaparecía y el niño miraba fijo al globo que se estaba desenganchando para él, mientras sonreía complacido. Ya era suyo. Si algún niño no se mostraba firme en esto, a Bernabé le preocupaba su salud y así se lo hacía saber a sus padres y abuelos, por si estuviese malo, o incubando algún virus invernizo. Era todo un síntoma. Eran sus clientes y los cuidaba. Jamás se metía en lo que elegían, pese a que suponían diferentes precios y beneficios. Los tenía bien estudiados, les conocía y les quería. Siempre, con el cordel, les hacía un lazo en torno a la muñeca para que no se les escapase.
Su peripecia humana, su devenir desde hijo de familia acomodada, hasta este subempleo para malvivir, sin familia, lo tenía asumido desde hacía tiempo y lucía una sonrisa, amplia y contagiosa. Saludaba a todo el mundo y todo el mundo le saludaba.
Cuando dejaba el manojo de globos aparcado en el techo del pequeño almacén, junto a la vivienda que ocupaba, tomaría un tranvía hasta el centro y pasaría la madrugada amasando y cociendo bollos, panecillos y medias noches, en una panadería importante. Con estos trabajos marginales iba tirando y costeaba unos estudios que no se acababan.
Si le quedaba un tiempo, entre sus idas y venidas, ayudaba a su vecina, Lucinda, que era una bella jovencita, habitante de una buhardilla paredaña, que fabricaba flores de tela y fantasía, para un comercio de moda. Con una pequeña cizalla, cortaba para ella alambres de diferentes grosores, les daba la curvatura adecuada y le facilitaba algo esencial, que requería cierta fuerza y que para la joven era gravoso.
Bien a la luz del día, que entraba por la ventana de la mansarda, a raudales cuando hacía claro o de una lamparita baja, cuando reinaban los nubarrones o ya de atardecido, ella recortaba muy meticulosamente, con paciencia oriental, y con unas tijeritas aguzadas, pétalos, sépalos, hojas, estambres y pistilos, de muy variados colores y materiales. Revestía los tallos con hilos verdes de diferentes grosores y tonos, y acumulaba elementos, incluso abalorios, que luego usaba con gran cuidado y delicadeza, para componer, con aguja e hilo o pegamento, tulipanes, rosas, claveles, violetas, ranúculos, camelias, jacintos, lilas, muget…
De sus manos salían ramos de novia, coronas navideñas, flores para ornar trajes de fiesta y sombreros, guirnaldas, floreros, exvotos en fanales y para infinitos usos decorativos e incluso litúrgicos, como eran los que componía con menudas paniculatas, en tiempo de primeras comuniones. Eran trabajos muy perfectos y delicados y vendía cuantos salían de sus manos y siempre tenía encargos. En Navidad se redoblaban los pedidos.
Lucinda agradecía las molestias y desvelos de Bernabé, con bocadillos de mortadela, que hacía con los panecillos y medias noches que él le traía, aun calientes, por las mañanas y tazas de caldo, de café o de cacao, que nunca le faltaban y Bernabé se sentía muy satisfecho ayudándola los fines de semana, que era cuando disponía de más tiempo libre, pese a que las mañanas de sábados y domingos eran sus días de venta por excelencia. De cualquier modo sus vidas estaban entrelazadas y a diario se veían, en las idas y venidas, se hablaban y nunca se sentían aislados, ni mucho menos solitarios.
Cuando regresaba del obrador, con las primeras luces, dormía hasta medio día, si no asistía a alguna clase y estudiaba hasta las cinco, que se iba a la plazuela con los globos. Ya eran años, los que disfrutaban de esa vecindad amigable y los dos se querían lo suficiente como para no tener que decirlo. Fiaban en que alguna vez Bernabé finalizaría sus estudios, encontraría un trabajo mejor y podrían hablar de lo que ahora no hablaban. No era posible otra cosa. Lucinda era adorable en todo y sus ojos azules y buenos, le miraban con un arrobo y un cariño infinitos, aunque era tímida y muy correcta en todo, pero la forma en que le decía Barnabé, le encandilaba, porque arrastraba la bé.
-Lo dices como una oveja, cariño.
-¿Me llamas borrega?
-No. Me gusta cómo lo dices, de verdad. Me enternece. Eres un encanto. Te quiero.
El tiempo, a veces vuela y otras se estanca y se remansa. Volar quisieran ambos, pero no lo decían para no hacerse daño, ni amargarse. Confiaban en su suerte y creían en la Providencia y mientras tanto, en el remanso de sus vidas, se hacían compañía, se ayudaban mutuamente y se sentían bien, tanto, que festejaban el Adviento, debidamente, abriendo la ventanita de cada día en un viejo calendario, descangallado, procedente de su infancia y que ya había perdido los brillos que le adornaran antaño, en su infancia, cuando alguien se lo trajera de Alemania.
Más adelante celebraban –gradu festinemus- la Navidad, que se anunciaba y llegado el momento, pondrían su pequeño Belén, su arbolito de luces y bolas, y alguna que otra guirnalda de flores y espumillón, ocupando los rincones del humilde taller de Lucinda, su reducido cubículo. Dedicaban una jornada a ello, jornada de alegría y expansión que les devolvía a la niñez perdida y al recuerdo de sus seres queridos, que ya no estaban con ellos.
La ventana, adornada con cortinas de flores, daba a tejados y chimeneas y no era raro que se asomasen a ella los gatos del vecindario, viejos conocidos todos, que eran amigos y siempre bien recibidos y obsequiados. Cuando brillaba el sol, se colaba hasta el último rincón y se podía apreciar la limpieza y el orden que, pese a todo lo que se hacía allí y las cosas que había, reinaba en él.
Tenían dos vecinas ancianitas, dos hermanas, que habitaban un piso inmediato a los minúsculos habitáculos de ellos y que, al parecer, subsistían con una parca pensioncilla. Segunda y Catalina, eran seres frágiles, candorosos y llenos de bondad, paciencia y resignación. Unas vidas, sin duda, de abandono, desgracia, penuria y dolores.
Lucinda y Bernabé mantenían con ellas una cordial relación de amistad y buena vecindad. Nunca les faltaban los panecillos, los bollos, ni las mediasnoches, que Lucinda se ocupaba de pasarles –a veces con mantequilla y todo- para que desayunasen. Su gratitud les conmovía y emocionaba, porque ellas les hacían llegar de vez en cuando unas botellas de vino excelentes y algún solomillo de cebón, que Lucinda congelaba en trozos y les daba para un mes. Sin duda se inmolaban por ellos. Cuando alguno estaba enfermo, estas bondadosas mujeres les prodigaban sus cuidados, les atendían en todo lo que podían y les velaban si era necesario y les hacían tomar unos consomés sustanciosos y exquisitos y unas rodajas de merluza en caldo corto, de avío. Debían hacer un gran sacrificio para su bien. Eran como algo de la familia, un fleco que les quedaba, un regalo del destino y lo apreciaban así. Solían avisarlas cuando salían a la calle, por si necesitaban algo y hacerlas recados. De este modo, tenían ocasión de saludarse, hablarse y estar al día de sus vidas y aconteceres, lo que les daba un plus de familiaridad y afecto que endulzaba el tiempo de los cuatro.
Les sorprendió mucho a Lucinda y Bernabé, cuando, al pasar a su vivienda, cierto día, con no se qué motivo, si una leve enfermedad o algo perecido, pudieron contemplar una espaciosidad, un ambiente, un confort y un mobiliario, que no podían ni sospechar más allá del reducido hall de entrada. Un montón de recuerdos en forma de fotografías enmarcadas lujosamente, muy comprometidas, eso sí y de bibelots muy elocuentes, de algo que desconocían, ni podían imaginar.
Resulta que habían sido, según les relataron las dos hermanas en torno a una mesa camilla y en plan confidencial, al extremo de un amplio salón alfombrado y muy lujoso, funambulistas eróticas, nada menos y durante décadas, bajo el nombre artístico de Chocholila y Putiflor y estaban forradas, según les confiaron.
Eran dueñas del edificio completo en el que habitaban y en el que abundaban los óleos importantes, y dos de los colindantes, lo que les suponía unas rentas muy majas y unas plusvalías que para qué, según les comunicaba el administrador, que lo llevaba todo, supervisado muy de cerca por ellas. Eran enemigas de la ostentación, según dijeron. Sobre la camilla había una enorme lata de caviar iraní, como de medio kilo, que les acababa de llegar de Teherán.
-Nos lo cenaremos en Nochebuena, queridos, les dijo Chocholila, digo Segunda, guiñándoles un ojo. ¿Os gusta?
Habían comenzado en Linares y la Carolina, luego en Campeche, Coahuila y Sinaloa, triunfando finalmente en Berlín, Paris y Milán. En las fotografías ampliadas, se las podía ver bellísimas y sin inhibición ni pudicia alguna, con los mínimos básicos y sobre el alambre, prendidas a pértigas muy largas y a alturas descomunales. Algunas fotos dejaban ver a un compañero de alambre, con ellas, muy agraciado el hombre, con grandes bigotes y en posturas muy artísticas. Un superdotado, sin duda.
-Era Venturini, el italiano, decía Segunda muy afectada. Tuvimos que dejarle caer desde quince metros, en Berlín o hubiéramos muerto los tres. No hubo opción. Era muy simpático y lo pasábamos muy bien los tres, porque nos hacía precalentamientos y cosas así, antes de salir a la pista. Aun recuerdo el sonido de su cuerpo al estrellarse contra el suelo. ¡Qué horror! Era muy parecido a Rafael el Gallo y a lo que le hacía a su María, antes de salir a la plaza. Venía de natural muy simétrico, bien lastrado y cargando debidamente, como podéis comprobar, lo que predispone a este arte y la anciana hacía gestos muy ponderativos.
-Parece como un giroscopio, comentaba Lucinda, viendo aquello.
-No te puedes dar idea, suspiraba Segunda.
-Nunca habrá nadie como él, apostillaba Catalina, con aspavientos. Y eso que era un poco frívolo y le salían novias por todas partes. ¡Qué hombre, Dios… qué hechuras, qué maneras, cuanta bizarría!
La Navidad, este año, cae en domingo. Por tanto, el sábado por la mañana, es la mañana de la Nochebuena, Bernabé tendrá una jornada de globos muy atareada. Serán horas de alborozo ilimitado y de muchos niños, que acudirán en barahúnda, con sus padres y madres y por tanto tiene que trabajar fuerte. Primero, preparar el manojo con un extra de nuevas incorporaciones, hincharlos todos bien, para que luzcan sus protuberancias y estar desde los primeros momentos a la vista de los peques. Los papás serán más proclives a sus requerimientos y estarán especialmente dispuestos a complacerles.
Le han llegado unos papanoëles, panzudos y rojos y unos renos gordos, muy espectaculares y simpáticos. Puede ser una buena jornada, la que necesita para comprar una pularda o algo así, turrones, cava y regalos para la cena que le han anunciado sus vecinas. Por de pronto, Lucinda le ha preparado un bocadillo caliente de bacon con queso y se lo ha desayunado, voraz, acompañado de un abundante café ardiente.
Durante la noche ha caído una intensa nevada. Con palas, esfuerzo y algún que otro carajillo, los operarios municipales han practicado caminitos en la plazuela y los niños disfrutan de la nieve, como de otra atracción nueva e ilusionante. Ha surgido entre las nubes un claror mortecino y todo invita a festejar. Los pequeños se tiran bolas, la amontonan, gritan de júbilo, sienten su crujido al pisarla, y algunos se la llevan a la boca y hacen gestos raros.
Bernabé, muy sonriente y repeinado, se siente feliz ante tanto alborozo. Hace frío pero no importa. Sus globos, superhinchados brillan y hay una enorme demanda que resultaría inusitada en otro día cualquiera. Los nuevos papanoëles y los renos, vuelan de sus manos, tienen mucho éxito. Los abuelos han enloquecido, como las mamás y los papas y hasta los más desestructurados se sienten felices y contentos. La música del carrusel, ahora, es navideña. Son villancicos populares lo que suena a todo vatio y entran hasta lo más profundo de los corazones.
Hay besos y felicitaciones, arremolinamientos, tropezones, bolas que vuelan, y cuando menos era de esperar, se ha producido un rompimiento de gloria bíblico y espectacular, brilla el sol como nunca, entre una importante rasgadura de las nubes y se siente el calor de sus haces de rayos concentrados, que hace ruborizar y sofocar a todos los que están allí, les calienta y acalora.
Bernabé puede observar que sus globos brillan y se acrecen notablemente, los papanoëles tienen unas barrigas brutales y los renos parece que han recibido una ración extra de pienso y se siente extasiado, tanto, que no advierte cómo sus pies han dejado de pisar el firme nevado. Únicamente se da cuenta de lo que está pasando cuando le duele su brazo izquierdo, el que sujeta los globos, lo nota como muy pesado y estirado, le cuesta flexionarlo y nota como un mareo, que hace que todo se mueva en torno suyo.
Al poco, un griterío de los niños y voces de las mamás y de algún abuelo, le hacen darse cuenta de que flota en el aire y de que asciende colgado de los globos. La música del tiovivo enmudece y se detiene el mecanismo. Se escuchan voces, llantos infantiles y al mirar al suelo Bernabé advierte que algunos papás jóvenes y fuertes van hacia él, con intención de sujetarle por los pies. Es inútil el esfuerzo que hacen dando saltos. Bernabé está ya a la altura del segundo piso de la trasera de un edificio de oficinas que enmarca la placita por el sur. Puede ver la lona que cubre el carrusel, repleta de nieve, como el tejado del templete de la música y las caras de todos –mayores y pequeños- mirándole horrorizados. Se escuchan gritos de algunos pequeños, que le llaman por su nombre.
-Se va a matar, se va a matar, gritan las mamás y tienden sus brazos hacia él, como queriéndole sujetar.
-No te sueltes, le indica alguien. Estás muy alto, demasiado.
Bernabé, que en ningún momento ha pensado deshacerse de sus globos, de su capital, de su medio de vida, los lleva bien amarrados a la muñeca y los cordoncitos de cada uno de ellos, unidos, forman una auténtica soga que soporta su peso, que no es mucho por la dieta que viene observando. El chico, cuelga del manojo y su brazo, estirado, soporta su peso.
Se balancea como un monigote, cuando mueve las piernas y el poco viento que sopla y su pataleo le empujan contra la fachada, le pegan a ella y estirando su brazo derecho, libre, consigue prenderse a algo que sobresale de una ventana.
Es un cáncamo sólido, seguramente puesto allí, como en otras ventanas, para facilitar los trabajos en la fachada y que se puedan colgar los operarios con sus arneses. Por la ventana ve que hay gente en la estancia iluminada, sentados en torno a una gran mesa, con papeles, y botellines de agua. Unas seis u ocho personas. Casi todas mujeres. Bernabé puede distinguirlas ya perfectamente a través de la cristalera. El manojo de globos, además, se ha enganchado en la gran S, de sociedad anónima, que sigue a un nombre con uve doble, que campea sobre las ventanas.
Es una empresa que celebra un consejo o algo parecido. Los asistentes, que le han visto en esas, se han levantado y están pegados a los cristales, las mujeres hablan entre ellas y un señor mayor, que fuma un puro, dispone el salvamento. A todas se las ve agitadas. Se hacen entender con las manos y con gestos, que esté tranquilo que le van a sacar de allí.
Una de ellas ha salido y regresa con un gran extintor. Se dirige a la ventana colindante y la golpea hasta que consigue romper el gran cristal. Caen a la calle los cristales, sin demasiado estruendo, porque la nieve apaga el sonido. La plaza está callada. Todos miran, advierten la maniobra y se tranquilizan. Se escucha algún consejo de prudencia y de tranquilidad.
Ya no hay prisa. Un montón de brazos se asoman y se dirigen a Bernabé. Antes han limpiado el borde de la ventana de cristales, para evitar accidentes y posibles cortaduras, luego le han atraído, tomando un buen puñado de cordones de los globos y tirando hacia la abertura, y Bernabé ya puede poner la mano libre en el alféizar y hacer fuerza para sentar un pie en un reborde.
-Linda, no le sueltes. Cógele la cabeza, dice el señor, que está tras ellas. Y Linda que es una espléndida señora, a la que con tanto trajín se le ha desabrochado la blusa ostensiblemente, le toma la cabeza con las dos manos y la atrae hacia ella, fuertemente y Bernabé siente el perfume y la suavidad mórbida y cálida de sus pechos, y se deja querer y abrazar, con los ojos en blanco.
-Ya estás, ya estás, le dice Linda cariñosamente. ¿Estás bien?
-Divinamente, señora. Nunca he estado mejor. Gracias.
Dirigiéndose a otra de las presentes, que está asomada, el señor le dice:
-Ponle la mano ahí, Macorina y le señala la entrepierna. Macorina, que la miraba pero no se decidía, le toma por el fondillo de la pernera, con firmeza y grita.
-Ya está, ya lo tengo, Darío. No se me escapa.
-Ahora, arriba. Con fuerza.
Y Bernabé, de buena complexión, ayudado de las dos y de una tercera que le toma de un tobillo, puede echar una pierna por encima y sentarse a horcajadas. Los brazos, que ya tienen rostro le sujetan en todo momento, hasta que le ven dentro, de pie. Sonríen todos felices y en la plazuela se produce un murmullo de satisfacción. El globero se ha salvado.
Liberan su muñeca de los cordones de los globos, que atan a un radiador y todos sonríen, con cara de satisfacción. Es recibido con abrazos y besos de todas las mujeres, que están alborozadas. Don Darío le aprieta la mano y le da un espaldarazo de satisfacción. Bernabé reconoce alguna cara amiga, de alguna mamá. Le hacen sentarse a la mesa, le traen café y se interesan por la aventura.
-Sin duda los he llenado en exceso, reconoce. Eran más y mucho más hinchados, y el sol, el sol los ha calentado como un soplete y mira hacia la ventana, donde están sus globos cautivos. Todos han regresado a la mesa y comentan el incidente.
-No te preocupes, están bien sujetos. No se escaparán. Le comenta don Darío, el jefe y además, prosigue feliz, no te van a hacer falta en lo sucesivo. Es un señor mayor, afable y con cara de buena persona.
-Vaya susto que nos has dado, continúa el buen hombre, que le ofrece un cigarrillo a Bernabé y a todas, que están sentadas a la mesa y que miran a Bernabé, como a un aparecido. ¡Esto se merece un brindis! comenta a una de las damas, que le acompañan en el consejo. Mira a ver qué hay en la nevera, Macorina y traed copas.
-No nos lo podíamos creer cuando te hemos visto en la ventana. Has podido tener un percance importante, muchacho, pero todo ha pasado y estás a salvo. Ahora cuéntanos de tu vida, de tus planes, de tus estudios… Sabemos que eres un campeón. Aquí hay quien te conoce, Bernabé y ha gritado tu nombre cuando has aparecido por la ventana. Trabajador, estudioso y constante, buen vendedor… Precisamente estábamos hablando de que necesitábamos alguien parecido a ti. ¿No es cierto?
Todas asienten con la cabeza. Entra Macorina, a la que acompaña otra de las señoritas que ha ido con ella y traen una bandeja con copas y una botella de cava, empañada de vaho. Alguien descorcha la botella, sirven las copas, le ofrecen una y todos las levantan en un brindis.
-¿Te gustaría trabajar con nosotros como jefe de ventas?
Bernabé, acodado en la mesa, con la cabeza entre sus manos, asiente sin levantar la vista y las lágrimas caen de sus ojos a la piel que cubre la mesa. Después se tapa la cara con ambas manos y llora. Su cuerpo se sacude en sollozos. Linda que está a su lado, le abraza y besa su cabeza y le entrega un pañuelo de batista que lleva a sus ojos, agradecido.
-Pues te esperamos el lunes a las nueve, amigo. Has entrado en esta compañía por la ventana, que no es mala manera de hacerlo, pero con el mejor pie posible. Te has comportado como un valiente, Bernabé. Linda, que va a ser tu jefa, te va a hacer ahora la ficha preceptiva y te va a entregar un anticipo para que puedas celebrar la Navidad como mereces. ¿Hay alguien que se oponga? Pues al acta.
-Si te parece dejamos los globos donde están, que son un buen reclamo. Hay que avisar a los cristaleros, aquí hace un frío del diablo.
Una sonrisa de felicidad se dibuja en el rostro De Bernabé, que les mira agradecido y que piensa en Lucinda y en sus amigas las funambulistas. ¡Qué alegría se van a llevar! ¡Qué Nochebuena y qué Navidad tan felices van a vivir todos! Ha merecido la pena el susto.
En el carrusel, que emprende sus giros, y está repleto de renacuajos alborozados, comienza a sonar el vals de Juventino,
Olas que al pasar,
plañideras muriendo a mis pies,
nuevas del hogar,
para cada viajero traéis,
si no me decís,
que hay un ángel que guarda el bajel,
dejadme morir
y mi cuerpo en el mar envolved.
Magnífico comentario para esta Nochebuena. Lástima que no se dan estas cosas en la realidad de la vida.
Saludos a Vd y felices Navidades a todos los colaboradores de Alerta Digital.