Gerardo Diego, Soria, mi padre
Llegado a su recién ganada cátedra de Lengua y Literatura, en el Instituto de la levítica y burocrática Soria el 1 abril de 1920, con 24 años, “pálido y alfeñique, soñador y alegre” según Gallego Morell, el joven “ultraísta” tocaba el piano en la sala de su residencia, la “Casa de las Isidras”, en el Collado, 45, frente a San Esteban.
Pronto encontró personajes de talla para sus aficiones culturales, literarias y dramáticas, como Blas Taracena de 25 años, Bernabé Herrero de 17, José Tudela de 30, Gervasio Manrique de 29 años y Mariano Íñiguez de 52, que en 1923 sería elegido presidente del colegio de médicos de la provincia. Fue Gerardo el impulsor creacionista de la generación del 27 y fiel intérprete de Debussy, el rey del impresionismo musical. Machado había dejado Soria en 1912, tras la muerte de su esposa y se había incorporado al instituto de Baeza.
Este ambiente, que encuentra a su llegada, lo recoge su obra primeriza Galería de estampas y efusiones (Valladolid 1923), que publicará más tarde como Soria, a secas (1948) añadiendo Nuevo cuaderno de Soria, Capital de provincia, Cancionerillo de Salduero, Tierras de Soria y El intruso.
Con Mariano Granados, en su arcaico Ford, va a Silos, donde esculpió uno de los más brillantes sonetos de la lengua española, escritos en el siglo XX.
Enhiesto surtidor de sombra y sueño
que acongojas el cielo con tu lanza.
Chorro que a las estrellas casi alcanza,
devanado a sí mismo en loco empeño.
Mástil de soledad, prodigio isleño,
flecha de fe, saeta de esperanza.
Hoy llego a ti, riberas del Arlanza,
peregrina al azar, mi alma sin dueño.
Cuando te vi señero, dulce, firme,
qué ansiedades sentí de diluirme
y ascender, como tú, vuelto en cristales,
como tú, negra torre de arduos filos,
ejemplo de delirios verticales,
mudo ciprés, en el fervor de Silos.
Con ayuda de Antonia Izquierdo, hermana de Leonor -la esposa fallecida de Machado- emprendió las primeras jornadas de comedia en el Teatro Principal de Soria. He aquí el soneto a ella:
Qué carita redonda y –ay- tan blanca.
Hermana de Leonor, Antonia Izquierdo
era toda donaire. Bien recuerdo
su luz, su ingenio, su alegría franca.
Decía el verso –actriz en los ensayos-
como una flor, si es que una flor supiera
ser Serafina, Clara, si pudiera
beberle a Tirso ardores y desmayos.
Yo llevaba recados en mis viajes
de Antonia a Antonio. “¿Vuelves? Quiero verte”,
y regresaba rico de mensajes,
de cariños, de asombros, de preguntas.
Pocos años después volvió la muerte
a repetir la hazaña: las dos juntas
Mi padre, César, era un alumno del mismo Instituto y de mi abuelo Pelayo Artigas Corominas, catedrático de exactas -que había llegado a Soria en 1912, poco antes de la marcha de Machado- y cursaba, exactamente, a la arribada de Gerardo, cuarto curso de bachillerato, con catorce años. Pronto se incorporó mi padre con entusiasmo a las nuevas actividades que propiciaba Gerardo, este joven catedrático montañés y soñador, y sin ninguna dote para el drama ni la poesía, se estrenó con el personaje de Panduriño, en La casa de la Troya de Pérez Lugín, según relata en sus memorias y en El vergonzoso en palacio, de Tirso de Molina, de lo que hay una buena fotografía en una galería del palacio de los condes de Gómara. Mi padre lleva un casco y una cota de malla y Gerardo va de galán, con calzas, escarpines y sombrero de época.
Mi padre fue un magnífico estudiante, con matrículas en todo, facilidad para las matemáticas, curiosidad insaciable por todo, don de palabra, análisis y exposición y una memoria privilegiada. Pronto simpatizaron de tal modo, que Gerardo pasaba temporadas veraniegas en Salduero, en el hermoso y risueño paraje pinariego, con un Duero recién nacido, casi vadeable. Allí, donde mi padre estaba los veranos, con su madre y sus dos hermanos y una abuela que quedó allí enterrada, ya que su tío, sacerdote y padre honorario, desde que lo perdió en La Coruña en el 13, estaba destinado como párroco. El Salduero de sus amores, en cuya iglesia se casaría con mi madre en el 35, era un reducto de veraneantes e indianos y junto con Vinuesa, la Corte de los pinares, con el inmediato Molinos, constituía un entramado de gentes muy atractivo en el fresco estío soriano.
La amistad que les unió tan entrañable y extrañamente –mi padre lo decía simbiosis- a un catedrático y a un estudiante jovenzano, para toda la vida, hacía que cuando aparecía por Soria, que lo hacía por amor a la ciudad, y sobre la que continuaba escribiendo, cada poco, se encontrasen y viniese a nuestra casa con su mujer francesa, Germaine Martin, con quién se casara en 1934, que se quejaba a mi madre, según relataba ella, de lo terrible que era cuando el poeta entraba en erupción, en trance de inspiración, vamos, que no había quien le aguantase. Cada Navidad llegaba su felicitación cariñosa dirigida a nuestro padre. Conservo en mi biblioteca un ejemplar de La sorpresa, editado en el invierno del 43-44, por el CSIC, que dice: A César del Riego, entrañablemente y firma Gerardo Diego, con la fecha de 1945.
Un ejemplar de Soria sucedida, editado en 1980, regalo de mi hermano César en 1984, que recoge Soria (1922-1946) publicado en 1948 y Soria sucedida (1921-1976) que dedica a sus amigos de Soria y que comienza con el soneto:
Esta Soria arbitraria mía, ¿quién la conoce?
Acercaos a mirarla en los grises espejos
de mis ojos, cansados de mirar a lo lejos.
Vedla aquí, joven, niña, virgen de todo roce.
Sombreros florecidos tras la misa de doce.
Y bajo la morada sombra de los castaños,
Unos ojos que miran, cariñosos o huraños,
o que no miran, ay, por no darme ese goce.
Abajo el rio, orla y música del paisaje,
para que el alma juegue, para que el alma viaje
y sueñe tras los montes con las vegas y el mar.
Y arriba, las estrellas, las eternas y fieles
estrellas, agitando sus mudos cascabeles,
lágrimas para el hombre que no sabe llorar.
A mi padre dedica, en ese libro, la Fabulilla del indiano de Salduero:
Era un indiano en Salduero.
Vino de la Nueva España,
aunque parezca patraña.
Y un su vecino, estudiante,
un ladino de Ateneo:
“Buenas tardes. ¿De paseo?
¿Muy lejos, don Doroteo?”
“No. Como todos los días.
Hasta el horizonte Elías.”
Llegar hasta el horizonte:
tres kilómetros escasos,
y volver sobre sus pasos.
Ay, horizonte-aventura.
¿Llegar? Cuestión de querer.
Pero, ¿volver? Gran placer.
Dime tú, corazón mío,
¿por donde cae tu horizonte?
“Casi le toco, ese monte.”
Tántalo de ruta y fruta.
Si. Casi le tocas, pero…
No. Vámonos a Salduero.
Mi buen indiano admirable.
MI maestro de sagesse.
Merecías ser francés.
El 20 de mayo de 1922 Gerardo abandonó Soria para irse a un nuevo destino, Gijón y luego al Instituto Santa Clara de Santander, ingresó en la Real Academia en 1948 y después de la guerra, ejerció en el instituto Beatriz Galindo, de Madrid, en el que se jubiló en 1966, pero siempre continuó evocando y cantando a Soria, y regresaba en temporadas veraniegas, como dije. Falleció el 8 de junio de 1987 en Madrid.
Poetas andaluces
que soñasteis en Soria un sueño dilatado:
tú, Bécquer, y tu Antonio, buen Antonio Machado,
que aquí al amor naciste y estrenaste las cruces
del dolor, de la muerte…
Desde el cántabro mar,
también, como vosotros, subí a Soria a soñar.
Amó a Soria y siempre le fue fiel. Su excelente antología poética “Contemporáneos” (1901-1934) se publicó en 1959. El libro Soria sucedida, termina con un poema que titula El intruso, escrito en 1946 y que plantea su enamoramiento por la ciudad, que tanto duró:
¿Por qué, dime te obstinas
en cantar la ciudad que ya no es tuya?
Sube a cualquiera de sus dos colinas
-altos senos de amor-. Y en torno lanza
tu mirada amorosa.
Nada ves que no fluya
-declive lento, dulce lontananza-
camino eterno de la madre ociosa.
La que tanto en silencio acariciaste
variada corteza,
te permanece, hielo de belleza.
Mas las minas del agua que anhelaste,
que sediento bebiste,
son otras que en perpetua, alada fuga,
sacian labios novicios de amor triste,
mojan y besan frentes sin arruga.
La ciudad que fue tuya
sabe vengarse del que la abandona.
Por eso, aunque su faz te restituya,
te niega el corazón y te traiciona.
…./…
En el año 70 o 71, tuve la fortuna de asistir y oírle recitar, libro en mano, en el teatro Lara de Madrid, en el 15 de la Corredera Baja de San Pablo (Malasaña), en algo que se llamaba Alforjas para la Poesía, los domingos por la mañana. Acto que organizaba Conrado Blanco, poeta y empresario teatral. También lo frecuentaba Jaime Delgado, Pureza Canelo y Manuel Alcántara -con su cara de boxeador- y escuché, sobrecogido y sorprendido de la forma en que lo hacía, un poema suyo y transcendente, el largo poema Salmo de la Transfiguración, de más de cien versos, de un modo que no he podido olvidar en tantos años, casi cincuenta, transcurridos desde entonces. Impresionante, Gerardo.
Transfigúrame.
Señor, transfigúrame.
Traspáseme tu rayo rosa y blanco.
Quiero ser tu vidriera,
tu alta vidriera azul, morada y amarilla
en tu más alta catedral.