Atentados en Londres: ni ansias de justicia ni reparación moral
Martín Guevara.- Londres ha vuelto a sangrar. Europa, en su perenne solidaridad, está conmocionada.
Los atentados terroristas no son producto de los ataques de Occidente al Magreb y los países árabes. Eso está ahí y es un motivo de movilización para los pacifistas, pero no son los familiares de las miles de víctimas civiles de bombardeos llamados eufemísticamente “daños colaterales” quienes instruyen y materializan los atentados terroristas.
El relato de los atentados árabes de los años sesenta y setenta en Europa tenía relación directa con la represión francesa en Argelia, aunque sólo en el relato. Los revolucionarios argelinos no ponían ni aprobaban las bombas en centros comerciales europeos. Esos revolucionarios que propagaban la igualdad del hombre y la mujer, la separación de religión y Estado, el imperio de la justicia, fueron también las primeras víctimas del fundamentalismo islámico.
Los ataques del siglo XXI se asientan sobre el relato de la recuperación de la totalidad del Califato, y la destrucción del “corrompido mundo Occidental que mora y medra de espaldas a la virtud”.
Al Qaeda consolidó su presencia en Estados Unidos y Europa durante el comienzo del siglo XXI a través no sólo de atentados sanguinarios, sino de una preocupante llamada casi obsesiva a todos sus efectivos a atacar en suelo apóstata, pagano o “zindiq”. Osama Bin Laden, el jerarca y autor intelectual de la organización terrorista, pertenecía a una familia acaudalada saudí con estrechos lazos comerciales petrolíferos con el mundo occidental.
Al Qaeda no llegó a dominar territorios, no tuvo “patria” o Califato, ello contribuyó a que hiciese hincapié de manera permanente en los ataques en Occidente allí donde se presentase la mínima posibilidad de causar daño. En cambio, el Estado Islámico sí llegó a consolidar un territorio donde ha practicado las peores aberraciones con sus habitantes, y los ataques a Occidente en la sustancia y la estrategia continuaron siendo igual de importantes que para Al Qaeda. Pero en los hechos el llamado a derramar la sangre exclusivamente en Occidente disminuyó al tener que repartirse en los terrenos de su propio califato. Sin embargo, nunca han abandonado la vía del terror en Europa y Estados Unidos; de hecho, se ha recrudecido la amenaza en los últimos meses.
Por otro lado, con la desaparición de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) y el escaso nivel de amenaza que significaban el narcotráfico y los militares díscolos como el panameño Noriega, la industria armamentista necesitaba “como agua de mayo” un chivo expiatorio lo suficientemente creíble como para producir la cantidad de armamento que sostiene gran parte de la economía occidental. Ello coincidiendo con la gran frustración de las sucesivas guerras en Afganistán, primero, contra fuerzas soviéticas y el apoyo norteamericano en armamento a los muyahidines y los estudiantes del Talibán, y luego, contra las fuerzas norteamericanas y de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), así como las ingentes matanzas en la segunda campaña bélica en territorio iraquí. Estos ingredientes dieron como resultado un cóctel de alta peligrosidad y de gran efecto en ambos extremos para dotar de una explicación presentable a las bajezas surgidas en el umbrío confín de las mazmorras de lo más ruin del espíritu humano.
Estos actos abominables, el terrorismo en suelo occidental, las acciones bélicas y los daños colaterales en tierra “hereje” no se explican por ningún ansia de justicia ni de reparación moral. Son movidos por la bajeza de la especie, son pergeñados en el vertedero de los desperdicios de lo peor de la especie humana.
Los terroristas saben dónde dirigen el ataque, como en las Torres Gemelas de Nueva York, en el maratón de Boston, en Atocha, en Madrid, en París varias veces, en Londres, en Berlín, así como en los numerosos atentados en sus propias tierras, en mercados, plazas, congregaciones públicas. Dan en la diana de lo que consideran su enemigo a muerte: la gente trabajadora, libre, en paz, a los que su familia espera en casa. Los anónimos constructores cotidianos de la vida.
Nos toca a nosotros defender con nuestra actitud el corazón de las libertades y la civilización. De ahí lo oportuno de manifestar rotundamente: “Este es nuestro modo de vida, es el que todos preferimos, es la esperanza del mundo, seguiremos construyéndolo, no nos llevarán a su redil, viviremos como hemos elegido vivir”.