Madrid, capital de la heterofobia
R. Pérez-Maura.- Últimamente oímos hablar con frecuencia de la islamofobia. En realidad una agresión preventiva porque lo que de verdad se está imponiendo es una evidente cristofobia. Un constante asedio de yihadistas a personas culturalmente cristianas. Y como precaución frente a la reacción que su ofensiva pueda generar, quienes asedian a esos cristianos y quienes les amparan bajo una estúpida corrección política advierten en tono amenazante contra cualquier intento de supuesta islamofobia –la cual ni está, ni se le espera aunque las familias de miles de muertos pudieran tener razones para ella.
En este contexto estamos viviendo en estos días la fiesta del orgullo homosexual –denominada de cualquier otra forma para darle un carácter más internacional y comprensivo–. La homofobia es un delito y me parece muy bien que lo sea, como cualquier otro delito de odio. El problema es cuando la denuncia de ese odio es en realidad una actitud defensiva y encubridora de otros actos de odio frente a los que nadie protege, ni nadie denuncia.
Madrid es una ciudad en la que resulta que el Ayuntamiento ha restringido drásticamente su aporte de belenes navideños aduciendo que no todos somos cristianos. Podría ser un argumento. Pero entonces ¿quiere eso decir que la inmensa expansión de la inversión municipal en el “orgullo” es porque todos somos homosexuales? Esto viene acompañado de una serie de violaciones consentidas de las ordenanzas que a nadie más se permitiría durante varios días consecutivos. Empezando por las limitaciones del ruido ambiental. Como todos sabemos han sido suprimidas. Al vecino que le moleste el ruido que no duerma o que abandone su casa y se vaya a otro sitio. Que a ver si se entera de que él paga sus impuestos para que vengan personas desde las antípodas a disfrutar de lo que se gasta el madrileño en su propia ciudad. O los vecinos del barrio, que pagan su tarjeta de residentes de la ORA para poder aparcar allí. Estos días tienen prohibido aparcar. Es cierto que a cambio les permiten estacionar sus vehículos en cualquier otro punto de Madrid, pero no consta que les paguen el taxi que les lleve de vuelta a su domicilio una vez que hayan estacionado en Salamanca o Moncloa. Da igual, que se fastidien porque hay que ver lo felices que están haciendo a otros. O mejor todavía, que también ellos muestren su orgullo. Y si no lo tienen, que lo busquen.
Porque el mensaje que late bajo todo este supuesto festejo es uno de sumisión. Uno de decir “nosotros somos los fuertes y vosotros los débiles”. Ser heterosexual, casarse un hombre con una mujer y querer tener hijos es ser marginal, atrasado, vivir fuera de “la realidad”. La realidad es la que se nos impone desde los medios de comunicación, desde empresas y hasta desde una corporación de derecho público como la ONCE: lo “normal” es ser homosexual. Y cuidadito con enseñar otra cosa a tus hijos, porque discutirlo es ser homófobo.
No basta con sostener que cada cual es libre de mantener en su vida privada las relaciones que quiera sin ningún tipo de limitación. No basta con afirmar sin matices que nadie es perseguible por sus inclinaciones sexuales –dentro de los límites del Código Penal. Hay que exaltar la homosexualidad como algo muy positivo. Porque habrá que reconocer que en los tiempos de sobrepoblación planetaria la homosexualidad tiene la virtud de no agravar ese problema ni acentuar las amenazas del cambio climático, que es una verdad de valores casi equiparables a lo que representa el festival del orgullo homosexual del que disfrutamos estos días en Madrid.