La conquista española de Amberes (1584-85): lo imposible se hace gesta con “El Rayo de la Guerra”
C. Cervera.- Alejandro Farnesio asumió el gobierno de los Países Bajo, bajo la soberanía del Rey de España, a la muerte de su tío Don Juan de Austria. Ambos combatieron juntos en la batalla naval de Lepanto contra los turcos y, posteriormente, contra las tropas rebeldes en Flandes hasta que una enfermedad mortal alcanzó en octubre de 1578 al hijo ilegítimo del Emperador Carlos. El sobrino, mayor que su tío, tomó el relevo en el enésimo intento del Imperio español por establecer la paz en un territorio que se había rebelado contra la autoridad real en todas sus provincias, incluso las católicas, a excepción de Luxemburgo. Que aquel fuera el primer puesto de entidad para Farnesio, y que careciera de una trayectoria militar amplia, no impidieron que su mezcla acertada de diálogo y fuerza militar acercaran por primera a un desenlace el conflicto abierto 1568.
Tras la muerte de Don Juan, Felipe II confirmó a Farnesio como gobernador de estos territorios y permitió que el general de padres italianos pero criado en España avanzara de victoria en victoria por la provincia de Brabante. Pronto la autoridad real fue restablecida en las provincias más católicas. El fracaso del Gran Duque de Alba, que había actuado con dureza sobre los rebeldes durante su gobierno, la frustrante etapa de Luis de Requesens y los errores de Don Juan, cediendo a muchas de las demandas rebeldes; enseñaron el camino a Farnesio y le mostraron cómo no debía actuar.
La tarea, en todo caso, no iba a resultar sencilla. Aún solo tres, y parte de una cuarta, de las diecisiete provincias habían vuelto a jurar lealtad a la Corona de España, sin olvidar que los rebeldes contaban con el apoyo de varias potencias extranjeras, que, como Inglaterra, veían en el conflicto una manera de debilitar al imperio del sur. Para desplegar sus planes de pacificación, el general italiano primero necesitaba alcanzar una posición de altura a través de una implacable campaña militar, que vería su punto álgido en la conquista de la estratégica provincia de Brabante, a medio camino de todas las rutas comerciales. Parafraseando a los clásicos: si quieres la paz preparate para la guerra. Y paradojicamente eso se le daba muy bien a Farnesio.
Los ensayos antes de Amberes
Brabante era una provincia clave y, en tanto, una tierra atrincherada hasta los dientes. Los soldados rebeldes de Guillermo de Orange habían aprendido que no eran rivales para los veteranos Tercios castellanos en campo abierto, como se llevaba demostrando desde hacía una década; pero tras los muros de las imponentes fortalezas flamencas todos los hombres parecían valientes y confiandos. Se antojaba imposible que con la tecnología de la época España pudiera conquistar una por una todas las ciudades en manos rebeldes, puesto que los asedios en esta región de Europa podían alargarse durante años y exigían la movilización de ejércitos gigantescos, tan pendientes de que no saliera el enemigo como que no llegaran refuerzos de fuera. Aquello resultaba insostenible para la hacienda real y los líderes rebeldes lo sabían. O eso pensaba media Europa hasta la llegada Farnesio y sus ingenieros militares. El hispano-italiano, meticuloso e inteligente, se convertiría con el tiempo en uno de los grandes generales de asedios del siglo XVI.
La primera prueba de ello fue el asedio a la ciudad de Maastricht, donde Farnesio iba a aprender que los sitios requerían, ante todo, paciencia. Al frente de 15.000 infantes y 4.000 caballos, Farnesio –suponiendo poca resistencia– lanzó a la infantería española cuando no habían hecho más que comenzar las obras de asedio contra las fuerzas sitiadas, que rechazaron a los asaltantes con un alto coste en vidas. Entre las bajas se encontraba un pariente de Alejandro Farnesio, Fabio, lo cual provocó la ira del joven general: «Yo voy allá. Yo mudare como general la fortuna del asalto, mudando el orden de asaltar; o como soldado más con mi sangre que con el mando». Aunque sus oficiales próximos consiguieron que desistiera de sus intenciones temerarias, no lograron apaciguar su ira e intensificó el asedio. Tras un nuevo asalto, esta vez exitoso, el general Farnesio nunca olvidaría una importante lección de la guerra, muy valiosa para lo que estaba por venir: las obras de ingeniería pueden reducir al mínimo los riesgos de un asalto.
Pero antes de conquistar nuevas ciudades, las prioridades militares tuvieron que retroceder ante las necesidades políticas. Farnesio logró aunar a las provincias católicas en una misma empresa, la Unión de Arras, cuyo primer punto exigía, de nuevo, la retirada de los Tercios Españoles de Flandes. Por tanto, el «Rayo de la Guerra» tuvo que conformarse con reanudar las acciones militares –la principal en el asedio de la ciudad de Tournay– al frente de un bisoño ejército formado por tropas locales, mientras los españoles salían por la puerta de atrás.
Los soldados valones se comportaron con disciplina durante las obras de asedio, pero titubearon a la hora del asalto. Cuando una compañía valona de 50 soldados alcanzó el primer baluarte defensivo, en vez de atrincherarse, los soldados se quedaron festejando la acción y fueron masacrados por los holandeses. Los asaltos posteriores se saldaron con idéntica suerte hasta que la ciudad se rindió más por cansancio que por miedo.
Un asedio imposible, por tierra y mar
Alcanzado este punto, fueron los propios nobles valones quienes pidieron el regreso de los tercios para atacar presas de mayor calado y llevar la guerra de asedio a otro nivel. Y Farnesio eligió Amberes a modo de bienvenida para los tercios. Una ciudad que a principios de siglo XVI fue la principal urbe de Europa, pero a finales de siglo, tras ser asolada en el famoso saqueo de 1576, había quedado en un segundo plano a nivel económico. Su anterior esplendor quedaba patente en su sistema de fortificaciones, que no conocía parangón en todo el continente, y tenía por objeto proteger a una población de 100.000 personas.
Por la parte en la que la ciudad daba a Flandes discurría el caudaloso río Escalda, sirviendo de protección y conexión fluvial con otras ciudades rebeldes como Malinas; mientras que por la parte enfrentada a Brabante la ciudad se encontraba rodeada de unos anchos muros con diez poderosos baluartes y un amplio foso inundado. Una presa solo a la medida de un cazador temerario.
10.000 soldados y 1.700 jinetes acometieron una monumental serie de obras orquestadaos por el general y sus ingenieros para salvar el río. El plan resultante consistió en construir un canal de 22,5 kilómetros de longitud para drenar parte de las aguas que rodeaban la ciudad y levantar, a su vez, un puente compuesto de 32 barcos unidos entre sí para poder entrar en la muralla principal de Amberes. El gobernador de la ciudad, Phillipo de Marnix, se burló de aquellas grandilocuentes intenciones españolas nada más ver las obras: «Fiaba, decía, sobradamente de sí, embriagado del vino de su fortuna, Alejandro; pues pensaba que echándole un puente enfrenaría la libertad del Escalda».
No obstante, las primeras acciones se saldaron con una baja importante para los españoles y parecieron darle la razón a los que, como el gobernador enemigo, pensaban que aquella empresa era irrealizable. Haciendo acopio de materiales para el asedio, los españoles asaltaron y tomaron Terramundo, una localidad cercana con abundante vegetación, donde fue herido de muerte el maestre de campo Pedro de Paz, quien cariñosamente era llamado por sus soldados Pedro de Pan.
Envalentonados por la muerte de su amado maestre, los soldados fijaron en tiempo récord las vigas traídas desde Terramunda en la ribera del río. Se colocaron postes verticales hasta donde era posible por la profundidad del río, y se unieron luego con vigas transversales para sujetar los tablones que sostenían el piso. A cada extremo del puente se construyeron dos pequeños fortines y se guarneció el puente con vallas de madera que servían de parapeto a los disparos desde Amberes. En paralelo a las obras, la ciudad medieval de Gante fue tomada para evitar que brindara apoyo a Amberes.
Como explica Juan Giménez Martín en «Tercios de Flandes» (Ediciones Falcata Ibérica), 22 navíos tomados en Gante y otros que Farnesio, Duque de Parma, trajo de Dunkerque, sirvieron a los españoles para elevar el bloqueo de Amberes también a nivel naval, mas cuando se rompieron varios diques para inundar la campiña próxima y extender aún más la zona de combates. Durante esta guerra de diques y contradiques, el propio Farnesio agarró pala y azadón dando ejemplo a sus hombres. Una vez el agua ocupó la mayor parte del paisaje de Amberes, los atacantes desplegaron 32 barcos unidos entre sí para bloquear cualquier intento de atacar el puente.
Las maldades del ingeniero Giambelli
Por su parte, los defensores intentaron sin éxito varias salidas por tierra y, viendo la imposibilidad de romper el cerco, planearon tomar la ciudad vecina de Bois-le-Duc, de modo que se pudieran enviar refuerzos desde allí. No lo consiguieron y, a principios de 1585, siete meses después de que se iniciaran las obras, cayó la capital de la provincia de Güeldres, Nimega. Con cada vez menos esperanzas de salir vivos, los rebeldes se agarraron a planes cada vez más arriesgados. La llegada sorpresa de una armada de socorro enviada desde Zelanda por Justino de Nassau, hijo bastardo de Guillermo de Orange dio aire a los rebeldes. Una vez conquistado el castillo en manos españolas que separaba el río Escalda del mar, la flota rebelde accedió al canal en el que estaba siendo construido el puente y planeó, bajo la batuta del ingeniero italiano Federico Giambelli, desairado por España en otro tiempo, la forma de hacer volar por los aires el plan de Farnesio.
Los holandeses lanzaron tres barcos-mina el 4 de abril hacia la obra de ingeniería española, cuando restaban pocas semanas para finalizar las obras del puente. Aunque solo uno alcanzó a encallarse contra el puente, la explosión causó la muerte de 800 soldados católicos y la onda expansiva envió a Alejandro Farnesio varios metros despedido. Con todo, las heridas no revistieron gravedad y el ataque no tuvo consecuencias críticas para la estructura. Esa misma noche los españoles disimularon los daños para que la flota de Justino de Nassau desistiera de lanzar más ataques en este punto. Los holandeses así lo hicieron, prefiriendo ensañarse con el dique que daba acceso a la campiña inundada, a su vez protegido por varios castillos. El coronel Mondragón logró rechazar en esta posición los ataques simultáneos de la flota de Amberes y la de Zelanda. Su heroica resistencia evitó que los barcos enemigos se hicieran con el control naval de la campiña.
El siguiente ingenio de Giambelli fue el de añadir a los barcos-mina una especie de velas bajo el casco para poder dirigir con más precisión los ataques al puente. No obstante, Farnesio aprendió también la lección y en la siguiente intentona rebelde se valió de un sistema de enganches en los barcos que conformaban el puente para que, una vez se acercaran los barcos minas, pudieran ser liberadas estas embarcaciones y los barcos explosivos pasaran de largo.
A este proyecto le siguió otro aún más excesivo: «El Fin de la guerra», una embarcación de guerra de tamaño desproporcionado que contaba con un castillo gigante de artillería en el centro y una guarnición de 1.000 mosquetes. Tanta fe pusieron los defensores en aquel barco que lo bautizaron con un nombre que, creían, anticipaba el final del bloqueo. Sin embargo, la monstruosa fortaleza flotante encalló al poco tiempo de entrar en combate y los españoles le cambiaron el nombre con burlas y balazos. Ya solo podía ser: el de «Los gastos perdidos» o «El Carantamaula».
La rendición de la ciudad
Nada comparado con el enésimo y último contraataque rebelde que arrojó con furia sus mejores tropas y 160 barcos para evitar la pérdida de la ciudad. El ataque estuvo cerca de alcanzar su objetivo, tomar el contradique que mantenía a raya a la flota de Zelanda, pero de nuevo la infantería castellana, secundada por la italiana, neutralizó la ofensiva cuando en Amberes ya festejan la victoria. El propio Alejandro Farnesio, con espada y broquel, se unió a la primera línea de combate entonando: «No cuida de su honor ni estima la causa del Rey el que no me sigue». Miles de hombres terminaron luchando en una estrecha lengua de tierra. La jornada finalizó con los holandeses huyendo en desbandada y muchos barcos encallados a causa de la marea baja, lo que a su vez permitió la captura de 28 navíos enemigos.
Finalmente, en agosto de 1585, las tropas españolas entraron en Amberes. Los gobernadores decidieron aceptar las generosas condiciones que el general Farnesio planteó, lo cual evitó un nuevo saqueo de la ciudad. La victoria fue celebrada por los soldados con un gigantesco banquete sobre el puente del Escalda, con mesas que se extendían de orilla a orilla del río. La noticia no tardó en correr por Europa y en llegar a España a través de la avanzada red de inteligencia del Rey. «Nuestra es Amberes», anunció un emocionado Felipe II a su hija favorita, Isabel Clara Eugenia, a altas horas de la noche. Jamás se vio al Monarca tan exultante.
«El Rayo de la Guerra», que fue premiado con el Toisón de Oro por Felipe II, continuó con éxito la campaña militar en Flandes los siguientes siete años, en los que su mayor conquista fue de carácter político. Para muchos historiadores, lo que hoy conocemos como Bélgica tiene su origen en este periodo, gracias a las maniobras políticas de Farnesio, que bien puede considerarse el padre de la patria belga. Eso a pesar de que las interminables empresas a las que fue sumándose Felipe II –entre ellas la guerra contra Inglaterra y la intervención española en la guerra civil de Francia– desviaron los fondos necesarios para que Farnesio obtuviera una victoria militar plena antes de su prematura muerte.