El tiempo retenido
La noticia del intento de quemar la capilla de la Universidad Autónoma (23/06/2017) nos conduce, al modo de la ya vieja Time Machine de Wells, a otros tiempos no diremos que remotos, pero sí alejados.
La escena de una capilla ardiendo nos lleva a la convulsa España de los años 30. Se acababa de proclamar la República (15 de abril del 31) y casi un mes justo después (a partir del 10 de mayo), primero en Madrid, después en mi ciudad de Málaga, más tarde en otras ciudades y pueblos españoles, se estrena aquel nuevo régimen, llamado a traer las libertades y la igualdad a España, quemando iglesias y conventos, además de la sede de algún periódico no afín. El escritor Salvador González Anaya, en su novela Las vestiduras recamadas, retrata bien esta época turbulenta y apasionante en la Málaga del 31. Esto no fue más que el preámbulo del drama de los cristianos mártires en la zona republicana durante la guerra, comparable, ha escrito mi admirado Aquilino Duque, con la situación de los judíos en la Alemania nazi.
Sin embargo, han transcurrido más de 80 años. ¡Cuántas cosas han ocurrido en un mundo que se mueve (¿progresa?) con una velocidad exponencial! ¡Con qué velocidad acelerada, de auténtico vértigo, han cambiado las condiciones de vida, el conocimiento, la familia, los valores! Estos años, en el tema religioso, han vivido el Concilio Vaticano II y sus secuelas de mutaciones y equívocos; la reducción drástica, en Occidente, de las vocaciones religiosas y sacerdotales, un proceso de secularización como no lo habrían sospechado los más optimistas ilustrados y masones del XVIII. Los Estados occidentales, algunos gobernados por partidos que se llaman Democracia Cristiana, acogen en su legislación leyes abiertamente anticristianas en temas como aborto, eutanasia, identidad de género, matrimonio, educación… Todos estos cambios han modificado el status de la iglesia y el Cristianismo, colocándolos en una situación que tiene poco que ver con la supremacía y el privilegio.
Un sector de la izquierda española, no obstante, sigue sin enterarse, sigue actuando como sus ancestros. Para ellos el tiempo, retenido en un remando de eterna inmovilidad, no ha pasado; no se ha producido este trágico proceso de secularización que puede llevar a Occidente a la pérdida de sus más íntimas raíces; no se ha implantado una situación de libertad religiosa provocada, no sin contradicciones internas, por la misma Iglesia. Para ellos no existen esos entes jurídicos que se llaman pluralismo, libertad de expresión, libertad de asociación.
Para ellos la historia, al modo dorsiano de los eones, repite los mismos pálpitos más allá del devenir del tiempo. Quizá ellos, los incendiarios anticlericales, tengan razón; y nosotros, inoculados por el virus de la idea ilustrada de progreso, estemos equivocados.
No pararán hasta que lo arrasen todo. Pero nuestro deber es impedirlo.