Procés
Jon Juaristi.- Las declaraciones de Puigdemont tras los atentados del jueves merecen algún comentario. Comencemos por su insistencia en que tales hechos no cambiarán la idiosincrasia de los catalanes, pueblo pacífico donde los haya, cuya manera de ser ha sido forjada a lo largo de muchos siglos. No es cuestión de discutir ahora una tesis que la historia parece desmentir. La propia tradición catalanista ha visto en la oscilación entre seny y rauxa el algoritmo fundamental del devenir de la región, especialmente en la época contemporánea, pero no es eso lo que interesa en la presente situación. Lo que hay que preguntarse es qué pinta el pueblo catalán en este asunto y qué importancia tiene que sea pacífico o camorrista. Los atentados de Barcelona y Cambrils han tenido lugar en Cataluña, eso es innegable, pero no han ido dirigidos contra ningún pueblo catalán poseedor de una supuesta personalidad colectiva. Los terroristas no pretendían matar catalanes, sino infieles. De igual modo, los atentados de Atocha en 2004 no se planearon para asesinar españoles, como hacía ETA. Ahora bien, se podría objetar, el terrorismo islámico no sólo mata infieles. También causa víctimas entre los musulmanes.
Efectivamente, pero eso es un argumento más contra la teoría de que el blanco de los atentados es una comunidad nacional o étnica concreta. Para los terroristas, cualquier lugar donde no se aplique la ley islámica es Casa de la Guerra y todo musulmán deberá combatirlo aunque sea su lugar de nacimiento. Por eso el Profeta luchó contra la Meca, aunque era de allí y allí vivían los suyos. El islam no es un territorio, ni una nación ni una etnia. Y si un musulmán que reside en la Casa de la Guerra no lucha, se convierte en un renegado que merece morir. Los terroristas no atacaron el jueves a catalanes, sino a infieles y renegados. En cualquier caso, quienes se apresuraron a solidarizarse con «el pueblo catalán» no buscaban, como Puigdemont, la rentabilidad directa del victimismo, sino la ocasión de minar al gobierno de Rajoy . O sea, lo mismo que la izquierda hizo con el de Aznar tras los atentados de Atocha. Y no hay novedad en ello: son los mismos.
Puigdemont sabe muy bien que desligar la continuidad del procés de la situación creada por los atentados puede indignar a más gente de la que hasta ahora ha tenido en contra, porque es evidente que ni en los Mossos ni en la Guardia Urbana de Barcelona reside el factor fundamental de contención y persecución del terrorismo, papel que corresponde al Estado. Seguir adelante con el desafío secesionista supone debilitar al Estado e impugnar su monopolio de la violencia. Con independencia de que se vea con simpatía o antipatía el procés, nadie podrá negar que su continuidad tendrá ese efecto en el nuevo contexto de reactivación del terrorismo.
De ahí la ambigua apelación de Puigdemont al rechazo de los que buscan el enfrentamiento de civilizaciones. Podría interpretarse que se refiere a los terroristas, pero los terroristas islámicos no piensan en términos de enfrentamiento de civilizaciones. Para entender el sentido de esta alusión del president hay que recordar otra vez la reacción de la izquierda al 11-M de 2004. Fue Rodríguez Zapatero quien acusó al gobierno de Aznar de haberse guiado por la idea de civilizaciones enfrentadas y quien propuso, junto a su amigo Erdogan, aquel proyecto de Encuentro de Civilizaciones que tantos éxitos ha cosechado desde entonces. Al invocar el enfrentamiento de civilizaciones, Puigdemont trata de reavivar la bronca de 2004 entre el PP y la izquierda y amortiguar así la reacción socialista a su anuncio de que nada frenará el procés. Nada tendría de sorprendente que lo consiguiera.