Al entrañable Instituto Antonio Machado de Soria, en el 175 aniversario de su creación
Mi abuelo materno, Pelayo Artigas Corominas, llegó, con treinta y seis años, destinado a él como catedrático de exactas en 1912 desde Segovia, donde había preparado sus oposiciones y donde ejercía la docencia a cadetes para su ingreso en la Academia de Artillería y ejerció la cátedra aquí, hasta su muerte con cincuenta y ocho años, en 1933. Sus restos descansan en el Espino, a pocos metros de los de Leonor Izquierdo. Compatibilizó su docencia con la investigación histórica, monumental y arqueológica de Soria como corresponsal de la Academia de la Historia, publicando entonces numerosos trabajos en la revista de Archivos y Bibliotecas. Profesor de Pedro Laín Entralgo, aun tuve de éste excelentes referencias, recuerdos y elogios de él, personalmente, a mediados de los años noventa en el Club de Roma, cuando tuve la suerte de ser compañero suyo en el Capítulo Español.
Durante un curso compartió claustro con Antonio Machado a quien sustituyó como poeta el joven catedrático de Literatura Gerardo Diego, en 1913. Todos cuantos fueron los alumnos de mi abuelo le recordaron siempre con excepcional cariño y admiración y no se recataron en elogiarlo abiertamente. El verano del 17 he podido ver fotos suyas en una exposición conmemorativa en el querido edificio, junto a la plaza del Vergel, con sus muceta y birrete o con un florete en la mano ya que era tirador de esgrima. También fue profesor de Clemente Sáenz García, excelente y notable director de la escuela superior de Ingenieros de Caminos de la Politécnica de Madrid y autor del primer mapa geológico de España, de quién fue admirador y detector de su enorme capacidad, cuando en el claustro se comentaba con preocupación si era poco menos que autista, por su personal idiosincrasia de sabio distraído, de lo que hay cantidad de anécdotas, como la de arrodillarse y santiguarse en el pasillo del patio de butacas antes de acceder a la fila de su butaca.
Mi padre, César del Riego Moreno, estudió en él desde 1916 a 1923, siempre con matrículas de honor y alumno destacado, tanto de mi abuelo Pelayo, como de Gerardo Diego Cendoya de quien llegó a ser entrañable amigo, colaborador y directo responsable de sus veraneos en Salduero, pese a la diferencia de edades. Mi madre, Carmen Artigas Ramírez también estudió en él, terminando el bachillerato en Toledo en 1934 como compañera de curso de Blas Piñar. Cuando murió mi padre en 1981, el primero que apareció en el funeral celebrado en Madrid, ya con gesto de monumento -al que sólo le faltaban el pedestal, y palomas en los hombros- fue Gerardo.
Mis hermanos mayores, César y María del Carmen del Riego Artigas (Makanke), estudiaron en él su bachillerato y Preuniversitario, desde 1947 a 1953.
Yo mismo arribé al edificio en 1952, con ocho años, desde las escuelas anejas de la Normal, cuyo último curso lo recibimos en la enfermería nueva de la plaza de toros, la Chata, a las escuelas preparatorias que ocupaban un lateral de los claustros de abajo compartimentado, con dos clases calentadas con estufas de leña, justo todo el lateral frente a la entrada, de mano de mi entrañable maestro don Antonio Gómez Chico, que algo tenía que ver con el famoso catedrático y geógrafo Pedro Chico y Rello sin duda, quién le prologó un libro titulado Soria es así. Entonces era sólo INEM y el escudo en el bolsillo de nuestras batas blancas salpicadas de tinta, era el del Obispo Acosta con la rueda de agua y el costillar, que puede verse en una de las columnas de la Colegiata y que me alegra que se haya conservado como el del centro. Allí ya tomamos contacto con el esqueleto anatómico -Raskayú- que se decía de un bedel y que me gustó reencontrar en la exposición conmemorativa como a un viejo amigo.
Comencé mi bachillerato en 1954 y estuve los seis cursos, las dos reválidas, más el Preuniversitario, hasta 1961. Recuerdo con verdadero cariño aquellos años, en los que aprendimos y salimos de nuestra pueril ignorancia de la mano de insignes catedráticos, como no los tuve después en la Universidad. Allí se nos llamaba de usted y la libertad y la responsabilidad, contrastaba con los demás centros de enseñanza, con pequeñísimas excepciones.
Alejandro Navarro Cándido, fue eminente director durante toda mi estancia, y con él como catedrático, aprendimos cristalografía, botánica, biología y todo el Salustio Alvarado, sin esfuerzo alguno y en un clima de respeto y cultura inconcebible hoy; salíamos al campo con él toda la clase, chicos y chicas, a herborizar con sus famosas claves dicotómicas para Zoología y Botánica. Manolita Pita Andrade, otra catedrática, gallega, nos hizo amar la gramática y la literatura desde su luto, escualidez y nervio permanente. Ambos fueron los más destacados. Me sorprende que no exista un busto al menos de Alejandro Navarro, pues no tengo duda de que fue el principal protagonista y responsable de aquella pedagogía y de aquel clima, que venía directo de la Institución libre de enseñanza, del Instituto Escuela y de la Residencia de estudiantes. Si hoy se puede hablar en Soria como de un oasis en el informe Pisa y de una equiparación a Finlandia, no me cabe duda de que son efecto de la siembra y práctica de aquel levantino y de aquella gallega.
Recuerdo con cariño a Juan Chuliá, catedrático de dibujo con quién continué en la bohemia y helada Escuela de Artes, adyacente donde aprendíamos a trazar con mano alzada, al encantador y accesible José Alonso en matemáticas, a Octavio Nieto Taladriz, catedrático de Física y Química, a Modesta Alcázar, en matemáticas.
Maruja Otaduy la Pitinglis, en inglés, que nos lo impartía enseñanza en la intimidad de la biblioteca tan acogedora, en torno a una estufa y que asumía la dirección de las funciones de teatro que preparábamos en Navidad y Santo Tomás –de lo que también vi fotos en esa exposición que cito, de “Los galeotes” y de la “Sibila Casandra” de Gil Vicente- de entonces, que caía en los siete de marzo. Otaduy fumaba y era menuda y vocacional. Un encanto de persona. El pequeño teatrito de los ensayos y risas, donde se proyectaban los sábados por la tarde películas de la casa de América con las últimas novedades que hoy vemos en la tele y actualidad mundiales. Entrañables recuerdos de las clases de religión de Don Eugenio Romera, con su pobrecito Jesucristo, de Don Benigno Rey -que escribía en prensa las Auras escolares, y era el cura Pajarilla para la grey- en la impartición del griego, cuyas clases recibíamos en las aulas más extrañas y polvorientas del edificio, ya que éramos una minoría muy minoritaria los de letras y los de inglés. De inglés y letras, yo era el único espécimen de mi curso. Los escasos compañeros y compañeras de inglés eran de ciencias y los de letras, que eran pocos más, de francés. Y digo lo de compañeros y compañeras, a lo vascos y vascas ibarréchico o socialistóide –con obsesión generóide- porque convivíamos y allí aprendimos a hacerlo, sanamente entreverados, siempre chicos y chicas, no porque haya olvidado lo correcto.
¡Ah! ¡Qué felices eran las fiestas aquellas de Santo Tomás!, con los campeonatos previos contra los del San José, San Saturio y los Escolapios y la entrega de trofeos, con las rondas nocturnas rembrandnescas y la comida del curso en el Iris -donde el Carmen- y el bailongo posterior… Nuestra camiseta de futbol era blaugrana y la vestí con mucho honor, de extremo izquierdo nada menos. Siempre había diatriba si habría uno o dos festivos. El portero de los escolapios era el altísimo Carro y el defensa central de los franciscanos era el enorme austriaco Niklaus.
La nota discordante de aquellos años, que nunca he entendido ni entenderé el porqué, era Don Odón Fuente, cuyas clases de religión eran un tormento leninista constante, una pesadilla y no digamos cuando el sacerdote fue jefe de estudios, máxima autoridad punitiva. Era sadismo. ¡Cuantos alumnos fueron víctimas para toda su vida de ese concepto odioso de la religión! Parecía velar por el odium fidei, así, por las buenas. No doblegó a nadie que yo sepa y sí amargó a muchos llegando a no pasar a reválida por ello. ¿Sería una provocación, premeditada e inquisitorial a los criterios liberales e imperantes de los depurados que nos regentaban con todo acierto? No se me ocurre otra cosa. ¡Qué Dios le perdone! No me extrañaría que hubiese sido él quien inventase el castigo aquel, nauseabundo y cruel, de pasar la tarde de los domingos estudiando de cuatro a ocho para cargarse el cine en un aula y castigando a los profesores, que se relevaban por horas. Lo que sí era frase suya, era lo de que Santo Tomás uno y no más. Que yo se la oí. Para dos puñeteros días de fiesta, nos quitaba uno, salvo que cayese en fin de semana. ¿Por qué se puede ser así?
Recuerdo la veneración que había hacia Benito Gaya Nuño, hermano de Juan Antonio y catedrático de griego. Paralítico, con sus muletas siempre a mano, pero de un prestigio y una unción especial y que recibió un premio nacional de manos del mismísimo Franco, de lo que la familia estaba muy orgullosa, hasta doña Vicenta. No llegué a ser alumno suyo.
Recuerdo la Historia de Conchita Hernández Pordomíngo –hija, de uno de aquellos dos victimados, alzados en Huesca, Hernández y Galán- casada con el erudito Teógenes Ortego, y la Geografía de la cariñosa –adorable para conmigo, casi en exclusiva- Juanita Ribas. Recuerdo al Boni, conserje jefe que había sido guardia de asalto de a caballo y sable y que nos corría con ánimos poco amigables. Ponía orden. Hubo conserjes simpáticos que daban la hora a los profesores, como aquel enorme que llamábamos Malenki, porque él nos llamaba así -ya que significa en ruso, niño o muchacho- y que había estado en la División azul, la gloriosa 250.
Recuerdo la caótica Filosofía de Don Agustín Muñoz, Pluscuam, bondadoso, y apesadumbrado, las ciencias naturales de Santiago Aparicio, la Formación del espíritu nacional de Alejandro Martínez Paredes y del entrañable Castuera. Carlos Beceiro, esposo de Manolita Pita, que preparaba cátedras nos dio clase en Preu del tema literario propuesto y árido por demás, de El Polifemo, de Góngora con libro de Dámaso Alonso en mano. Recuerdo con verdadero cariño las excursiones fin de curso a Mallorca, en tren y barco -en cubierta los chicos- y a Tarragona, en un trenecito renqueante de vapor con balconcillos…
El gran patio de los chicos, el recoleto de las chicas y párvulos, ya en mis tiempos habitado de ellas y nosotros… del que decía Gerardo, a su llegada, cuando lo presidía un gran ciprés,
Jardín, bello jardín del Instituto,
prisionero, sin niñas ni cantares,
jardín prohibido que ni flor, ni fruto,
ofreces a las turbas escolares.
A los de Preu se les permitía fumar por el claustro y casi todos iban encorbatados y ellas, como Ana María Manrique, las Granados y mi hermana Makan ya eran mujeres con glamour. Recuerdo las aperturas de curso en el salón rojo como algo excepcional y muy formal, ceremonial y protocolario. Los inviernos eran de grandes nevadas, lectivas todas, que celebrábamos y que jamás fueron motivo de suspensión de clases. La calle de la Aduana Vieja, la librería e imprenta Las Heras, el Collado, los carrillos de Herradores, la Alegría infantil, donde comprábamos cigarrillos, las tasquitas de la travesía de San Clemente y de la plazuela, el Buja, la Menchas, casa Félix, el reloj de Monreal, los billares, los soportales con castañas asadas y la Bollería… Qué tiempos tan adorables.
Lógicamente de aquel contexto éramos nosotros los más importantes, los compañeros de curso y los mayores, a los que recordamos. Sin embargo, de los pequeños de los cursos posteriores, recordamos poco, salvo honrosas excepciones. Había admiración por los Cercós, matemáticos de raza todos ellos, por Raúl Pisano, y tantos eminentes, que fueron abandonando la ciudad camino de sus vidas.
Compañeros los tuve, desde los de la escuela y preparatorias, como Pepe Manrique Legaz, Emilio Sanz Polo, Rafael Cercós Pérez, Mariano Antón, Carlos Martinez Terroba. Algunos, mayores, nos adelantaron de curso como Antón Pujades, Martínez Terroba, Félix Susín, que pronto se fue a Lecaroz y algún otro que no recuerdo ahora. Pedro Heras Barea apareció en el cuarto curso, creo. A otros compañeros, los perdimos por el camino como a Jesús Romera y a su hermano Luis, que se hicieron eminentes maestros artesanos de la encuadernación y la ebanistería, respectivamente y a los que siempre he recordado con cariño y me los he encontrado por la ciudad con la consiguiente caña en el Torcuato tras el fuerte abrazo. Otros se fueron a Magisterio, como Santiago que terminó sus días en Ronda como director de un colegio y al que veía en los veranos con Jesús, el Gorrión en la imprenta de la Diputación y tomábamos vino de la bota y trozos de bocadillo que compartían conmigo en buena amistad y recuerdo de aquellos tiempos de niñez. A otros, compañeros de escuela, como José, Carmelo, Eufrasio, Valentín, Vitín, Caparranas, etc. no volví a verles más.
Uno murió en el verano del primer curso, 1954, cuando acababa de aprobar el ingreso, ahogado en el Duero, como era Carlitos, me suena que de las Heras. Hay una fotografía colectiva de quinto curso en el aula del director, Gabinete de ciencias, en la que puedo distinguir un montón de compañeros y compañeras.
Ellas nos siguieron con Doña Didia desde Magisterio (La Normal), como María del Carmen Serrano Postigo, María del Carmen Lerma Sanz, María del Carmen Romero, María Jesús Blanco, pero directamente ahorrándose la Plaza de Toros… Luego desaparecían algunos compañeros o compañeras y se incorporaban otros, como sucedió tras las reválidas, de cuarto, y sexto y en Preu, que venían de los Escolapios, Escolapias, Sagrado Corazón y de los Franciscanos (San José), como fue el caso de Jaime Pérez de Guinea, Rosa María y Pedro Tejedor, Fernando García Terrel, Merche Clavo Sebastián, Agustín Sánchez, Tito, mi primo César Carnicero del Riego, Carro, José Félix, Chefe…
Cada vez que he regresado a Soria y he entrado al viejo casón jesuítico de la calle de los Estudios, de la del Instituto y de la plaza del Vergel que lo encuadran -camino de Santo Domingo- al Instituto querido, a sus amplios y luminosos claustros, a la amplia escalera del reloj que nos dio tantas horas memorables, me viene el recuerdo de todo esto, lleno de rostros amigos y queridos, de mañanas y tardes que fueron tiempo y mucho más. ¡Qué hermosos, aquellos años! ¡Cuanto los añoro!
*(Ex-alumno 1952-1961)
Que bonito !!
Una persona que respeta, valora y recuerda a sus maestros y profesores, DEMUESTRA SER UN HOMBRE, ASÍ, CON MAYÚSCULAS, pues todo lo que somos se lo debemos a ellos, así como a nuestros padres y familia.
UN HOMBRE DE BUENAS COSTUMBRES .•.