Navidad
Daniel Ruiz.- La Navidad es el fuego. Y bajo su abrigo nos buscamos, lamiéndonos las mataduras, ignorando por unas horas el dolor, espantando el frío. Ahí fuera hay responsabilidades, tráfico demencial en las horas punta, letras impagadas, vecinos maleducados, diagnósticos médicos inciertos, incluso asesinos de niños. Ahí fuera está la dinámica implacable de los relojes y los calendarios, los días grises y húmedos, las decepciones. Pero hoy, esta noche, durante varios días, tenemos el fuego, y hay que aferrarse bien a él, hay que zarandearlo sobre las copas de vino y las conversaciones atropelladas y los abrazos de reencuentro. Aunque prefiramos ignorar que ya no es un fuego completo.
Porque bajo la llama, en la mesa de la cena de Nochebuena o del almuerzo de Navidad, se distinguen sillas vacías. Hacerte viejo es comprobar cómo cada vez van quedando más espacios libres en esa mesa; cómo de forma aparentemente imperceptible la llama se va debilitando, ya no es tan furiosa como la recordabas en la infancia. Por eso la Navidad es siempre un simulacro de la niñez, en cierto modo un conjuro: buscamos regresar allí, buscamos mantener vigente, como una alegre luz, el verso de Wordsworth. El niño es el padre del hombre.
La Navidad es el fuego, un aplazamiento, una cálida prórroga. Afuera están los dientes apretados, el mal gusto, la intemperie. La felicidad, esa sustancia delicada y esquiva, tiene la fastidiosa cualidad adicional de que nunca es retroactiva. Suerte que siempre ocurre. Los que ya no están, los que debilitan la llama, acaban merodeándonos a la hora de los postres. Forma parte del conjuro: acabar la velada abrazado a ellos, sintiendo que siguen estando ahí, que su timbre de voz se entrevera en las notas destempladas de los villancicos ebrios.