Libia, una guerra estancada e ignorada por los pacifistas
La renovada sala de prensa que el Consejo Nacional de Transición libio ha instalado junto a la plaza de los Juzgados de Bengasi está prácticamente vacía. También la oficina de Al Jazeera. Ahí, quienes sobreexplotan la precaria conexión a Internet no son los periodistas, sino las decenas de shebabs que se concentran a partir de las 20.00 horas para aprovechar una de las pocas líneas disponibles. En el frente, ya no hay que pelearse con una legión de fotógrafos para que los cascos azules de los medios que pueden permitirse acudir protegidos no aparezcan en el encuadre. Incluso la intensidad de los combates ha disminuido, si se tiene en cuenta que, por ejemplo, el miércoles solo llegaron dos heridos leves al hospital de Ajdabiya.
La guerra en Libia comienza a difuminarse en el archivo de las no noticias. Solo las informaciones que llegan del asedio de Misrata vuelven a poner sobre el mapa un conflicto que se enquista. Carece de solución militar, tal y como ha reconocido la propia OTAN, pero las vías de diálogo son, a día de hoy, política ficción. Además, siguen abiertos los interrogantes sobre cuál será el futuro de Libia en caso de que los aliados terminen obligando a Gadafi a abandonar el poder, teniendo en cuenta que este objetivo es, a día de hoy, inalcanzable para las milicias rebeldes.
La revuelta del 17 de febrero ha cumplido dos meses degenerada en guerra civil. Y avanza en la senda de que una situación transitoria termine cronificándose. Comenzó con unas manifestaciones pacíficas que reclamaban menos corrupción, lo mismo que había ocurrido en las vecinas Túnez y Egipto. Se incendió ante la represión del régimen, que no bombardeó las protestas como aseguraban los medios internacionales pero que sí que sacó a los tanques a la calle cuando las reivindicaciones se extendieron. Y ha terminado contaminada por un desembarco internacional que juega en dos carriles. Por un lado, la intervención militar de la OTAN. Por otra, la legión extranjera que se ha hecho con el poder en el Consejo libio y que está formada por dirigentes liberales que garantizarán que nada cambie en los bolsillos de una Libia que un mes antes de la rebelión recibía el aplauso del Fondo Monetario Internacional y se codeaba en las grandes cancillerías.
Los aliados apuestan por castigar los centros de poder de Muamar Gadafi y no por armar a los rebeldes, tal y como ha asegurado Gerard Longuet, ministro de Defensa del Estado francés. Según Longuet, así evitarían «una guerra civil». Un argumento algo absurdo teniendo en cuenta que esto ya es una guerra civil. Con un país partido por la mitad, un ejército y una milicia combatiendo, bombardeos extranjeros, miles de desplazados y cientos de desaparecidos.
En cuestión de víctimas, existe un desconocimiento absoluto sobre el número total de afectados. Los rebeldes hablan de 10.000 muertos, pero resulta difícil precisarlo. Durante las primeras semanas sí que hubo un elevado número de fallecidos. Pero ahora, con el conflicto estancado, han descendido considerablemente los funerales en Bengasi. Khaled Mohammed, médico del hospital de Ajdabiya, el primer centro sanitario al que se trasladan los caídos en el frente este, señala «desde hace dos semanas recibimos entre uno y dos fallecidos al día, además de unos 15 heridos».
Ajdabiya, que permanece prácticamente vacía desde el asedio que sufrió el anterior fin de semana, se ha convertido en la línea roja del campo de batalla. Ni los rebeldes tienen capacidad para avanzar ni el ejército leal a Gadafi puede cruzarla. En las últimas horas, este último volvió a castigar con dureza a los rebeldes en esta localidad estratégica a las puertas de Bengasi, echando por tierra los anuncios triunfalistas de la rebelión. «Estamos cada vez mejor preparados», señalaban hace días. Mustafá Gheriani, portavoz del Consejo, insistía en que sus tropas habían tomado posiciones en torno a Brega, a 60 kilómetros de Ajdabiya. Pero es difícil creerle. Primero, porque los rebeldes han comenzado a restringir el acceso al campo de batalla. Ahora hay que ingeniárselas para acompañar a los shebabs en las trincheras. Segundo, porque la rutina del frente es siempre la misma: discursos triunfalistas que sitúan a los rebeldes controlando mucho más terreno del que en realidad está en sus manos. Durante los últimos días, en la puerta oeste de Ajdabiya se respira una aparente apatía. Como si, ante la imposibilidad de avanzar, el intercambio de fuego de cohete y mortero se haya convertido en una rutina, en escaramuzas sin verdadera posibilidad de arrancar terreno al oponente.
«La situación es desesperada. Hemos logrado frenar el avance pero si en 48 horas no nos ayudan, no sabemos qué es lo que puede ocurrir». Osama Omami, un combatiente de 34 años, llegó el jueves a Bengasi procedente de Misrata. Esta ciudad costera, la tercera del país, controlada por los rebeldes pero aislada por tierra del resto de ciudades insurrectas, es donde el ejército lealista ha concentrado todos sus esfuerzos y el lugar donde se registran los mayores combates. Solo el viernes, los militares castigaron el centro del municipio con el lanzamiento de más de 200 misiles Grad. Mientras, los sublevados se defienden a través de los suministros que les llegan gracias al puente marítimo abierto con Bengasi, desde donde se transportan comida y armas en pequeños barcos pesqueros. Después de un trayecto de 35 horas en barco, Osama Omami se recupera en la capital rebelde de las secuelas de 52 días de asedio gadafista.
El país está, militarmente, dividido. También socialmente. Sabemos que la mayoría de la población de localidades del este de Libia como Tobruk, Derna, Bengasi o Ajdabiya (que no se puede olvidar que apenas llegan al 25% del territorio del país) se sumó a las protestas desde el 17 de febrero. Pero nadie nos ha contado cuál es el apoyo real a Gadafi en lugares como Trípoli, Sirte o Ras Lanuf.
Es obvio que existe represión contra quien se sume a los insurrectos. Y es difícil fiarse de los vídeos propagandísticos que aparecen en la televisión pública libia, controlada por el régimen y que muestra unos sospechosos planos cortos y rostros poco entusiastas en las manifestaciones para mostrar el aparente respaldo social al coronel. Pero tampoco se pueden pasar por alto hechos como el ocurrido en Ras Lanuf hace tres semanas, cuando residentes de la localidad, ubicada a 350 kilómetros de Bengasi, atacaron a los sublevados que acababan de tomar posiciones en el interior del municipio. «Son 42 años de dictadura. Al margen de la gente que se ha beneficiado, también hay muchos que se han dejado engañar por el régimen», argumenta Sergio Kharim, uno de los manifestantes de la Plaza de los Juzgados de Bengasi. Nadie en la capital rebelde quiere reconocer que, por fuerza, tiene que existir algún apoyo a Gadafi que tenga que ver con algo más que el dinero o la ignorancia.
A estas alturas, es evidente que la estrategia de la OTAN no busca proteger a los civiles, tal y como se justificaron los ataques cuando la ONU aprobó la resolución 1.973. Lo que persigue es un cambio de régimen, tal y como han confirmado los portavoces de EEUU, Gran Bretaña y el Estado francés. Un objetivo perfectamente legítimo para los cientos de libios que salieron a la calle el 17 de febrero pero que está quedando marcado por una injerencia aliada que ya se ha convertido en parte del conflicto. Obviamente, los intereses de las potencias imperialistas distan mucho de las ansias de cambio de los shebabs que se juegan la vida en el frente o de las víctimas de la represión de Gadafi. Quienes sí que parece que convergen son los mandos occidentales y los líderes del Consejo Nacional de Transición. Ambos tienen en común el bolsillo como base para un modelo de Estado que en la retórica mira hacia Europa pero en la práctica se acercaría más a los países del Golfo.
«Aspiramos a que un Estado moderno, libre y unido suceda a la caída del régimen ilegal de Gadafi». De este modo presenta el Consejo Nacional de Transición su programa político, reducido a tres folios en los que se recogen las reivindicaciones lanzadas por los jóvenes que iniciaron la revuelta pero en los que no es difícil encontrar los guiños que tranquilicen a las potencias económicas que sostienen ahora a su dirección. Por una parte, libertades políticas constitucionales, en abstracto. Por otra, el abc del liberalismo: «sector público fuerte y empresas privadas libres y competitivas». En medio del entusiasmo bélico y ante la falta de un discurso que vaya más allá del Libya free, Gadafi go away (Libia libre, Gadafi márchate) que se corea en las manifestaciones, habrá que estar atento a los juegos que llevan a cabo los encorbatados. En realidad, el centro de decisión no se encuentra en Bengasi. Las grandes resoluciones se toman en lugares como Doha (Qatar), donde se ha establecido el grupo de contacto que ya ha reconocido al Consejo como gobierno transitorio. Si el objetivo es derrocar a Gadafi y los aliados están dispuestos a arrasar Libia para conseguirlo, no parece descabellado pensar en que ya estén acordando cómo beneficiarse de la reconstrucción de lo que ellos mismos han destruido. «Nadie te regala nada sin pedir algo a cambio», asegura Salah Ramadán, otorgándole label coránico al `nadie da duros a cuatro pesetas’. Si se profundiza en la conversación, todos son conscientes de que la ayuda extranjera, especialmente del Estado francés, EEUU y Qatar, tendrá un precio. La pregunta clave es por qué cambiaron de aliado cuando Gadafi ya les servía el petróleo y no suponía una amenaza para el estatus quo económico de la región.
«Somos un país rico lleno de gente pobre». Esta afirmación es una de las más repetidas por cualquier habitante de Bengasi, que corre a señalar el deficiente asfaltado para preguntarse «dónde está el dinero del petróleo». Ahora, con la guerra en marcha, tienen en Gadafi un enemigo en común, la causa de todos sus problemas. Y el dinero que llega de la venta del crudo a través de Qatar se utiliza para la estructura bélica. Pero está por ver cuál será el modelo de reparto propuesto por el Consejo, que no parece distar mucho del que se puso en marcha desde Trípoli. Aunque eso, a los jóvenes de Bengasi, tampoco les preocupa demasiado por el momento. Pueden manifestarse y hablar libremente, que ya es más de lo que habían podido hacer hasta ahora. Como aseguraba Mohammed Mansour, de 23 años, durante la gran manifestación que el viernes conmemoró el inicio de la revuelta, «esto sería impensable hace más de dos meses». Los libios tienen el índice de desarrollo humano más alto de África, pero carecen de estructuras políticas que propongan modelos alternativos.
La crisis libia ha entrado en una fase de cronificación. Porque nadie aporta una salida viable. Ni Gadafi, que se empeña en mantenerse al frente de un Estado que ha dirigido durante 42 años, ni los rebeldes, que mantienen sus condiciones porque son conscientes de que los aliados están dispuestos a ponerles la alfombra roja hasta Trípoli a base de bombardeos. Mientras la situación se estanca, los periodistas se marchan y Libia comienza a recorrer el camino que le lleva desde ser una guerra televisada a un conflicto olvidado. Las noticias no llegan desde el campo de batalla o desde las calles de las ciudades libias, sino desde los centros de decisión política y militar situados a cientos de kilómetros. Una situación que beneficia a quienes han intervenido desde fuera, que ya han demostrado su capacidad para sobredimensionar o minimizar en las pantallas lo que verdaderamente ocurre sobre el terreno.