Salvador de Madariaga: la República que no pudo ser
Salvador de Madariaga (La Coruña, 1886- Locarno (Suiza), 1978) fue un intelectual y político español del siglo XX.
Ocupó, en la etapa republicana, relevantes cargos diplomáticos y, brevemente, los ministerios de Instrucción Pública y Justicia en un gobierno de Lerroux. Alcanza su máxima notoriedad cuando vuelve en 1976 a España y toma posesión de su sillón en la Real Academia, para el que había sido nombrado en 1936, cuatro décadas antes. Su obra, amplia y heterogénea (novela, historia, ensayo, incluso teatro) no creo que tenga mucha presencia en los lectores actuales. Me quedo, de entre las que conozco, con su Memorias, que llevan el subtítulo de Amanecer sin mediodía y que abarcan desde 1921 a 1936. Presentan a un español culto, cosmopolita, que tuvo una interesante trayectoria vital e intelectual en un ámbito internacional; representante de un liberalismo burgués, que hoy nos parece un poco decimonónico, pero que, en su época, era un oasis de civilización y mesura en medio de esa “greña jacobina” (Antonio Machado dixit).
Hay un pasaje en estas Memorias que me ha parecido de sumo interés y que, para muchos políticos actuales, debiera ser de lectura obligatoria.
Se discutía en el parlamento la constitución que se aprobaría en diciembre de 1931. Está claro que una de las señas de identidad del nuevo régimen, paradógicamente presidido por un ferviente católico como Alcalá-Zamora, va a ser la agresividad contra la Iglesia Católica. A un mes de implantarse, en mayo de 1931, arden edificios religiosos en varias ciudades españolas, sobre todo Madrid y Málaga con fuertes protestas de intelectuales que habían apoyado a la República en un principio (Ortega, Marañón) y con una tibia reacción del gobierno. La constitución que ahora se debate va a establecer la separación entre Iglesia y Estado y la libertad de cultos, pero también prohíbe la enseñanza religiosa y sitúa en la ilegalidad a la Compañía de Jesús.
Cuando llega el momento de debatir el tema de la libertad religiosa, Madariaga confiesa sin disimulos: “Me sentí impulsado a combatirla”. Trata en su discurso varios temas. Comienza por la idea de “separación” que llevaba al Estado a renunciar a la antigua prerrogativa en el nombramiento de obispos. Su idea al respecto es totalmente pragmática: ¿por qué delegar un asunto tan importante en manos de Roma, cuando los obispos son personajes públicos tan relevantes como los directores de periódicos? Pasa luego a un tema sensible: la suspensión del llamado “presupuesto del clero”. Le parece ridícula la cantidad que se maneja (35 millones de pesetas); por el contrario, propone multiplicar por 10 el sueldo de los curas que le parece que están “miserablemente pagados”. Trata también de una de las medidas más torpes de naciente régimen: la prohibición de la actividad docente de las órdenes religiosas que, según él, realizan una labor beneficiosa de cooperación con el Estado y, además, estimulaban a los colegios públicos por la competencia. También habla de otros temas, como el matrimonio y los cementerios civiles y concluye confesando “mi oposición a toda medida dogmática y vejatoria para con los católicos y sus instituciones”. Madariaga es consciente de que se juega su carrera política y que va a atraer todas las iras de “aquella Asamblea ferozmente anticlerical”. Por ello remata su discurso con esta frase sorprendente: “Antes de que ninguno de mis colegas se levante a rebatir mi discurso, le rogaré repita lo que yo voy a decir: Mi matrimonio es civil y mis hijas no están bautizadas”. Por supuesto, ninguno de los diputados presentes pudo repetir dicha frase, lo que demostraba la enorme implantación del Catolicismo en el tejido social de España, también entre aquellos que lo combatían.
En efecto, ¿por qué convertir en enemigos a los que no lo son? ¿Por qué no hacer de los católicos unos aliados útiles? En el fondo hay una concepción liberal que acepta el pluralismo y la convivencia con los que son distintos; concepción que, desgraciadamente, era compartida por una minoría de los republicanos. Esta actitud de civilizado pragmatismo, tan minoritario (y tan poco hispánico) se vio barrida por el vendaval del irracionalismo y el rencor.