Verdades y mentiras sobre la expulsión de los judíos de 1492 por parte de los Reyes Católicos
César Cervera.- El primer resultado que arroja Google al término «Expulsion de los judíos» es una entrada a la Wikipedia dedicada al episodio que se produjo en España en 1492. Lo mismo ocurre si se realiza la búsqueda en inglés, «Expulsion of Jews», con otras tantas referencias a los Reyes Católicos. Resultados difíciles de comprender si se tiene en cuenta que lo ocurrido en España no fue la expulsión más masiva, ni la última, ni por supuesto la más violenta. Francia expulsó a esta minoría religiosa hasta cuatro veces en su historia, sin que su persistente antisemitismo resulte tan interesante para el imaginario popular.
Al igual que ocurre con la Guerra de Flandes, la Conquista de América o la Inquisición española, la propaganda contra el Imperio español intoxicó y exageró lo que realmente supuso la expulsión de los judíos de la España de los Reyes Católicos en 1492. Con el tiempo, la propaganda se convirtió en historiografía… de ahí la imagen deformada de Isabel y Fernando como unos fanáticos irracionales, capaces de causar la ruina económica y demográfica a sus reinos antes que convivir más tiempo con los judíos. Nada más lejos de la realidad.
Los aplausos de la Europa «moderna»
La expulsión de los judíos de España fue firmada por los Reyes Católicos el 31 de marzo de 1492 en Granada. Lejos de las críticas que siglos después ha recibido en la historiografía extranjera, la decisión fue vista como un síntoma de modernidad y atrajo las felicitaciones de media Europa. Incluso la Universidad de la Sorbona de París transmitió a los Reyes Católicos su satisfacción por una medida de aquella índole. La mayoría de los afectados por el edicto eran, de hecho, descendientes de los expulsados siglos antes en Francia e Inglaterra.
Salvo en España, los grandes reinos europeos habían acometido varias ráfagas de deportaciones desde el siglo XII. Sin ir más lejos, el Rey Felipe Augusto de Francia ordenó la confiscación de bienes y la expulsión de la población hebrea de su reino en 1182. Una medida que en el siglo XIV fue imitada otras tres veces (1306, 1321 y 1394) por distintos monarcas galos. No en vano, la primera expulsión realmente masiva la dictó Eduardo I de Inglaterra en 1290.
Como el historiador Sánchez Albornoz recuerda en una de sus obras, «los españoles no fueron más crueles con los hebreos que los otros pueblos de Europa, pero contra ninguno otro de ellos han sido tan sañudos los historiadores hebreos».
¿Qué tuvo entonces de diferente esta expulsión? Lo más llamativo del caso español está en lo tardío respecto a otros países y en la importancia social de la que gozaban los judíos en nuestro país. La razón que se escondía tras la decisión, además del recelo histórico de los cristianos contra los hebreos, era la necesidad de acabar con un grupo de poder que algunos historiadores, como Wiliam Thomas Walsh, han calificado como «un Estado dentro del Estado».
Aunque no estuvieron exentos de episodios de violencia religiosa, los judíos españoles habían vivido con menos sobresaltos la Edad Media que en otros lugares de Europa. En la corte de Castilla –no así en la de Aragón- los judíos ocupaban puestos administrativos y financieros importantes, como Abraham Seneor, desde 1488 tesorero mayor de la Santa Hermandad, un organismo clave en la financiación de la guerra de Granada. Su predominio en la economía y en la banca convertía a los hebreos en los principales prestamistas de los reinos hispánicos, a pesar de que su peso económico estaba ya en declive.
En este sentido, Joseph Pérez desmonta en «Historia de una tragedia:la expulsión de los judíos de España» (Barcelona, Crítica) la premisa de que la economía de España se resintió de gravedad con la aplicación de este edicto al considerar que «en vista de la documentación publicada sobre fiscalidad y actividades económicas no cabe la menor duda de que los judíos no constituían ya una fuente de riqueza relevante [en Castilla y en Aragón], ni como banqueros ni como arrendatarios de rentas ni como mercaderes que desarrollasen negocios a nivel internacional».
Las verdaderas cifras
El edicto español de 1492 establecía que los judíos tenían un plazo de cuatro meses para abandonar el país o convertirse al cristianismo. Como en el resto de países de Europa, la medida perseguía en última instancia unificar todo el reino bajo una misma religión, en un tiempo donde política y credo eran la misma cosa.
Aparte de que en España se hiciera de forma más tardía en otros países, muchos europeos creían que la medida se quedaba corta porque buscaba más la conversión forzosa que la eliminación de esta minoría religiosa. De ahí que el insulto más recurrente contra los españoles en el siglo XVI fue llamarlos «malos cristianos» por su convivencia durante siglos con musulmanes y judíos, así como a su disposición de mezclar su sangre con conversos. El Papa Paulo IV detestaba a los españoles, de los que decía ser «malditos de Dios, simiente de judíos, moros y herejes». En la misma línea, Lutero escribió en 1537 que los españoles «sunt plerunque Marani, Mamelucken» (la mayoría son marranos, mamelucos).
El edicto de 1492 permitió a los judíos que rechazaran la conversión llevarse bienes muebles del país, pero les prohibía sacar oro, plata, monedas, armas y caballos, lo cual complicaba mucho que los judíos españoles pudieran iniciar nuevos negocios en otros territorios. El elevado volumen de refugiados tampoco ayudaba a que alguien quisiera recibirlo con los brazos abiertos.
En tiempos de los Reyes Católicos, siempre según datos aproximados, los judíos representaban el 5% de la población de sus reinos con cerca de 200.000 personas. De todos estos afectados por el edicto, 50.000 nunca llegaron a salir de la Península, pues se convirtieron al Cristianismo, y una tercera parte regresó a los pocos meses alegando haber sido bautizados en el extranjero. Algunos historiadores han llegado a afirmar que solo se marcharon definitivamente 20.000 habitantes (el hispanista británico John Lynch lo eleva a entre 40.000 y 50.000).
Las consecuencias de un éxodo moderno
En previsión de posibles agresiones por parte de la población cristiana, los Reyes Católicos facilitaron a este grupo de españoles expulsados de su tierra un documento de seguridad donde se reclamaba respeto hacia ellos a las autoridades y al pueblo. Una medida que no evitó la trágica estampa de miles de hombres, mujeres y niños cargando con sus escasas pertenencias por los maltrechos caminos del periodo. «No había cristiano que no tuviese dolor de ellos. Iban por los caminos de campos por donde iban con muchos trabajos y fortunas, unos cayendo, otros levantando, unos muriendo, otros naciendo, otros enfermando», describió en sus crónicas Andrés Bernáldez.
La mayoría tomó la desafortunada decisión de dirigirse a los reinoscercanos de Portugal y Navarra, donde sufrieron otra vez el oprobio de nuevas expulsiones en 1497 y en 1498, respectivamente. Desde Portugal, un gran porcentaje se dirigió al Norte de Europa, evitando la matanza de Lisboa en 1506 o las deportaciones masivas a Santo Tomé y Príncipe (en el golfo de Guinea) reservadas para los judíos que omitieron las órdenes de la Corona portuguesa. Los refugiados de Navarra se instalaron en Bayona en su mayoría, donde también fueron expulsados poco después. Y los que decidieron dirigirse a Italia gozaron de suerte dispar según el lugar elegido.
En Nápoles, a punto de integrarse completamente a la Corona de Aragón, su permiso de residencia fue limitado y, en 1541, fueron desplazados definitivamente del territorio. Génova, que ya había prohibido el acceso a este grupo en el pasado, procedió a vender como esclavos a los que accedieron sin permiso a su república. Paradójicamente, los Estados Pontificios –donde se encontraba la sede de la Iglesia católica– no tomaron el camino de la expulsión hasta finales del siglo XVI.
La fortuna de los europeos fue mejor que la de los que viajaron al norte de África. «En el Magreb, en particular Marruecos, muchos de ellos encontraron la muerte en la travesía, o la esclavitud en los barcos de los moros, que les habían hecho creer que tendrían un viaje sin problemas», explica la historiadora Béatrice Leroy. Solo los que se refugiaron en el Imperio otomano,acostumbrado a sacar rédito de sus tratos con esta comunidad, pudieron gozar de cierta estabilidad. El sultán Bayaceto II permitió el establecimiento de los judíos en todos los dominios de su imperio, enviando navíos de la flota otomana a los puertos españoles y recibiendo a las figuras más ilustres personalmente. «Aquellos que les mandan pierden, yo gano», afirmó el sultán, según recoge la tradición, como reproche al error cometido por los Reyes Católicos.
Todavía hoy, España es sinónimo de nostalgia para la comunidad sefardí, que ha mantenido vivos sus lazos con la cultura ibérica a través de sus costumbres y su lengua
El odio inicial hacia España de los sefardíes (llamados así en referencia al territorio de Sefarad, el nombre que recibe la Península ibérica en lengua hebrea) dejó paso con el transcurso de los siglos a una especie de añoranza por la amada tierra de sus ancestros. Todavía hoy, España es sinónimo de nostalgia para la comunidad sefardí, que ha mantenido vivos sus lazos con la cultura ibérica a través de sus costumbres y su lengua. A modo de ejemplo, se pueden encontrar lugares, como algunas zonas de Bulgaria, donde aún se habla el ladino, un idioma procedente del castellano medieval.
En la actualidad, la comunidad sefardí alcanza más de dos millones de integrantes, la mayor parte de ellos residentes en Israel, Francia, Argentina, Estados Unidos y Canadá.
Su presencia también es reseñable en los antiguos territorios pertenecientes al Imperio español, donde se refugiaron tras la persecución sufrida a manos de los nazis durante la II Guerra Mundial en busca precisamente de una cultura y una lengua que aún les resultaban familiares.