Sentido homenaje a Grimod de La Reynière
Hojeo morbosamente el Manuel des amphytrions de este artista del savoir vivre paladeando junto al fuego una ratafía de la Puebla de Segur. Concretamente un macerado de piel de limón, nuez verde, nuez moscada, clavos de olor y flor de clavel rojo, sobre aguardiente de orujo en el que se conmueven las fibras y los aromas, casi al gusto de Jiloca y Daroca –ya retacía- que bien pudiera beberse en Basalú y en Calamocha, o bien en Piamonte, en el Abruzzo, o en la Borgoña meridional.
Alexandre Balthazar Grimod de La Reynière fue el inquilino de una villa maravillosa en plenos Campos Elíseos antes de la zapatiesta que supuso la Revolución de 1789, que le pillaba con 31 años, y como el abogado burgués y progresista que era, dilapidaba las perras de su fortuna en fastuosos banquetes en esa villa -que precisa y actualmente es Embajada de los Estados Unidos- y se erigió como el inventor de la palabra gastronomía, por méritos propios que no eran pocos.
Tuvo que exiliarse en su momento huyendo de las cartas de cachet que iban a peor, a la Bastilla y al rapado full de cabeza, en virtud del progreso que suponían los echeniques y los cañameros de la montaña de antaño -que resulta que son demócratas hogaño por el refinado arte del birlibirloque artesanal de la izquierda todopoderosa, amantes del sistema métrico decimal y homologados por la ONU- y supo esperar al 18 de brumario a la iniciativa definitiva del gran corso, para regresar y dar lecciones a los imperiales bonapartistas, que las necesitaban tras hacerse con el poder mandando a los terroristas al rastrojo y reponiendo a la Francia en su nuevo estatus, ahora de hegemonía por mor de su ejército nacional, nada de mercenario ni del postureo, que funcionaba como ninguno.
Competía en exquisitez y altura de miras Alexandre con su coetáneo y también jurista de raza Jean Anthelme Brillat-Savarin, autor de la Fisiología del Gusto y de frases como “Dimes lo que comes y te diré lo que eres”, o que “Un postre sin queso es como una bella dama sin un ojo” y que, exiliado en los recentísimos Estados Unidos por el Terror, se ganaba la vida dando clases de violín y de francés, para después ponerse al día -suponemos- en ciencia jurídica con el código de Napoleón de reciente cuño.
Pues bien, queridos hermanos, ahora que cada día nos predican sobre gastronomía eminencias variopintas, ora con vistosos chorritos de colores sobre deconstrucciones de sabe Dios qué y ora con otras texturas, salseados y sandeces supremas del demonio frito emplatado con soplete, es de valorar con objetividad y apreciar debidamente lo que hacían aquellos abogados de la exquisitez y de la elegancia postinera inmersos en la crema de la intelectualidad, bien de fina, tipo “velouté”.
En nada se explayaban en las sandeces tornasoladas que nos aquejan hoy en día, sino que andaban en la excelencia incluso de las sopas, como la del palacete de Noailles cuya receta no era otra que la de una “garbure” -una larga cocción- de col y otras hortalizas, como ortigas, nabos, borraja, guisantes, alubias, castañas y alguna carne que otra, e incluso huesos de pato, codillo de cerdo o lo que hubiese al alcance de la olla, según la época, lo que me trae a la memoria palatal el delicioso caldo gallego de los grelos y el rancio.
Propia de campesinos gascones, hoy se festeja en el pueblo bearnés pegado a la España pirenaica, de Oloron-Sainte-Maríe, digo, cuya receta sólo se pasaba al cura glotón que la solicitaba al ascender al obispado, según el jefe cocinero Leblanc, el de la casa del conde de Flavigny, embajador de la Francia en la Parma de la Emilia-Romagna y del queso famoso.
También hablaba de la cruel y malhadada receta de los hortolanos al Armañac que tanto complacían al comunista Mitterrand -en peligro de extinción los hortolanos que no los comunistas- y ya prohibidos, como de las alondras en hojaldre, el tomar el foie-gras a mordiscos, cual un bollo, o de las trufas ingeridas como tortas y otras barbaridades y lindezas de golosos que morían de ello, en unas permanencias de cinco horas a la mesa, sentadas que se consideraban razonables.
En este tiempo ambos exquisitos –Alexandre y Anthelme- reconocían la necesaria destreza en la disección de los asados –el trinchado a cuchillo o “Arte cisoria”, nada baladí, escrita y desarrollada por el español Enrique de Villena ya en el XV, en pleno Renacimiento y esplendor del Imperio sin atardecida- lo que no se podía confiar nunca a manos inexpertas, y apreciaban y distinguían vivamente a los mostaceros más ilustres de la villa de Paris de aquel entonces, Maille y Bordín, creadores de tipos de mostaza que aún hoy se venden en los comercios. Maille con establecimiento junto a la Madeleine, en pleno “Faubourg de Saint Honoré”.
Afirma Grimod lo importante del pudor -que aviva el deseo- tanto en la mesa como en el boudoir, ya que las mujeres dejan de ser seductoras cuando pierden la modestia, y lo nefando del recalentamiento de la comida, que no se predica debidamente –alto y claro cómo se debe hacer- hoy día entre los hosteleros, confiando en los microondas del demonio, así como el horror a la simetría cartesiana en la buena mesa.
¡Cuánto qué aprender de los clásicos!