La creación de un enemigo difuso
José Manuel Otero Lastres.- Definitivamente, cada vez veo más claro que los ciudadanos mayores de edad poseemos algo que interesa sobremanera a los que se dedican a una determinada actividad. Me refiero al voto, a la papeleta que introducimos cada cierto tiempo en las urnas y que, tras su recuento, marca el destino temporal de las personas que se nos ofrecieron para ser nuestros representantes en las Cortes Generales. Nuestro voto se ha convertido, en efecto, en un claro y apetitoso objeto de deseo porque es el que va a otorgar a los que participan en la contienda electoral nada más y nada menos que el poder.
Al comienzo de la democracia, a finales de la década de los setenta del siglo pasado, la tarea primordial de los partidos políticos era darse a conocer, para lo cual dirigían sus esfuerzos a implantar en la mente de los electores sus signos identificadores y las líneas básicas de sus programas políticos. Con el paso del tiempo y el ejercicio del poder o de la oposición política, cada formación política fue condensando en sus siglas “goodwill” o “illwill”; esto es, buena o mala fama, lo cual se fue traduciendo en sus resultados electorales.
Hoy las cosas han cambiado mucho. Los estrategas de los partidos políticos ya no compiten por el electorado a través de la doble actividad de rendir cuentas de sus acción de gobierno o de oposición (según sea el caso) y de ofertar un nuevo programa electoral para el caso de ser elegidos. Actualmente, en la sociedad de las “mentiras con apariencia de verdad” la estrategia consiste en señalar enemigos difusos para que sea el miedo, el temor a un enemigo imaginario, el que convenza al votante a elegir la papeleta del partido en cuestión y depositarla en la urna. Y es que, como escribió Stefan Zweig, “El Gran Inquisidor de Dostoievski demuestra con cruel dialéctica que, en el fondo, la mayoría de los hombres teme la propia libertad y que, de hecho, ante la agotadora variedad de los problemas, ante la complejidad y variedad de la vida, la gran masa ansía la mecanización del mundo a través de un orden terminante, definitivo y válido para todos, que les libre tener que pensar”.
Ayer, en numerosas ciudades de España, pudimos ver el éxito que tuvo la estrategia política de transformar una idea real, la todavía vigente desigualdad de la mujer, en otra deformada, en la que, a partir de ese dato real socioeconómico, se introdujeron además en la coctelera la violencia de género, el machismo, la ultraderecha y el propio género masculino, para conseguir el ansiado coctel: un nuevo enemigo político difuso. Creado el temor y el miedo en la gran masa, el paso siguientes es insinuar quién es ese temible enemigo causante de la desigualdad de la mujer: la derecha, incluida las más extrema. El desenlace final no es difícil de imaginar: se presenta al salvador de esa amenaza irreal e imaginaria, la izquierda, lo cual acaba por dirigir el voto de la gran masa temerosa de sus propia libertad a los partidos de la redentora izquierda.
Se produce así un milagro de sugestión en la gran masa, a la que hechos ciertos, como la violencia machista y la desigualdad de la mujer, se le presentan estratégicamente manipulados para convertirlos en el resultado inevitable de una concreta y determinada forma de gobernar, que es la de la derecha política. El resultado es que la izquierda manipuladora se apunta con indisimulada satisfacción el éxito del levantamiento femenino contra la cruel derecha que es la única causante (porque la izquierda apenas ha gobernado en nuestra querida España) de la pobreza, la opresión, la violencia de género, el machismo patriarcal y todos lo demás males que aquejan al sexo femenino.
Pues miren, aun a riesgo de que me pongan a parir, yo me alzo, aunque me quede solo, contra esta burda manipulación política de nuestros días de dividir a los hombres, según su ideología política, o en machistas agresivos peligrosos o en feministas militantes. Ser una cosa u otra no es cuestión de ideología, sino de la condición particular de cada ser humano.