Los nuevos colonos
“Muchos sueños, lugares, personas, caminos y proyectos, se unieron el 20 de agosto de 1766…” –fecha en que se puso la primera piedra de La Carolina, para acoger a 6.000 inmigrantes centroeuropeos-.
Los seres humanos solemos recelar ante gentes que pudieran resultar conflictivos o desconocidos, y los inmigrantes irregulares lo suelen ser; aunque probablemente, tiempo después, responderíamos con simpatía y confianza tras una convivencia sin problemas. Y no cabe duda de que fuera ese un comportamiento lógico, pues la historia de otros y la propia experiencia nos enseñan los peligros de bajar la guardia ante esas situaciones. Además no resultaría extraño que, si llegan de un modo descontrolado y multitudinario, sin medios de vida y con necesidades perentorias, tuvieran que optar por infringir la ley para subsistir. ¡Qué decir, luego, sobre los roces entre culturas o credos diferentes! En realidad nada parecido a aquella alianza de civilizaciones con la que soñaba un político socialista, que será una quimera aún mucho tiempo.
Aunque uno siempre puede equivocarse al expresar una opinión, me parece que en este tema hay algo más que una sencilla bonhomía caritativa. Un proceso humano de esta dimensión precisa que se planifique y desarrolle con orden y disciplina. Entonces, lo que hiciéramos por altruismo bien pudiera resultar beneficioso también para nosotros. Porque en efecto no vemos otra alternativa que la de abrir la puerta a los que llegan buscando un mundo más amable, al menos, mientras nuestro país padezca un grave problema demográfico con índices de natalidad a la cola del mundo; la despoblación y abandono progresivo del medio agrario, y el envejecimiento de una sociedad que no podría atender a sus mayores.
Cuesta creer que se enfoque tan horriblemente mal el proceso inmigratorio, cuando tenemos los problemas antedichos pero todavía resulta más absurdo hacer creer a la gente que todo se va a resolver cerrando los ojos, y dejando que entre quién quiera y cómo quiera. La historia nos dice que este último proceder traería desgracias a unos y otros. Pero también la memoria señala que la inmigración pudiera ser un proceso positivo del que resultaríamos beneficiados todos.
¿Cómo hacer entonces para poder acogerlos? España ha sido un país de emigrantes hasta no hace tanto tiempo. Basta recordar las historias de familiares y conocidos que marcharon en busca de mejores oportunidades para ellos y los suyos.
Pues bien, muchos proceden hoy de aquel paraíso que era Venezuela cuando emigraron nuestros familiares. Los que vivimos en países ricos olvidamos a menudo que las cosas no siempre fueron así, y que nuestros antepasados partieron en busca de oportunidades a lugares de donde ahora proceden los que llegan. Podría decirse que es un proceso cíclico al que la humanidad se ve abocada de cuando en cuando, y ello nos exige no sólo recibir a esas personas, sino facilitarles la integración en nuestra sociedad.
La historia se repite, aunque supongo que con muy diferentes circunstancias, pero algo nos podrá enseñar recordarlo. Éste es el resumen de aquella otra emigración europea hacia España, deseada y retribuida generosamente por Carlos III en el último tercio del siglo XVIII:
“Muchos sueños, lugares, personas,…” Así comienza el relato del día 20 de agosto de 1766, fecha en que se puso la primera piedra de La Carolina, capital de las Nuevas Poblaciones, dando inicio a aquella aventura de colonización, pues colonos se empezó a llamar a los recién llegados. Carlos III, apoyado en sus ministros, Pedro Campomanes, Pablo de Olavide, y el conde de Aranda, recuperó unos proyectos de desarrollo agrario y los convirtió en una alternativa de progreso para el Sur de España, porque el reparto de parcelas sacó del abandono enormes bolsas de tierras baldías del campo andaluz. Se firmó un contrato con el coronel bávaro Kaspar Thürriegel, por el que la Corona se comprometía a pagarle 326 reales por cada colono captado. La campaña publicitaria de Thürriegel convenció a más de 6.000, fundamentalmente alemanes, pero también suizos, holandeses y del norte de Francia e Italia. En el mensaje de los pasquines, que se situaban en mercados, posadas y similares por toda Europa, se hablaba de “…la feraz y feliz España”.
El objetivo que perseguía el gobierno de Carlos III era múltiple: alejar de la ruta que seguían las mercancías de América, desembarcadas en Cádiz y Sevilla, al tropel de bandoleros que campeaban por los terrenos desérticos de Sierra Morena; crear nuevas poblaciones que sirvieran de cobijo a los viajeros; y explotar nuevas tierras de labor con técnicas agropecuarias más modernas. La corona se comprometía a poner a disposición de cada familia de colonos: 50 fanegas de tierra, 2 vacas, 5 ovejas, 5 cabras, 5 gallinas, un gallo, una puerca de parir, y un gato. Les proporcionaban además aperos de labranza, semillas, casa y protección, con un fuero que los eximía de impuestos durante un largo período. Condición indispensable era la de ser católico, obligarse a labrar la tierra y enviar a sus hijos a la escuela. Asunto importante este último si tenemos en cuenta que por aquel entonces el 60% o más de la población adulta era analfabeta. Con ellos comenzó en España la enseñanza pública obligatoria.
Me he tomado la molestia de convertir aquel contrato al valor actual y, salvo error, creo que se podría estimar su coste global en unos 12.000 euros por familia, incluyendo además del ganado y el ajuar, el alquiler de una casa de pueblo, y el arrendamiento de 20 Ha de suelo rústico -cálculo hecho con datos obtenidos a través de diversas ofertas en varias provincias-. Visto así, y teniendo en cuenta que el Ministerio de Trabajo y Migraciones ha otorgado una ayuda de 73 millones de euros a la Cruz Roja –Decretos de 30 de abril de 2019- para atender exclusivamente a inmigrantes irregulares, tendríamos que sólo con esa cifra se podría haber instalado en nuestras despobladas aldeas a 6.080 familias de colonos, es decir, algo más que todo el antedicho plan de Carlos III para las nuevas poblaciones.
Claro que esos inmigrantes tendrían derecho a esa ayuda, pero también estarían obligados a cumplir su parte del trato: explotar la tierra, comprometerse a un período mínimo de estancia, convivencia pacífica, educación de sus hijos con arreglo a la ley española, etcétera.
No sé por qué insistimos tanto en hacer un espectáculo político con aquellas gentes, porque hablar y discutir no soluciona nada: cuando llegan a España esos inmigrantes están muy nerviosos, inquietos y desconfiados, y los naturales recelan también de unas personas que no tienen nada pero se saben amparadas precisamente por su propia situación de desamparo, y una nube idealista de humanidad. Suponen una tremenda tensión social para todos, incluidos ellos mismos.
Mucho mejor sería establecer un contrato previo a su salida del país de origen, con derechos y deberes, como hicieron Carlos III y sus ministros, de modo que quienes lleguen se sientan amparados por él, y quienes los acogen, también.
¿Qué puedo añadir a lo ya expuesto? Pues que en España hay más de 4.000 municipios que tienen problemas de despoblación, y que alcaldes como el del pequeño pueblo de Camañas en Teruel, alarmados por el riesgo de desaparecer, han optado por ofrecer ayudas a los matrimonios jóvenes que se instalen allí; especialmente si tienen hijos o prevén tenerlos. Pretenden que estas personas se sientan integradas y acogidas, para que sientan aquella nueva tierra como suya.
A veces, cuando hay mucha confusión y no podemos comprender una realidad demasiado patente, la gente sencilla es la que nos señala el camino.
Así como el plan de Carlos III fue el primer intento verdaderamente europeísta, este que proponemos sería el primero pangeísta y, quizá, ¿por qué no?, también pudiera ser un catalizador para que muchos de nuestros compatriotas jóvenes se integraran en él, y contribuyeran a evitar la despoblación del campo.
Amigo, Juan. Eso no funvionaría hoy en día, porque en el campo no quiere trabajar ya nadie.
Pero hay gente para todo…. y si el campo dá…. la gente viene
No estaría de más que nuestros políticos lo viesen así.