La nueva y violenta cultura política de Turquía
Por Burak Bekdil.- En la mayoría de los países civilizados, los ciudadanos acuden a las urnas el día de las elecciones —sean al Parlamento, a la presidencia o municipales—, votan, se van a casa y ven los resultados y se van a trabajar al día siguiente, algunos contentos y otros decepcionados, a vivir en paz hasta las elecciones. No en Turquía, donde cualquier competición política parece una guerra en vez de una simple contienda electoral.
Una de las razones es el dominio de la política identitaria en un país muy arraigado en la década de 1950, cuando Turquía se convirtió en un sistema multipartidista. La lucha entre “nosotros” y “ellos” se ha mantenido desde entonces. En el núcleo de la cuestión se encuentra una cultura que programa a unas masas poco educadas (en Turquía la tasa de escolaridad es de 6,5 años) para a) convertir al “otro”, y si eso no es posible, b) herir físicamente al “otro”. La profunda polarización social desde que el Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP) del presidente Recep Tayyip Erdogan llegó al poder en 2002 ha crecido a unos niveles escalofriantes.
Ninguno de los incidentes que denuncian los periodistas de la oposición hoy es una coincidencia. En septiembre de 2015, por ejemplo, un enfurecido grupo de seguidores del AKP atacó la redacción de Hürriyet, el principal periódico de Turquía, en aquel momento un medio de la oposición. Destrozaron las ventanas del edificio con palos y piedras, y la muchedumbre coreó: “Alá Akbar” (Alá es grande), como si estuviesen en una guerra religiosa. De hecho, pensaban que lo estaban, porque en aquel momento, Hürriyet era un periódico laico crítico con Erdogan. Durante mucho tiempo, las fuerzas de seguridad vigilaron los incidentes con un solo cuerpo de policía. La multitud retiró la bandera del Grupo Doğan (entonces propietario de Hürriyet) y la quemó. Tras pedirlo varias veces, se mandaron refuerzos policiales. El vicepresidente AKP en Estambul y el líder de la sección juvenil del partido, Abdürrahim Boynukalın, estaban entre la multitud. Anunció en su cuenta de Twitter: “Estamos protestando contra las noticias falsas delante del Hürriyet y estamos recitando el Corán por nuestros mártires”. Era una yihad: atacar un periódico…
Un mes después, Ahmet Hakan, destacado columnista de Hurriyet y presentador de CNN Turquía, estaba delante de su casa. Cuatro hombres en un coche negro lo habían seguido desde el estudio de televisión antes de ser atacado cerca de su domicilio. Hakan tuvo que ser atendido porque le habían roto la nariz y algunas costillas. Sólo un mes después de estos incidentes, Erdogan había acusado al propietario de Hürriyet de “amar los golpes de Estado” y tachó a sus periodistas de “charlatanes”.
En octubre de 2016, el Directorio de Asuntos Religiosos de Turquía, o Diyanet, emitió una circular para la formación de “secciones juveniles” que se asociarían a las decenas de miles de mezquitas del país. Al principio, esas secciones juveniles se formaban en 1.500 mezquitas. Pero, con el nuevo plan, 20.000 tendrían secciones juveniles para 2021, y al final 45.000, en lo que parece ser una “milicia de mezquitas”.
Después está el curioso caso de Alperen Hearths, una organización apasionadamente pro Erdogan que aúna el racismo panturquista con el islamismo, el neootomanismo y el antisemitismo. En 2016, Alperen amenazó con violencia contra el desfile del orgullo gay de Estambul. El líder de Alperen en Estambul, Kürşat Mican, dijo:
“No se va a consentir que los degenerados lleven a cabo sus fantasías en esta tierra […]. No somos responsables de lo que suceda a partir de ahora […]. No queremos que la gente vaya por ahí medio desnuda con botellas de alcohol en la mano en esta ciudad sagrada regada por la sangre de nuestros antepasados”.
La oficina del gobernador de Estambul prohibió después el desfile.
En otra ocasión, en 2016, varios miembros de Alperen protestaron delante de una de las sinagogas más importantes de Estambul para condenar las medias de seguridad de Israel tras un atentado mortal en el Monte del Templo que dejó dos policías israelíes muertos. “Si impedís nuestra libertad de rezar allí [en la mezquita Al Aqsa de Jerusalén], entonces os impediremos a vosotros la libertad de rezar aquí [en la sinagoga Neve Shalom de Estambul]”, decía un comunicado de Alperen. “Nuestros hermanos [palestinos] no pueden rezar allí. Poner detectores de metales es hostigar a nuestros hermanos”. Algunos jóvenes de Alperen dieron patadas a las puertas de la sinagoga y otros tiraron piedras al edificio.
Los últimos tiempos no han sido más pacíficos. El 31 de marzo, cuando los turcos fueron a las urnas para elegir a sus alcaldes, la violencia de un solo día se cobró seis vidas y dejó 15 heridos por palos, cuchillos, bates y armas de fuego. Unos días después aumentó el número de muertos.
En una muestra de violencia de lo más espectacular, los admiradores de Recep Tayyip Erdogan, presidente de Turquía, casi lincharon en abril a Kemal Kılıçdaroğlu, el líder del principal partido de la oposición, el Partido Republicano del Pueblo (CHP). En abril, Kılıçdaroğlu fue a una pequeña localidad de las afueras de Ankara para asistir al funeral de un soldado que murió en combate durante un enfrentamiento con milicianos kurdos separatistas. Durante el funeral, fue atacado por una muchedumbre nacionalista y tuvieron que llevarlo a una casa cercana para protegerlo. En un vídeo del incidente que circuló en las redes sociales, se veía a una turba empujando y dando puñetazos a Kılıçdaroğlu cuando se abría paso entre la multitud. Después de que se lo hubieran llevado a un lugar seguro, la tuba lo rodeó y gritó: “¡Quememos la casa!” El hombre que le dio el puñetazo al líder de la oposición resultó ser un miembro oficial del AKP.
El atacante, Osman Sarıgün, estuvo brevemente detenido y fue puesto en libertad de inmediato. Al día siguiente, era un héroe. Los seguidores de Erdogan fueron en masa a su granja para besarle las manos a la manera siciliana, baccio la mano, para presentarle sus mayores respetos por atacar físicamente a un líder de la oposición.
Al parecer, cada caso de violencia política impune cometido en nombre de la ideología estatal predominante (el islamismo) y su sacrosanto líder (Erdogan) anima al siguiente. En mayo, un periodista crítico con el Gobierno de Erdogan y sus aliados nacionalistas fue hospitalizado tras ser atacado delante de su casa. El periódico Yeniçağ dijo que cinco o seis personas dieron una paliza al columnista Yavuz Selim Demirağ con bates de béisbol después de salir en un programa de televisión. Los atacantes huyeron del lugar en un vehículo.
Todo le iba milagrosamente bien a Göknur Damat, una especialista en belleza de 34 años a la que le había sido diagnosticado un cáncer de mama. En 2017, salió en un programa de televisión y, sollozando, le contó al público que los médicos le habían dicho que no iba a vivir más de seis meses. Se ganó la simpatía de Erdogan (y otras personas) y la invitaron a conocer al presidente, que desde entonces la llamó su “hija adoptada”. Ahora es la niña mimada de todos los seguidores del AKP. Su negocio prosperó y, aún mejor, ganó milagrosamente su batalla contra el cáncer. Sin embargo, hace poco cometió un error.
Donó 20 liras (unos 3,5 dólares) a la campaña electoral del candidato de la oposición que se presentaba a la alcaldía de Estambul. Y lo que es peor: de algún modo la opinión pública se enteró de su donativo, y miles de seguidores de Erdogan preguntaron: “¿Cómo es que la hija adoptiva de nuestro presidente ha donado a la campaña de la oposición?”. Hace poco, al salir de su casa, un desconocido se le acercó y le preguntó: “¿Conque eres tan valiente?” y la apuñaló en la pierna. El atacante, como la mayoría de los demás, sigue sin ser localizado.
Turquía nunca fue Dinamarca o Noruega en madurez política, tolerancia y cultura, pero se está acercando peligrosamente a uno de sus vecinos del sur o del este.
Fuente: Gatestone Institute