¿Por qué se ataca a los europeos que no claudican en sus principios?
En el año 1947, el presidente Harry Truman intuyó lo que sus sesudos asesores no veían: que Joseph Stalin estaba a la cabeza de un régimen perverso. En esas fechas, muchos de los eruditos europeos bebían vodka con Stalin. George Bernard Shaw, el premio Nobel británico, declaró que aquel era un hombre de ética intachable y un amante de la libertad. Fue gracias a estos sabelotodo que supimos de los gulags y las torturas con varias décadas de retraso. Pero la historia se repite: una generación de políticos jóvenes europeos, alejada de la casta y sin más hipotecas que con el mantenimiento de las bases culturales que hicieron germinar la odea misma de Europa, hacen otra vez un análisis crudo sobre un mundo anárquico.
El holandés Geert Wilders ha explicado recientemente que el nuevo fascismo antilibertario contra el que medirá sus fuerzas el mundo democrático será un islamismo radical y victimizado. Una vez más, la respuesta de la intelectualidad europea fue unánime: Wilders y los nuevos líderes identitarios europeos son un peligro para nuestra convivencia democrática. Como si fuera posible convivir y mucho menos en democracia con quienes literalmente quieren imponernos su forma de pensar y de vivir. Uno de estos miembros de la “intelligentsia” europea, escultor alemán, nos regaló una frase bien descriptiva: “los autores del 11-M eran los mayores artistas del siglo XX”.
En efecto, tras el islamismo radical, la segunda ideología perversa que amenaza al mundo democrático europeo es el desistimiento a cualquier idea que clame por nuestra supervivencia. La primera la padecemos, la segunda la cultivamos. El resultado de su combinación es que Europa, de nuevo, parece más que dispuesta a claudicar de sus principios y a dar paso nuevamente a una nueva tiranía en su territorio. Mientras nos callan la boca a punta de pistola, los valientes intelectuales europeos dirán que se autocensuran por tolerancia; se autoinculparán de todos los males del pasado, mirando hacia el Atlántico, increparán henchidos de valentía ética a los americanos y recordarán a los cristianos la retahíla de siempre: las cruzadas, el caso Galileo y la Inquisición.
Estos días se juzga a Wilders en Holanda por sostener que el islam contiene párrafos que exaltan la violencia y que, por lo tanto, deberían ser proscritos de nuestros ordenamientos legales. La fiscalía holandesa dice no tener dudas “de que sus palabras son dañinas y ofensivas para un gran número de musulmanes”. Lo ha hecho luego de que varias ONG y diversos grupos de presión consiguiera que un tribunal de apelaciones obligase a los fiscales a emprender una acción judicial contra el representante de la segunda fuerza política en aquel país. El tribunal alegó que “al atacar los símbolos de la religión musulmana, estaba insultando también a los creyentes musulmanes”.
Esa frase deja ver a la perfección el problema de principio: cómo se ha desdibujado la línea que separa criticar las creencias de atacar a los creyentes. Porque siempre debemos tener libertad para criticar cualquier creencia, incluso en términos radicales. La religión no es como el color de la piel. No existen argumentos racionales contra el color de la piel de una persona. Y, sin embargo, sí existen argumentos racionales e importantes contra el cristianismo, el budismo, la cienciología o cualquier otro sistema de creencias. Estos procesamientos, aunque su fin sea defender a los seres humanos, tendrán unas consecuencias escalofriantes en el debate sobre las ideas religiosas.
Pero hay que situarlo en un contexto más amplio. Los miembros de la Organización de la Conferencia Islámica llevan mucho tiempo proponiendo que la comunidad internacional prohíba la “difamación de la religión”. En el mismo país en el que el director Theo van Gogh murió asesinado por insultar al islam, Wilders tiene que vivir con protección permanente por las amenazas de muerte que le han hecho islamistas extremistas y violentos.
Es inadmisible que los europeos estén empezando a ser las víctimas del odio en sus propios territorios debido a la ambigüedad del sistema a la hora de tomar posiciones. Primero llegó la célebre ‘fatua’ a Salman Rushdie por sus “Versos Satánicos”; después siguieron los ataques contra periodistas y escritores críticos con el islam; más tarde, Holanda se despertó horrorizada por el asesinato de Theo Van Gogh, el cineasta que se atrevió a filmar a una mujer velada con versos del Corán grabados en su cuerpo; meses después, a la coautora del filme, la parlamentaria de origen somalí A. Hirsi, le fue retirada la nacionalidad holandesa por declarar que las mujeres islámicas estaban sojuzgadas; posteriormente, las caricaturas del Profeta en un diario danés sirvieron de “casus belli” para quemar embajadas e iglesias y, por último, el mismo día en que moría la escritora de “La rabia y el orgullo”, Oriana Fallaci, el Papa Benedicto XVI entraba en la lista.
Oriana Fallaci era ajena a lo políticamente correcto. Tras el 11-S salió a la palestra avisando a los europeos: “No entendéis o no queréis entender que si no nos oponemos, si no luchamos, la yihad vencerá (…). Y en lugar de campanas, encontraremos muecines, en vez de minifaldas, el chador, en vez de coñac, leche de camello”. Su voz se apagaba 24 horas antes de que el líder de Al Qaeda diera un nuevo objetivo a su organización: el de conquistar Roma. El Papa Benedicto XVI, a diferencia de Fallaci, no era ajeno a las buenas formas, su discurso en Ratisbona no versó sobre el islam y nada de lo que allí dijo induce a pensar en una respuesta tan desporporcionada. Parte de la culpa hay que achacársela a cadenas de televisión como Al Jazira y a predicadores yihaidistas que mueven a la venganza a un pueblo analfabeto. Porque, en efecto, la frase más importante del discurso del Papa no fue aquella en que citó al emperador bizantino Juan Manuel II Paleólogo. Para lo que aquí nos toca, la frase más importante de su discurso fue en la que señaló que “los aspectos positivos de la modernidad deben ser conocidos sin reservas”.
A eso precisamente es a lo que se ha negado el mundo islámico desde el Medioevo hasta Bombay. Por eso, la tragedia actual del mundo musulmán en Europa no puede superarse con paños calientes ni con propuestas aliancistas como la de Zapatero: no cabe con ellos alianza alguna ni hay cúpula en el mundo capaz de hacerles reflexionar. La solución es seguir las miamas pautas que se siguieron con el nazismo: vencerles primero y alejarlos para siempre de nuestro espacio de convivencia.
No va a ser fácil. A los intelectuales europeos parece importarles más la “convivencia” entre culturas que la libertad de expresión; prefieren atacar a políticos como Wilders y a partidos como el de los Nuevos Finlandeses que afrontar el más importante desafío de impedir que una mordaza, en vez de un telón de acero, vaya cayendo sobre lo que queda de Europa y del mundo libre. El entonces cardenal Ratzinger llevaba razón cuando escribió que “Occidente intenta de manera noble abrirse con gran comprensión a los valores externos, pero no se ama a sí mismo (…). Europa tiene la necesidad de una nueva aceptación de sí misma, si verdaderamente quiere sobrevivir”.