Pakistán y la rabia
Profesor Antonio Hermosa Andújar*.- ¿Cuántas muertes vale un muerto? El pasado jueves, un nuevo atentado en Pakistán añadió casi un centenar de nuevos muertos y casi otros tantos heridos a la causa talibán, en su inmensa mayoría reclutas de la Academia de Policía Fronteriza de Charsada, en la zona fronteriza con Afganistán. Un portavoz de dicha tribu sanguinaria reivindicó con jactancia su autoría, añadiendo que era “la primera venganza por la muerte de Bin Laden. Y habrá más”.
En el New York Times he leído que la masacre se vinculaba a un episodio concreto de la guerra contra los talibanes, es decir, que no era vengar el asesinato de Bin Laden su causa. Podía tener razón en una cosa: que un hecho así se inscribe en el ADN de ese grupo bárbaro, que ésa es su forma de hacer en cuanto se corresponde a su forma de ser. De hecho, dos días antes, la explosión de una bomba en un tribunal había producido tres muertos y cinco heridos; dos atentados casi simultáneos en Faisalabad y Peshawar el día tres de marzo, en una gasolinera aquél y al paso de un cortejo fúnebre éste, se saldaron, el primero, con veinticinco muertos y ciento treinta heridos, y el segundo con treinta muertos y decenas de heridos; por no hablar del adolescente de catorce años que se inmoló en febrero arrastrando consigo treinta y un muertos y una estela de treinta y seis heridos. Y así hasta sumar las decenas de miles de muertos que iluminan el orgullo talibán en los últimos años.
En suma: que aun con Bin Laden vivo los talibanes seguirían cosechando muertos; que alguien, en otro atentado, habría escuchado antes de la explosión la divisa caníbal del Alá es el más grande (y, desde luego, a la hora de firmar atentados con seudónimo no conoce rival) y, con suerte, ese mismo alguien escucharía otra voz después, manchada de incredulidad y dolor, clamando “¿Por qué nos matan? ¿Cuál es nuestro pecado?” Y, naturalmente, habría podido escuchar a otro portavoz azuzando a “no consultar a nadie acerca de matar americanos o destrozar su economía”. Para todo eso, insisto, no se necesita al jeque, ni vivo ni muerto.
Y es esto precisamente lo que me insta a pensar que, aun creyendo que la última carnicería sí ha sido ejecutada para vengar a tan siniestro personaje, en realidad no se trata de un acto de venganza. Venganza es la justicia del pistolero, que pone en práctica la ley del talión sazonada con lo justo de rabia; venganza es lo que promete el destino al soberbio o criminal, aunque el crimen se cometa de manera inconsciente, como Edipo, hasta el día en el que Atenea, a instancias de la inocencia, se rebela contra esa estela de furia e instaura la persuasión y la justicia, o lo que es igual, la civilización: es la imperecedera lección de la Orestíada de Esquilo; venganza es lo que juró Bush tras el atentado de las Torres Gemelas y lo que ha cumplimentado Obama: la persecución a todo trance del homicida hasta exterminarlo.
Si en el camino se ha de inventar una guerra, pues se inventa (ya nos advirtió Isócrates que los males se presentan mezclados, de modo que no tenemos derecho a sorprendernos si entre los justificantes vemos a la codicia velarse con la máscara de la justicia); si se ha de violar el espacio aéreo de un país aliado (o no), se viola; si se ha de disparar contra un indefenso, se dispara. Y si todo ello significa profanar el velo de la diosa, de palabra tanto como de obra, o mancillar la idea de justicia asociada a la civilización, se profana y se mancilla: ¿quién le habrá dado vela a la justicia en el entierro
de la escena internacional, se preguntará el abanderado de los derechos humanos, el Obama de turno?
Y si eso es venganza, la matanza talibán no lo es, aunque se proclame tal y se incluya en la proclama el nombre del vengado. En efecto, las leyes de la venganza prescriben que el que la hace la paga y, como en el caso de la quema del Corán en Estados Unidos y el subsiguiente incendio de una Iglesia en Afganistán, fueron unos, los estadounidenses, quienes cometieron el delito y otros, lugareños, quienes cargaron con la pena; las leyes de la venganza, por ende, no condenan la inocencia, mientras los talibanes han asesinado sin discriminación y, además, prometen seguir haciéndolo; las leyes de la venganza prescriben que el muerto tiene un precio, es decir, que el castigo, aun si exagerado, tiene un fin, como el dolor o el miedo un límite, lo que asimismo contraviene la promesa talibán.
En tal caso, si la amenaza de George W. Bush ejecutada por Obama es venganza, y también se considera tal esta matanza talibán, se habría de concluir que la venganza presenta diferencias internas incluso cualitativas, que hay grados en la escala de la barbarie.
Ahora bien, si esta masacre no es un acto de venganza, ¿qué es, por qué mata el criminal? Cabe la posibilidad de que en un principio su dios o su profeta, que tanto monta, proporcionaran un modelo de conducta con ciertas acciones del primero o con determinadas palabras del segundo, lacradas con el fuego sacro de la escritura, por el que regirse al asesino islamista, pero en algún punto la muerte arrastró los ideales y a sus musas con los muertos y del asesino idealista de ayer sólo queda el profesional de hoy. Un fin que exigía el medio de la violencia, del asesinato, para su alcance acabó por transformar el método en sistema, y el matón que ahora mata e insiste en matar, no hace en realidad sino lo que sabe hacer, desde el momento en que milita en una organización de muerte, que ha sido entrenado para ello y que sólo matando puede dar sentido a su vida y justificarse ante sus correligionarios. Ese profesional sólo puede vivir matando mientras sea un profesional, y la única duda es precisar si vive para matar o mata para vivir.
Del matón que calcula ensañarse con el sufrimiento ajeno y no lo provoca como suicida no cabe decir que mate por venganza ni que tenga en el odio al principal agente de su acción, pues del odio es lícito esperar que pase; sólo cuando su espíritu ha dado un paso más transformándolo en rabia, y resecado hasta sus cenizas el desierto del corazón, sus furias arrebatan de emoción al profesional y lo arrastran hacia el abismo moral en el que el asesinato es sólo un juego y los muertos la baraja con la que se juega.
Ni el propio Alá ni su profeta pueden contener entonces a quienes juegan a la muerte en su nombre. La rabia no es sed que se sacie con bebida ni hambre que se sacie con comida; ni siquiera odio al que el paso del tiempo o la muerte del corazón lleguen a saciar pese a la subsistencia del objeto odiado. La rabia, que es el imperio de la sinrazón en un pecho convertido en norma de conducta, es por ello insaciable, y en el rabioso deviene un destino que rejuvenece, como ciertos dioses aztecas, al renovarse la sangre con los nuevos sacrificios.
Así, pues, ¿cuántas muertes vale un muerto? No hay, me parece, una respuesta unívoca, pero quizá una respuesta a medida sea la que afirme que, en tanto una vacuna no lo remedie, un muerto puede valer tantas muertes cuantas requiera la rabia para saciarse en su nombre.
*Universidad de Sevilla.