La Navidad suplantada
Rafael Aguirre. No voy a incurrir en el tópico moralista que arremete contra el consumismo de estos días. Me refiero a otro aspecto que me parece más grave y lamentable: el ocultamiento y suplantación de las Navidades cristianas. Porque lo que se celebra es el nacimiento de Jesús de Nazaret. Para los cristianos, para quien profese otra religión o ninguna, este es un dato indudable. No se puede desconocer su enorme influencia histórica y que su persona y obra son una referencia clave en nuestra cultura. Nos regimos incluso por un calendario que parte de la fecha (mejor o peor calculada) de su nacimiento. Pues bien, en los mensajes que muchas autoridades dirigen a la ciudadanía, desde el Rey a numerosos alcaldes, se habla de valores genéricos compartidos en abstracto, se dicen bellas palabras y se expresan nobles sentimientos, pero nunca se menciona a lo que está en el origen de estas fiestas. Por supuesto su planteamiento debe ser laico, pero esto no implica omitir toda referencia a un hecho fundamental de nuestra cultura.
El que en muchos centros de enseñanza no se diga a los alumnos ni palabra sobre Jesús ni se lean los relatos evangélicos sobre su nacimiento, sin ningún afán de adoctrinamiento, es una penosa muestra de sectarismo, de ignorancia y una terrible pobreza cultural. Puede pensarse que se refleja la galopante secularización de la sociedad. Pero creo que hay más. Pienso que está ampliamente extendida la voluntad de borrar la herencia cristiana de ella. Cada uno puedo celebrar lo que quiera, el solsticio de invierno, el misterio de la naturaleza que nos envuelve con su silencio, pero me entristece e indigna que se suplante el carácter cristiano de la fiesta. Ahora Olentzero se ha convertido en ‘políticamente correcto’: no fuma, no bebe y se le ha colocado una compañera, cada vez con más protagonismo. Aquí las tradiciones ancestrales se inventan en un par de años. Sobran el niño Jesús, María y José, los pastores y el portal de Belén. Porque Olentzero es laico, es nuestro, desfila en olor de multitud y hasta el alcalde le entrega las llaves de la ciudad. Toda esta fiesta se monta la víspera de Navidad eliminando el menor rasgo cristiano. En el País Vasco no hemos asistido a un proceso de secularización progresivo, sino a un desfondamiento de lo religioso cristiano por varias causas, pero muy principalmente por la acción de un nacionalismo absorbente e impositivo que, además de apoyar en su momento al terrorismo, ha tenido una preocupación bastante exitosa por remodelar con sus mitos la cultura de la sociedad vasca. Por supuesto los relatos evangélicos del nacimiento de Jesús no son crónicas históricas, pero han generado una cultura de enorme valor que se debe conocer, transmitir y actualizar. Nuestra sociedad se está vaciando de su mejor legado humanista y queda inerme y desarbolada ante extremismos y fanatismos en auge.
Pero voy a dar un paso más porque la Navidad nos lleva a la cultura de raíz bíblica. Si la cultura que viene de Atenas es la matriz de la racionalidad científico-técnica, la sabiduría que procede de Jerusalén introduce el sentido del tiempo histórico y la tensión utópica. Articular Atenas con Jerusalén no es tarea fácil, porque implica una crítica recíproca, pero es un gran reto siempre presente. El mundo greco-romano tenía un concepto cíclico del tiempo. Las estaciones se sucedían y retornaban; el ser humano debía acoplarse al ritmo ineluctable de la naturaleza y aceptar el destino.
Pues bien, la Navidad es Novedad: algo irrumpe que abre posibilidades insospechadas y quiebra el ciclo indefinidamente repetido. La sabiduría de Jerusalén se resiste a la mera ciclicidad de la naturaleza espoleada por una tensión hacia un futuro abierto, que responda a los anhelos de justicia del ser humano. ‘Necesario, pero imposible’ es el título de un libro de Javier Gomá. Pero la historia de la humanidad es una constante superación de lo que se tenía por imposible. Somos hijos de una idea de progreso que acepta las víctimas que necesariamente produce. Unos progresan a costa de otros. El tiempo cíclico es implacable. El progreso es una pirámide con una base muy amplia de sacrificados (víctimas, pueblos, generaciones) que sostiene a una pequeña élite que está en la cumbre. La sabiduría que viene de Jerusalén rompe radicalmente con este esquema. El pensamiento bíblico está atravesado por una esperanza mesiánica, que expresa el clamor de los pobres. El pequeño pueblo de Israel resistió y prevaleció mientras que los grandes imperios de Egipto, Asiria, Babilonia, Grecia y Roma se acabaron hundiendo. Jesús, profeta libre y no violento, víctima inocente, permanece hasta nuestros días, mientras nadie se acuerda ni de Pilatos ni de Caifás, representantes de los poderes imperial y religioso.
Los relatos de Navidad no son historia, pero tampoco tienen nada de romanticismo edulcorado. Son relatos llenos de hondura humana y de intención política, redactados por comunidades perseguidas, con un lenguaje críptico -no podían arriesgarse a hablar de otra forma- que desafían a los poderes que habían crucificado a Jesús. Le proclaman Salvador e hijo de Dios, los títulos del César de Roma. Le presentan como un refugiado que burla las maquinaciones del poder herodiano. De su nacimiento no se enteraron ni los sabios griegos ni los escribas judíos, sino unos pastores que vivían al margen de la sociedad. Quienes escribieron estas narraciones y sus primeros destinatarios eran seguidores de quien con su vida y singular experiencia de Dios alentó una nueva forma de ver la realidad: propugna sustituir la ley del más fuerte por la solidaridad con los más débiles. Como dice Reyes Mate, Karl Marx, judío e intérprete laico de la esperanza mesiánica, ponía al proletariado como protagonista de la historia por su fuerza social que la veía imparable. La Navidad expresa la esperanza mesiánica de otro judío, Jesús de Nazaret, para quien los protagonistas de la historia son los más pobres, precisamente por lo que tienen de debilidad. Por eso los relatos navideños hablan de la manifestación de Dios en un niño vulnerable (como todos los recién nacidos) y especialmente débil (recostado en un pesebre). La autoridad bíblica del pobre no está en que se le sublime románticamente, sino en que su existencia desenmascara el poder humano y cuestiona la lógica misma con que se construye la historia.