La agricultura, primer fracaso del Gobierno
Por Jaime Caneiro.- El sector agrícola, ganadero, forestal y pesquero vive un lento pero inexorable declive en términos de contribución al PIB de España desde que se inició la industrialización. Si bien se parte de que era una consecuencia lógica del desarrollo -la agricultura da paso a la industria y ésta a su vez al sector terciario- la situación ha ido mucho más allá debido a factores tanto endógenos como exógenos, que han ido interactuando con el sector en los últimos cuarenta años.
En términos de Contabilidad Nacional publicada por el Instituto Nacional de Estadística (INE), el peso del sector primario sobre el PIB se ha reducido en 1,2 puntos porcentuales en el último cuarto de siglo, pasando del 3,9% en el cierre de 1995 al 2,7% en 2019.
En el mismo período, la renta agraria en términos nominales ha crecido continuamente por debajo del PIB nominal: apenas un 1,7% anual acumulado, frente a un crecimiento promedio anual acumulado del PIB nominal del 4,2%. Según los datos del Ministerio de Agricultura, uno de los factores determinantes del diferencial de crecimiento nominal del sector primario frente a la media es el comportamiento de los precios.
Desde 2010, los precios percibidos por los agricultores se han situado en el 2,28% medio anual, con segmentos de producción estancados como los cereales o la leche; otros en fuerte recesión como las hortalizas o las patatas y, por último, los aceites, vinos y frutos secos donde los precios a 2018 son sustancialmente más altos que en 2010. Dada la estructura de producción, donde pesan cultivos como los cereales, las frutas y las hortalizas, la evolución de los precios ha supuesto un efecto negativo sobre la renta agraria en términos generales.
Este comportamiento de la macroeconomía agraria con respecto al resto de sectores está condicionado por una estructura institucional muy distinta a la del resto. Para España (también en general para Europa) la agricultura se considera una reserva que es usada para el cumplimiento de objetivos tan importantes como la seguridad del suministro alimentario (soberanía alimentaria), la provisión de alimentos a precios asequibles para el consumidor y, desde hace unos pocos años, para la consecución de los objetivos de reducción de emisiones de gases contaminantes.
La poderosa PAC
A cambio de ejercer de reserva y con la imposición de un sistema exigente de estándares de calidad y características de los productos, los productores reciben una compensación proveniente de los fondos europeos de la Política Agraria Comunitaria (PAC) por un importe anual de 6.300 millones de euros en 2018, de los cuales 4.900 millones corresponden a los pagos directos, es decir, aquellos que se otorgan sin condicionalidad alguna.
Sin embargo, esta organización del mercado agrícola español ha generado numerosas consecuencias negativas no previstas, siendo la más importante el hundimiento de los precios en origen de los productos y la incapacidad por parte de los agricultores de base de ejercer poder de mercado. En el segmento agrícola de graneles como vino, aceite o cereales, el precio de compra al productor no se fija por un cruce de oferta y demanda, sino que el comprador -normalmente un mayorista- impone el precio de compra tomando en consideración tres parámetros: volumen de inventarios, cantidad de pagos directos recibidos de las políticas europeas y coyuntura de los precios de importación de productos similares, especialmente de países con regulaciones alimentarias menos estrictas como los de fuera de la UE.
Esto es posible dada la atomización excesiva existente en los productores agrícolas españoles. En España hay 3.755 cooperativas y solo cinco grandes distribuidores. Mientras que cooperativas españolas como Dcoop o Coren facturan cada una en torno a los 1.000 millones anuales, Mercadona genera unos ingresos por encima de los 24.000 millones. Sin embargo, la cifra conjunta de negocio de las cooperativas agroalimentarias supera los 30.000 millones de euros. Con lo cual solo estas tres cifras dan idea de la ineficiencia del mercado: una integración cooperativa crearía una competencia real a la distribución y, por tanto, una oportunidad de enorme importancia para redistribuir el valor añadido generado en la cadena alimentaria hacia el productor y menos hacia el mayorista y el distribuidor.
En la actualidad, la ausencia de competidores hace del agrícola un mercado disfuncional con dos polos de concentración de poder de imposición de precios: por un lado, los mayoristas que compran el producto en origen y, por otro lado, los distribuidores o comercializadores que llevan el producto transformado al consumidor final. Ni el productor, ni el transformador ni tampoco el consumidor final tienen suficiente capacidad de intervención en el proceso, limitándose en la mayor parte de los casos a ser precioaceptantes.
¿Es necesaria una reforma?
Y en el caso del consumidor final, con una demanda elástica (sensible) con respecto al precio y no tanto por calidad. Por tanto, es necesaria una reforma de raíz de la conducta del mercado agroalimentario y de sus participantes. Pero el elenco de soluciones encierra algunas ciertamente peligrosas como el establecimiento de un control de precios y márgenes sobre los distribuidores o incluso un precio mínimo percibido por el agricultor. Siendo las soluciones más fáciles, son las más dañinas económica y socialmente, dado que el problema no es nominal (de precio del bien que vende el productor), sino de balance real entre ingresos y gastos para que su explotación sea mínimamente viable. Un precio mínimo suele acarrear economía sumergida, pero lo más grave es la repercusión en el consumidor final, que optará por productos más baratos provenientes del exterior, los cuales ni guardan los estándares europeos ni tienen sellos de calidad equivalentes.
Por ello, es necesario plantear una estrategia de creación de valor, no de redistribución del valor generado, en la cual el agricultor perciba una parte mayor del valor añadido de su cosecha gracias a tener canales de venta fortalecidos, lejos de posiciones de dominio, con una marca identificable y con un mercado real y potencial amplio. Esto pasa inexorablemente por una reforma en profundidad de la PAC para eliminar los pagos directos y transferirlos al segundo pilar de pagos condicionados, siendo estos menos distorsionantes para los precios en origen, tal como ocurrió en países como Nueva Zelanda.
En suma, hasta hace unos pocos años, el sector agrícola de bajo valor añadido (graneles y venta de productos con escasa transformación) se ha ido manteniendo gracias a los fondos directos de la Política Agraria Comunitaria (PAC) y a un mecanismo de precios de garantía (Fega) a cambio de imponer a los agricultores precios bajos en origen y asegurar, con ello, la seguridad alimentaria; generando un negocio de márgenes muy estrechos. Sin embargo, la presión de los costes salariales, unida a la expectativa de incremento de los precios energéticos, ha provocado que lo que era asumible hasta la fecha se convierta en algo imposible, abocando a las pequeñas explotaciones al cierre y provocando una rebelión de los agricultores, que dependen entre un 30% y un 40% de su renta disponible de los pagos directos de la PAC, que son las regiones protagonistas de las protestas.
Por tanto, hay que dejar atrás el pasado y centrarse en seguir construyendo un sector agroalimentario español potente y que ha sabido transformarse y generar posiciones de competitividad en el mundo en los últimos años en segmentos como el porcino, el vino, las frutas y verduras o los frutos secos.
*Economista