El cimiento de la esclavitud es el temor a la muerte
La libertad no consiste en hacer lo que nos gusta, sino en tener el derecho a hacer lo que debemos (Papa Juan Pablo II)
Los hijos de una misma familia son todos de la misma carne y sangre, de nuestra carne y sangre quiso participar Jesucristo, para liberar a los que, por miedo a la muerte, pasábamos la vida como esclavos. Con las palabras de la Carta a los cristianos hebreos, terminaba la semana pasada mi artículo. Creo que es una oportuna reflexión en estos momentos tan astutamente administrados de miedo a la muerte, después de haberla mostrado en su cara más atroz, empujando a morir justamente a quienes, por la edad, más temían a la muerte por vérsela más cerca. Los librepensadores creen que fue una operación descaradísima de eutanasia: con el impresionante ahorro de pensiones, y con una morterada de millones por el Impuesto de Sucesiones, allí donde este impuesto es cultivado con especial codicia (no sean mal pensados, que eso es por el bien común). Pero eso sí, con sedación: que hoy ya no está permitido matar sin sedación ni a los animales que filetearás para comértelos. A las residencias de ancianos que pedían medicinas y un hueco en el sistema asistencial, sólo se les enviaron sedantes. Los científicos que asesoraban al mando unificado de las residencias de toda España bajo la vicepresidencia de Pablo Iglesias, (tampoco sabremos quiénes fueron) creyeron que eso era lo mejor para nuestros ancianos…
Pero resulta que esas muertes han sido providenciales para el poder, porque gracias a ellas, se ha avivado y actualizado en la población el temor a la muerte. Y gracias a ese temor, se puede gobernar con muchísima más audacia. La gente (que dice Iglesias) está dispuesta a aguantarlo casi todo… A aguantar, por supuesto, el recorte despiadado de las libertades. ¡Qué claro lo tenía Pablo de Tarso, y qué claro lo tiene Pablo Iglesias! Es el temor a la muerte, es el miedo instalado en el “distanciamiento social” y en las mascarillas; y para los católicos, la prohibición de asistir a misa, lo que les da una jamás conseguida holgura de gobernanza. Tanta, como que los derechos humanos no constituyen para ello el menor obstáculo. Como que están “en suspenso”.
En efecto, esta peste se está llevando por delante nuestra libertad. Asistimos atónitos al expolio de libertades que nos ha costado muchos siglos conquistar. Libertades a falta de libertad, como bien precisa Rousseau en su Contrato Social: desde el momento en que aceptamos pagar impuestos (¡y qué impuestos!), hemos dejado de ser libres. Menos esclavizadoras eran las jornadas de trabajo que tenían que pagar los siervos de la gleba a su señor natural, que los impuestos que pagamos nosotros. Eso lo dice Rousseau. Y ahí tenemos una gran parte de nosotros mismos, con la inestimable colaboración de tantos responsables eclesiales, suspirando por llevar el sistema impositivo a todo lo que dé de sí. Porque de ese modo, el Estado de la beneficencia tendrá cada vez más recursos para mantener a los pobres en condiciones cada vez mejores. Y obviamente, gracias a ese saqueo aumentará su virtud, porque cada vez tendrá más pobres que mantener.
No perdamos de vista el desencadenante del miedo que nos ha hecho tan dóciles: al fin y al cabo, tan esclavos. ¡La muerte, la muerte! Hemos visto su guadaña segando la vida de nuestros padres, de nuestros abuelos, de nuestros vecinos, con una especial voracidad por los más viejos. Cerca de la mitad de los muertos por coronavirus (con coronavirus, han intentado precisar en algunos momentos), han sido ancianos: la mayoría, residentes en residencias, para las que se dictaron (¡y están escritas!) medidas propias de un régimen nacional-socialista o social-nacionalista. Órdenes escritas aterradoras que condenaban al exterminio a esa población confinada: y bajo rigurosísimas órdenes de confinamiento, de la que formaba parte esencial la prohibición taxativa de trasladarlos a los centros sanitarios para recibir la asistencia médica que necesitaban ellos más que nadie. A más de uno, la tremenda hecatombe de las residencias, tan sádicamente secuenciada, le ha traído a la memoria los campos de exterminio.
Ha sido una muerte aviesamente administrada por el mando único de las residencias de España. Encima, mando único, para que la suma total de muertos fuera más dantesca. A partir de ahí, tenemos totalmente claro que la enfermedad (¡y hasta la muerte, si se pone a tiro!) y la miseria sobrevenida las administra el poder según su soberana conveniencia. El poder es absoluto, y bien que lo hemos visto en la insultante arbitrariedad con que lo han administrado. Lo de las fases de desconfinamiento y el baile grotesco de test sí, test no, mascarillas sí, mascarillas no, es una bagatela en comparación con la arbitrariedad que se cometió con los ancianos, sobre todo los de las residencias (bajo el mando de Pablo Iglesias: ¡menudo mando!)
Y como le hemos visto las orejas al lobo, hemos incorporado el miedo a la muerte a nuestras normas de conducta: de una docilidad y espíritu de servidumbre, que la cultura occidental dejó relegadas en el antiguo régimen. El paso atrás que hemos dado con esta pandemia, es descomunal.
Nos hemos abrazado a niveles de esclavitud inimaginables hace tan sólo 3 meses. ¿Quién se hubiera creído hace tan sólo 3 meses, que andaríamos hoy todos con mascarillas como zombis, porque le divierte al poder humillarnos así e identificar a los rebeldes que no obedecen, en vez de distinguir mediante test quién ha de protegerse y quién no? Es absurdo llevarnos de esa manera humillante por empeñarse en no hacer lo obvio: lo del robo de los dineros públicos destinados a comprar los test, queda en ridícula minucia.
Es deprimente vernos en un mundo de zombis, todos con mascarilla tanto si la necesitan como si no; es una humillación, mucho mayor para los centenares de miles que saben ya, porque se les han hecho los test en la empresa, que están inmunizados contra el coronavirus, y que por tanto no pueden contagiar ni ser contagiados. ¿Qué hace tanto zombi enmascarado? Pues darle gusto al poder, que encima aduce como argumento que la mejor manera de asegurarse de que llevan mascarilla los que han de llevarla, es obligar a todos. Y poner a la policía a vigilar quién la lleva y quién no. Y mejor aún, haber conseguido que cada ciudadano se convierta en policía y delator de su vecino, denostando e incluso denunciando al que no la lleva.
La mascarilla es todo un símbolo del totalitarismo al que estamos sometidos, como las estrellas amarillas para los judíos. Y el que la hayamos adoptado con tan servil entusiasmo, es un símbolo de cuán dispuestos estamos a someternos al poder, por más descaradamente arbitrario e irracional que sea. Y como en el exterminio de los ancianos de las residencias (convertidas sólo por voluntad política en auténticos campos de exterminio), uno tiene todo el derecho de sospechar que la falta de recursos no es suficiente para explicar esos desmanes: que sin un plan perverso eso hubiese sido imposible.
Y a los católicos nos toca ración doble. Como somos muy celosos de nuestra libertad religiosa (al menos los católicos de base), nos han cargado una cruz aún más pesada: el poder ha entrado en nuestros derechos como elefante en cacharrería y se permite decidir por su cuenta en qué condiciones podremos disfrutar de esos derechos. La verdad es que el ensayo les está saliendo genial. Han cometido la alcaldada decimonónica de exonerarnos, entre otras cosas, del precepto dominical y nos han prohibido el culto fuera de los templos. Sin la menor lógica. Como en lo de las mascarillas. Menos mal que no faltan católicos con suficiente claridad de ideas y con suficiente entereza para poner pies en pared.
Y como en todas partes cuecen habas, resulta que, en Minnesota, Estados Unidos, donde el poder ha limitado el culto a su arbitrio, los obispos de las 6 diócesis del Estado han anunciado que se celebrarán misas con más de 10 fieles contra la orden del gobernador que establece ese límite…
Otra absurda arbitrariedad del poder, cuando en las iglesias caben mucho más de 10 fieles guardando el distanciamiento social requerido por la lógica de la prevención. En los Estados Unidos tanto los obispos como los fieles tienen un concepto de la libertad mucho más audaz que el nuestro. No hay más que ver la combatividad con que defienden allí el derecho a la vida: recuérdese la gran marcha anual de Washington (y no es la única), el discurso prolife del presidente Trump, su orden taxativa de convertir el culto en servicio esencial -al contrario que aquí-, y la multitud de iniciativas tanto legislativas como sociales que se abren camino en un país donde ya es más fácil ser católico que en España.
La clave está en que en España tenemos un concepto de la libertad demasiado político, falseado, por tanto, puesto que nos queda a siglos de distancia la vigencia institucional de la esclavitud: que es la que realmente “define” la libertad, es decir, la que marca sus confines. No es casualidad que el gran símbolo americano sea la estatua de la Libertad. La memoria colectiva aún recuerda qué es eso de ser esclavo. Por ahí pasó, la guerra civil (1861-1865) que asentó definitivamente ese gran país: por la abolición de la esclavitud. Eso de ser esclavizados por el poder político, allí lo llevan fatal. Y aquí, como que nos encanta… Es que allí, el temor a la muerte no les hace renunciar ni a las armas. Aquí, en cambio, el temor a la muerte nos hace renunciar no sólo a nuestro derecho de defensa ante el poder, sino que nos empuja a someternos a él, no como ciudadanos, sino como esclavos.
Esperando, como buenos españoles, que venga alguien y haga algo… Y siempre, siempre acaba llegando el poder con la pica y las banderillas para frenar al toro si llegara a cabrearse; y luego, el capote para marear al morlaco; y si no se deja castrar, al final matarlo. Y como siempre hay más público que entendidos, habrá quien, pase lo que pase, aplauda… ¡a rabiar!
Por eso intentan, que no lo lograrán, la eliminación del cristianismo. Porque Jesús vino para que pudiéramos alcanzar la Vida Eterna, para que un feliz día pudiéramos ir a esa morada celestial en la Casa del Padre que Él nos anunció que nos prepararía antes de irse. Y por lo tanto, somos capaces de enfrentarnos sin miedo a la muerte, pues no existe para nosotros, contrariamente a esa angustia tan grande que sienten lo que no creen pensando que al morir todo se acaba, pues según ellos lo único que hay es esta vida, que por eso mismo hay que… Leer más »
Don Custodio, todo pueblo tiene el gobierno que se merece…
Y NOSOTROS VAMOS A RECIBIR NO UNA TAZA, SINO DOS, DE TODO LO QUE NOS MERECEMOS.
Que Dios nos asista, y no nos abandone, en esta hora crucial para la Patria.
Ruego que lo haga por caridad con ESPAÑA, no porque lo merezcamos, que no lo merecemos, en absoluto.
Y cuando el pueblo sometido y sumiso oyó la palabra Libertad de quien venía a liberarlo, huyó asustado a refugiarse bajo el manto de quien los tenia subyugado . (Cita mia)
Aquellos a quien yo liberté no me perdonaron su Libertad;
Y, las cadenas que yo rompí, sólo sirvieron para que los esclavos insolentes, amenazaran aprisionar con ellas mis manos libertadoras: (Vargas Vila 1860 = 1933)