Carta de una enfermera: “En la carrera no te enseñan a ver cómo cientos de personas mayores mueren solas, sin la despedida que merecen”
Es 7 de abril. Hay un ingreso de urgencias. El diagnóstico es neumonía bilateral (como todos los Covid-19), con insuficiencia respiratoria y pendiente de PCR. Dimero D elevado, ferritina por las nubes, LDH alto…ante todos estos parámetros se da como positivo y se ingresa en una habitación que, en condiciones normales, sería individual y con las oportunas medidas de aislamiento, pero hace tiempo que esto dejó de ser un escenario “normal”. La comparte con otra mujer que también tiene coronavirus, así que lo mejor que le puede pasar es que ella también lo sea.
Me visto, voy con todo, doble bata, gafas estancas, doble gorro, doble guante, doble mascarilla y viseras de protección. Se trata de una mujer de 75 años, aunque si alguien me preguntase por su edad le diría que 50. Aspecto jovial, alegre, optimista aunque con espíritu cansado. Habrá pasado muchos días en casa con síntomas o quizás algún familiar tenga Covid y esté afectada…
Me dispongo a tomarle la tensión y algo asoma en su pecho. Disimuladamente retiro un poco el camisón y veo lo que me temía. Lleva un reservorio que se implanta a los pacientes que reciben quimioterapia. Tiene cáncer. No me atrevo a preguntarle por el nombre y apellido del tumor. Ella solo tiene palabras agradables y positivas conmigo y no seré yo quien le cambie el ánimo hablando de algo que espero supere.
“Buenas noches, que descanse”, le digo. ” Igualmente corazón, espero que no te demos mucho la lata”, me responde.
Me siento frente al ordenador y me voy directa a leer su historia clínica. Lleva ingresada tres semanas y su último ciclo de quimio fue la semana pasada en otro hospital. Con ese ya son siete, es un linfoma. Con tan solo 75 años ya se le desestima como paciente a UVI. Somos muchos y pocas camas, lo sé, pero no doy crédito.
A las 6 de la madrugada me dispongo a empezar la última ronda de la noche y me vuelvo a encontrar con ella. Me recibe con una sonrisa y yo le comunico que vengo a sacarle sangre. “Lo que tú creas conveniente, cielo. ¿Sabes? Debes tener la edad de mi hija… Sois la generación que ha venido a salvarnos. Os ha tocado. Y lo estáis haciendo de maravilla. Los aplausos se quedan cortos para todo lo que os mereceis”.
Con los ojos borrosos le hago una broma (porque así soy yo, ante situaciones difíciles me da por sacar mi humor irónico). “Hay que ver, yo diciéndole que le saco sangre y usted diciéndome esas cosas”. “No puedo hacer otra cosa que agradecerte que, puesto que ya que no puedo tener a mi marido y a mis hijas conmigo, vosotras, que vais a ser lo último que voy a ver en vida, me lo estéis haciendo tan fácil y llevadero”.
En ese momento no pude evitarlo y empecé a llorar. Se me caían las lágrimas y se me empañaban las gafas. Ella no lo notó, aunque con todo lo que llevamos puesto los pacientes ni nos reconocen. Es todo tan inhumano, frío, lejano con estos trajes puestos… así que lo más cálido que pude ofrecerle fue mi mano y apretársela fuerte.
“Ánimo, sea fuerte, no está todo perdido, la mente es mucho más poderosa de lo que creemos, confíe en que de esto sale”. Ella también comenzó a llorar y yo seguía con ella. “Gracias cariño, eres un ángel”. Salí de la habitación con otra historia a cuestas, de esas que sabes que no vas a olvidar.
En la carrera no te enseñan a ver cómo cientos de personas mayores mueren solas, sin la despedida que merecen por todo lo que han construido. El mundo en el que hoy vivimos se ha levantado con su trabajo y esfuerzo. Somos lo que somos porque ellos lucharon por nuestra generación. Y ahora se van solos. La pandemia se está llevando muchas vidas, pero hay una cosa que permanece y es más fuerte que nunca, mi vocación eterna por lo que hago.
* Rocío Salas Rojas es enfermera y vive en Madrid.