Carta del hijo de una víctima: “Tenía familia y una vida, sí, aunque fuese mayor”
Alfredo Suárez Carmona.- Escribo esta carta para poder canalizar la rabia e impotencia que estamos sintiendo los familiares de personas mayores que han fallecido por Covid-19 y a los que nos han negado, además del derecho a un test diagnóstico, mascarilla, medicación básica, ambulancia, asistencia sanitaria, una UCI, un respirador, y hasta un entierro digno. Os han negado el derecho a la vida. Pero nadie podrá negaros vuestra dignidad. Por ti, papá.
La tarde del 3 de abril recibimos la peor de las noticias, por boca de la doctora de la Residencia Montserrat Caballé, gestionada por Mensajeros de la Paz, del padre Ángel. Nos alertaba del empeoramiento del estado de salud de mi padre, quien llevaba varios días con oxígeno, luchando con tratamiento contra el coronavirus dictado desde Geriatría, para frenar así también la asistencia masiva de estos incómodos mayores a los centros hospitalarios, ya saturados.
Sin embargo, nadie les llevaba nada: ni test para diagnosticar y poder separarles con certeza científica, ni medicación básica, ni mascarillas, ni EPI para los empleados. Tan solo la UME, y después de varias semanas, fue a desinfectar.
Seguíamos escuchando en todas las cadenas de televisión frases que nos hacían apretar aún más los dientes: “las residencias están medicalizadas”, o “son nuestra prioridad”. Continuaba aumentando el número de muertos en estos lugares, donde el miedo y el terror, además de la soledad por confinamiento, se cebaba con ellos.
Mi padre presentaba síntomas. Por protocolo habían contactado para derivar a un hospital. Les denegaron la ambulancia. Un anciano de 82 años, con patologías previas, de un centro de mayores… estaba sentenciado. No había ambulancia, ni UCI, ni por supuesto respirador. Para él no hubo nada.
Ya el 1 de marzo, al mostrar un pico de fiebre y síntomas, se habían puesto en contacto con Geriatría del Hospital Ramón y Cajal para derivación, sin conseguirlo. El personal de esta maravillosa residencia no cejó en su empeño y siguió llamando y pidiendo a otros hospitales lo que creíamos hasta ahora un derecho de auxilio fundamental. La respuesta fue siempre la misma: no.
Pasó la noche como pudo, como pudimos, hasta que otra llamada volvía a confirmar lo que ya sabíamos. A mi padre le quedaban horas, minutos de vida. Al menos uno de nosotros podía ir a darle cariño en sus últimas respiraciones y acompañarlo brevemente. A distancia y con equipo completo de protección.
Espero que le llegara mi agradecimiento a través de mi voz. Me tuve que presentar para que supiera que era su hijo, uno de ellos. Otro bonito detalle del personal de la residencia, quienes a falta de todo ponían humanidad y empatía en ese loco momento, en el que ellos seguían cuidándonos e informándonos. Porque este hombre tenía familia, una mujer, hijos, nietas, una vida, sí, aunque fuese mayor.
El enfermero al que pedí que sedara un poco a mi padre, para que estuviese más tranquilo, apenas podía levantar su vista por encima de la mascarilla, pero pude ver sus ojos emocionados y casi no podía hablar. Me dijo que estaba siendo muy duro. Una doctora vino a buscarme, se me había acabado el tiempo, había mucha carga viral dentro. Se le había acabado su tiempo. A la salida le pregunté cómo estaba y me dijo “nos han abandonado”.
A las 13 dejaba de respirar mientras escuchaba el móvil sonar desde la ducha, para no contaminar a mi mujer y a mi hija. Ya sabía lo que era. El doctor no podía dejar de llorar.
A partir de ahí, lo que no imaginábamos era el periplo por el que íbamos a pasar. Una auténtica gymkana, un triatlón, cuando ya pensábamos que al fin íbamos a poder descansar, él iba a poder descansar. Pasaron setenta y seis horas hasta que su cuerpo fue recogido por la empresa municipal. Funeraria, con mediación de la empresa aseguradora, más de tres días. Llamé hasta a la Policía una noche de la desesperación que tenía, contactaron con Bomberos, con la UME, con Santa Lucía. ¡Inhumano! Yo pensaba cuántos entierros habrá pagado con su cuota mensual para que nosotros, sus hijos, no tuviésemos que hacer nada. ¿O tampoco tenía derecho?
El comercial de la empresa funeraria nos dijo que no podíamos asistir a la incineración. Pero tras llamar y escribir, la Empresa Municipal Funeraria me pidió disculpas y negó cualquier directriz interna al respecto. ¿A cuántas familias se le habrá negado también el derecho de acompañar, ya que antes no lo han podido hacer tampoco, y dar su último adiós en estos ridículos sepelios de tres personas? Dicho ente nos ha emitido una autorización para poder desplazarnos al tanatorio para, por fin, incinerar a mi padre. ¿Tendrá derecho a esto?
* Alfredo Suárez Carmona vive en Madrid.