Eutanasia: el Estado juega a ser Dios
Las enmiendas a la ley de Eutanasia que se tramitan en las Cortes suponen la constatación de que el Gobierno de Sánchez ha decidido apostar por la «cultura de la muerte» una vez que tanto PSOE como Podemos proponen que no sea necesario que el paciente tenga una enfermedad incurable para acabar con su vida: basta con que se trate de «un padecimiento grave o crónico». Además, quieren incluir una especie de «procedimiento exprés» según el cual si el médico considera «inminente la pérdida de capacidad del paciente para dar su consentimiento» se agilizan los trámites para que la cosa no tenga vuelta de hoja cuanto antes. Ambas enmiendas son una aberración. Ni matar ni morir constituyen un derecho subjetivo de nadie, menos aún en una sociedad avanzada y asistencial como la nuestra, capaz de ofrecer alternativas médicas y sociales a situaciones límite.
Pero no, en este asunto la izquierda mantiene su inextinguible querencia a que procurar la muerte, o no dejar vivir en el caso del aborto, sean manifestaciones del «progreso social», cuando en realidad no hacen sino banalizar el significado ético de la vida humana para la sociedad, que trasciende a la persona y es también fuente de valores -solidaridad, dignidad, igualdad- que quedan velados por la eutanasia. Más o menos así opina el Comité de Bioética (que rechazó por unanimidad el proyecto, incluso antes de estas enmiendas radicales), las sociedades médicas (que se niegan a que alguien que dedica su vida a curar sea convertido en verdugo) y eminentes juristas (que no entiende la eutanasia como un derecho). Sí reclaman, en cambio, un sistema nacional de cuidados paliativos eficiente que dé respuesta a los padecimientos que angustian a pacientes y familias. Pero eso cuesta dinero. Sánchez prefiere poner al Estado, a través de un funcionario, a determinar quién vive y quién no, jugando a ser Dios.