La civilización enfrenta siempre al mismo enemigo
La cultura es un proceso evolutivo espontáneo de usos, que al ser éxitos se extienden como costumbres. Y de costumbres que en por su éxito se institucionalizan.
De ideas que según los resultados que de adoptarlas obtengan unos y otros compiten, en selección adaptativa, por expandirse.
Aprendemos por imitación más que de cualquier otra forma, e imitamos lo que creemos exitoso.
Es mayormente un proceso ciego, porque en la complejidad inherente al orden espontaneo que evoluciona en la sociedad a gran escala no podemos nunca desentrañar realmente las complejas interdependencias de causas y efectos.
A veces adoptamos lo que no funciona porque lo asociamos erróneamente a resultados cuyas causas no llegamos a identificar acertadamente. Y así, culturas a veces denominamos civilizaciones, compiten en el gran orden social de la civilización misma, en un proceso vivo que jamás se detiene.
Fue un accidente afortunado que la libertad emergiera como el valor que más claramente podemos asociar a la prosperidad y la paz en las que generalmente –de una u otra forma– coincidimos en nuestras aspiraciones.
La civilización occidental fue a fin de cuentas un afortunado resultado en que libertad, propiedad y derecho alcanzaron su mejor institucionalización, y con ello muy superiores resultados materiales y morales en todos los órdenes de la vida.
Lejos de la perfección, siempre cambiante, es sin embargo lo mejor que la humanidad dio de sí hasta hoy. Por ello sus valores se han extendido tanto a otros a otras culturas.
Y las que acertaron a adoptar aquellos que han sido realmente la clave del triunfo de occidente, enriquecen y amplían la civilización misma.
Pero más afortunado incluso ha sido que el éxito de la civilización y su propio avance dependan a su vez de la diversidad —y con ella la desigualdad de la que es inseparable— porque el éxito no es otra cosa que alcanzar los fines que más valoramos, empleando para ello los menos medios que sea posible.
Los fines son tan subjetivos como el valor que les asignamos, por ello practicamos los hombres intercambios desde la noche de los tiempos, porque cada cual valora en menos lo que entrega que lo que recibe y viceversa.
Y es eso lo que permitió a nuestros lejanos antepasados romper la unanimidad de limitados fines colectivos en que sobrevivió el hombre antes que emergiera el proceso civilizatorio.
Y porque los fines son subjetivos, individuales y diferentes, los resultados materiales no pueden ser sino diferentes.
La perfecta utopía no estaría jamás en la igualdad del retorno a la jauría tribal primitiva de salvajes, con su miseria material y moral, sino en un estadio de la civilización en que cada cual realmente alcance lo más posible de los fines que subjetivamente más valora, desarrollando para ello el máximo sus talentos y capacidades, diferentes también a los del resto.
Utopía al fin, tanto porque los hombres podemos valorar subjetivamente aquello que nuestros talentos no son capaces de alcanzar, como porque el atavismo ancestral de la envidia nos empuja a odiar el éxito ajeno, muy especialmente en aquello que jamás hemos perseguido realmente.
La virtud más necesaria en la civilización es la de aceptar las consecuencias, tanto de nuestras preferencias subjetivas, como del camino que para alcanzarlas —o no alcanzarlas— hacemos.
Quien lucha por la riqueza y la alcanza con esfuerzo, no puede esperar disfrutar más otros bienes que en su búsqueda no ha perseguido, sino acaso como fines limitados.
Quien valora en más el conocimiento no es diferente, y de obtenerlo hasta el límite de sus capacidades, no puede esperar otra cosa que la satisfacción del fin que ha perseguido despreciando en sus acciones otros fines.
Tenemos lo que buscamos, cuando realmente lo buscamos al límite de nuestras capacidades, no tenemos ni podemos esperar lo que no buscamos, sino acaso como accidente afortunado.
Reclamar como “derecho” lo que nada hemos hecho para alcanzar es individualmente absurdo. Y socialmente destructivo.
Y el mayor peligro que enfrenta la civilización de la libertad es justamente ese. El que representan quienes reclaman de una parte los fines que valoran mucho, pero poco o nada hacen realmente por alcanzar, mientras de otra reclaman también para sí bienes que afirman despreciar, y que tampoco han perseguido.
La civilización requiere hombres civilizados, y el hombre civilizado únicamente puede ser maduro, capaz de aceptar el fracaso como resultado no solo posible, sino probable y frecuente de sus preferencias, acciones y omisiones.
Capaz también de comprender sus limitaciones y perseguir la excelencia de sus talentos y capacidades reales, sin perderse en la envidia de las ajenas.
Capaz sobre todo de alcanzar el máximo de felicidad posible, contra el error y el accidente desafortunado, identificando oportunidades de avanzar hacia lo que subjetivamente más valore, sin pedir lo que no ha buscado.
Es raro que encontremos tal equilibrio en nosotros mismos —porque poco o nada hacemos por alcanzarlo— y más raro que lo apreciemos en los que sí lo muestran, con completa independencia de que nuestras profundas diferencias subjetivas.
Por eso es que una clave del avance civilizatorio es la tolerancia hacia las subjetivas preferencias que no solo no compartimos, sino que rechazamos, en la exacta medida en que no ataquen nuestras vidas y propiedades.
Esa tolerancia civilizada es el límite de lo que hace posible la diversidad en paz. Pedir más, o pedir menos, es pedir que la civilización se contradiga a sí misma y en nombre de atavismos ancestrales se destruya violentamente a sí misma.
Y eso, para nuestra desgracia, es lo que algunos malvados están logrando que muchos idiotas exijan en nuestros tiempos. Eso es lo que hoy amenaza seriamente a la civilización occidental.
Y no es diferente de lo que la ha amenazado antes, sino en sus circunstanciales y peculiaridades materiales. La materia de esa amenaza la determinó siempre la circunstancia.
Pero su forma —como la de combatirla con esperanza de neutralizarla— ha sido la misma siempre.
Básicamente estoy de acuerdo con las exposiciones de este artículo de sociología evolutiva. Pero siempre que sepamos diferenciar entre los diferentes grados de evolución social de las distintas razas humanas de este planeta. Cada raza ha conseguido alcanzar y mantenerse en un estadio evolutivo diferente con una cultura y religión más primitiva e incluso salvaje o más civilizada y cooperativa. No podemos excluir el factor genético. De la misma manera que cada raza se ha adaptado genéticamente al entorno en el que han vivido durante decenas de miles de años, sus culturas y creencias también se han adaptado a esos… Leer más »