El monstruo de la envidia es un ente voraz y destructor que avanza implacable eliminando a su paso lo que encuentra, fagocitando lo que le pueda hacer sombra y no le permita brillar.

Los envidiosos no brillan porque son oscuros, grises, anódinos. Les gustaría ser importantes y suelen creer que lo son y por tanto, tener más derecho a ser vistos, nombrados y aplaudidos. Al no ser así por ser meras sombras, montan en cólera y se lanzan a la destrucción como vándalos.

Su salvajismo y necedad es tal, que incluso destruyen su propia casa, arrebatados por la ira, impúdicos ante el espectáculo, sin respeto ninguno a unas siglas que dicen representar.

Unos se dedican a tapar, ocultar y silenciar al objeto de su envidia, pero otros se lanzán directamente, usando la calumnia como arma, del modo más soez y miserable.

El envidioso es vil y rastrero, necesita perentoriamente protagonismo, sobresalir entre los que le rodean y al no conseguirlo por su nula capacidad personal e intelectual, destruye, destruye, en un intento desesperado de eliminar obstáculos y ser visto, aunque sólo sea entre sus conmilitones, compinches de fechorías, jactándose luego satisfecho: “¿Habéis visto? ¿Habéis visto lo que he hecho?” Y se van de birras a celebrarlo, contentos de haber aportado su granito de arena a la destrucción de nuestra sociedad.

Están en todas partes, ni un resquicio se libra de su nefasta presencia. Son como el polvo y los ácaros, presentes en todas partes, de manera inevitable. Limpieza. Sólo una escrupulosa limpieza, siempre constante, diaria, puede evitar que se produzcan las lamentables infecciones que tanto cuestan luego de curar.