Esta es la realidad a la que hacen frente a diario los ciudadanos de muchas ciudades europeas. Las imágenes que ofrecemos a los lectores corresponden a una estación de metro de París. La tranquilidad de uno de los vagones se vio alterada por la presencia de un grupo de jóvenes de origen magrebí que se dedicaron a toser y escupir contra los pasajeros.

Personada la policía, los pandilleros hicieron caso omiso a su requerimiento de que abandonaran el vagón. Con ejemplar mano dura sacaron a la fuerza a los potenciales criminales para su detención. Como se ve en las imágenes, los policías galos no se andan con los miramientos ni los remilgos de los penosos policías españoles cuando tienen que hacer frente a situaciones similares.

Mientras la dictadura progre se preocupa por una inexistente xenofobia de los europeos autóctonos, los hechos que se suceden a diario apuntan precisamente en la dirección contraria. La política de mano dura es la única que puede salvar una civilización que agoniza presa del buenismo y la tolerancia con los malos. Muchos de esos jóvenes deberían estar cargados de cadenas y embarcados en un avión con destino a sus países de origen, para cumplir su condena allí y no regresar a Europa jamás.

En lugar de ofrecer soluciones a un problema de extrema gravedad, el Gobierno de Macron centra la atención en el único partido político que habla alto y claro para proteger y preservar la seguridad y el bienestar de los franceses de hoy y los de las próximas generaciones, y evitar así la factura social que pagarán los jóvenes del mañana si no se pone antes remedio.

Por cierto, ¿deducirán las fiscalías de odio que tras la acción de esos jóvenes subyace un profundo sentimiento de odio hacia las poblaciones nativas?