La retirada norteamericana de Afganistán deja el camino libre a China
Por Con Coughlin.- La prisa indecente con que la Administración Biden ha llevado a cabo su retirada militar de Afganistán no sólo incrementa las perspectivas de que el país quede bajo control de los extremistas islamistas del Talibán, sino que concede a China una oportunidad de oro para la extensión de su influencia sobre un territorio de Asia Central muy importante en términos estratégicos.
China, que comparte frontera con Afganistán en una estrecha franja de 75 kilómetros, lleva tiempo anhelando tener unas relaciones más estrechas con Kabul, sobre todo por sus vastas y no explotadas reservas minerales.
Rico en cobre, litio, mármol, oro y uranio, se estima que Afganistán cuenta con unos recursos minerales por valor de más de un billón de dólares; recursos que, con su pleno desarrollo, le podrían permitir ser económicamente autosuficiente
El acceso a las riquezas minerales afganas podría procurar a China unas materias vitales para su objetivo primordial de convertirse en la potencia económica hegemónica.
Décadas de conflicto incesante –hay que remontarse a la invasión soviética de 1979– han hecho que se haya avanzado poco en la explotación de los recursos naturales afganos. La corrupción endémica de la élite gobernante es otra razón del magro progreso afgano, a resultas de lo cual se estima que cada año Kabul pierde 300 millones de dólares en el ámbito de la minería.
El anterior presidente de EEUU, Donald Trump, llegó a pensar en desarrollar el sector minero afgano para ayudar al sostenimiento de la coalición militar internacional desplegada en el país y comandada por EEUU, que ha costado al contribuyente estadounidense entre 1 y 2 billones de dólares en estas últimas dos décadas.
Tras la decisión del presidente Biden de acelerar el ritmo de la retirada de las tropas norteamericanas, cada vez preocupa más que China se mueva con celeridad para reemplazar a EEUU como potencia dominante en el país atrasado, con todas las implicaciones que tendría para la seguridad occidental, mientras una serie de grupos terroristas islamistas, como el ISIS, tratan de utilizar Afganistán como santuario desde el que preparar ataques contra Occidente.
La forma en que se está produciendo la retirada de los norteamericanos, que claramente no confían lo suficiente en sus aliados afganos como para darles noticia previa de su salida, demuestra una preocupante falta de fe entre EEUU y sus socios locales, pese a su estrecha relación de casi dos decenios.
EEUU y otros miembros de la OTAN, como Gran Bretaña, han invertido miles de millones de dólares en adiestrar y equipar a las fuerzas de seguridad afganas para que puedan defender al país de la amenaza talibán. Ahora bien, la situación sobre el terreno ha llegado a un punto en el que, sin el respaldo de las occidentales, las fuerzas afganas tendrán que apañárselas para imponerse a un adversario determinado y sobrado de recursos como el Talibán.
La incapacidad de las fuerzas afganas para proteger al Gobierno democráticamente electo se refleja en que el Talibán controla un tercio de los 421 distritos del país, aunque la propia organización islamista presume de tener bajo su férula el 85% del territorio.
Aun cuando el Talibán exagere groseramente, como sostienen observadores occidentales, está claro que el Gobierno de Ashraf Ghani está sometido a una enorme presión como consecuencia de la decisión de Biden de acelerar la retirada, con las operaciones de combate norteamericanas finalizadas nada menos que dos meses antes de la fecha límite originalmente comunicada por el presidente estadounidense.
El portavoz del Pentágono, John Kirby, declaró en Fox News Sunday que Washington “ve con gran preocupación” cómo los insurgentes talibanes toman el control de cada vez más partes del país.
Con perspectivas poco realistas de un acuerdo negociado entre Kabul y el Talibán en las conversaciones que están teniendo lugar en Qatar, el escenario está preparado para que Pekín extienda su influjo por un país que lleva en la esfera de influencia norteamericana desde finales de los años 80 del siglo pasado.
Pekín ya disfruta de buenas relaciones con el vecino Pakistán, donde el carismático primer ministro, Imran Jan, fue una vez denominado Talibán Jan por su apoyo al referido movimiento islamista.
Jan también ha sido criticado por llamar “mártir” al líder de Al Qaeda, Osama ben Laden, luego de que éste fuera abatido por tropas especiales norteamericanas en su refugio paquistaní en 2011.
Como parte de los esfuerzos chinos por ampliar y consolidar sus redes en Asia Central, Pekín está volcada en expandir su influencia en Afganistán, política que espera coseche sus frutos si el Talibán consigue hacerse con el control de todo el país.
Los intentos previos chinos de forjar lazos en Afganistán se vieron obstaculizados por el penoso trato de Pekín a la minoría musulmana uigur en la provincia de Xinjiang (noroeste de China). Los uigures han estado siempre muy ligados al Talibán, de hecho combatientes uigures fueron enviados al centro de internamiento de Guantánamo luego de ser capturados en Afganistán durante la intervención militar norteamericana de 2001, luego de los ataques del 11-S.
En un intento de mejorar sus relaciones con Pekín, el Talibán se negó a condenar la persecución china contra los musulmanes de Xinjiang, y ha afirmado que no acogerá más combatientes uigures en el territorio que controla.
Por otro lado, funcionarios chinos han abierto canales no oficiales con el Talibán para poner fin a la eterna guerra civil que asuela el país.
A juzgar por su animosa defensa de su decisión de retirar las tropas norteamericanas, claramente Biden cree que a EEUU le interesa poner fin a su presencia en Afganistán. Pero si la retirada norteamericana no hace sino abrir el camino a que China se convierta en el nuevo poder dominante en Afganistán, Biden será responsable de un desastre estratégico colosal para Occidente.