El Camino de Santiago por las llanuras burgalesas y los campos de girasoles
Salí al amanecer. Mi última mirada antes de abandonar Burgos fue para el peregrino San Amaro, dedicado a la práctica de la caridad con los más necesitados. Solía cargarlos sobre sus hombros para llevarlos al hospital. Algunos estaban agonizantes. Cuando morían eran enterrados en un pequeño camposanto al lado de la ermita. Muchos venían del centro de Europa buscando el milagro de la curación o un pase directo para el paraíso.
Iba sola pero había peregrinos caminando a mi paso, otros delante y algunos de más edad o con enormes y pesadas mochilas detrás, con mayor parsimonia. Continuamos por Villalbilla y llegamos a Tardajos tras cruzar el río por el puente del Arzobispo, donde antaño el clérigo lanzaba la caña en ese lugar que él mismo se reservaba por la abundancia de peces.
En el otero de Tardajos se sitúa la ciudad de los dioses, Deobrígula, de origen celta y después romanizada. San Francisco de Asís pasó por el lugar en su peregrinación a Santiago.
Después de Rabé de las Calzadas fuimos ascendiendo hacia una meseta completamente despoblada y rojiza donde crecen los pampajaritos, las esparcetas y el pan de conejo. Unos chopos a lo lejos, algún pino solitario y tractores laborando, son las notas distintivas del paisaje; pero por encima de todo, lucen los campos de girasoles que siguen al sol con sus rosetas mandálicas de pétalos dorados, espiándonos con mirada penetrante desde sus alineadas posiciones.
La Cuesta de Matamulos se abrió ante nosotros desafiante. Habíamos dejado atrás varias leguas, y el cansancio se estaba apoderando de nuestros molidos huesos. Por ganas, habríamos soltado las mochilas y utilizándolas de almohada nos hubiésemos recostado encima de las piedras calientes de la calzada de tierra. Una oración a la jacobea Virgen de Rocamador, protagonista de honor de alguna de las Cantigas de Alfonso X el Sabio, me reconfortó y dio fuerzas para seguir.
Aún faltaba mucho por andar. Pero iba contenta, mirando al suelo y al cielo, a izquierda y a derecha, con los ojos puestos en el horizonte lejano e inasible que se hacía de rogar y desoía mis plegarias. De vez en cuando, algún peregrino veloz me adelantaba y algunos venían de vuelta con caras risueñas. «¡Buen Camino!», «¡ultreya!», nos decíamos, y continuábamos adelante, más erguidos, como si el saludo supusiera una inyección de energía.
Antes de llegar a Arroyo San Bol hice una parada corta en Hornillos del Camino. Allí, al lado de la iglesia, se encuentra la fuente del Gallo, animal emblemático del pueblo por la leyenda que se cuenta.
—¿Es cierto lo que dicen del gallo? —le pregunté a una anciana que estaba sentada con su perro delante de su casa—. ¿Es verdad que el gallo cantó después de muerto?
La buena señora se encogió de hombros y me contestó poco convencida, que eso decían. Le pedí que me contase la historia y lo hizo con todos los detalles. Dice la tradición que durante la Guerra de la Independencia, aprovechando que todos estaban en misa, varios soldados franceses entraron en los corrales y robaron varios gallos y gallinas que llevaron escondidos en los tambores. Cuando los vecinos se dieron cuenta del robo sospecharon de los soldados, pero estos lo negaron. Entonces las mujeres hicieron rogativas a San Antón y uno de los gallos cantó desde dentro del tambor. Así fueron descubiertos.
Y entre leyenda y leyenda, el Camino sigue, deleitándonos con su variedad. Hontanas es lugar de fuentes. Hay una piscina donde los romeros pueden remojarse al completo. Me entretuve charlando con unas viejecitas del lugar que me ofrecieron pan casero y fruta. Me sentía como una peregrina de las de antes.
El terreno que atravesaba parecía dejado de la mano de Dios. Las ruinas de la iglesia gótica de San Antón son el exponente de que no fue así en otros tiempos. El Camino pasa por debajo del gran arco ojival. El convento de los Antonianos fue fundado por Alfonso VIII, en el siglo XII, para acoger a los enfermos de ergotismo o fuego de San Antón, una enfermedad que hizo estragos en la Edad Media. A los aquejados de este mal se les daba pan de centeno sin cornezuelo, que era lo que causaba la enfermedad, y se les imponía el escapulario con la tau de la caridad, que utilizan como símbolo, y que aún figura en las ventanas de las ruinas.
Como recuerdo del ayer aún se conservan dos alacenas en las que al anochecer, cuando se cerraba el convento, se colocaban alimentos para los peregrinos rezagados. Hoy, los santiaguistas dejan mensajes en papeles doblados que los días de viento se sienten pájaros y emprenden el vuelo.
Por fin, en el horizonte rojizo divisamos el castillo de Castrojeriz, el Castrum Sigerici, con los restos de la fortaleza celtíbera conquistada por los romanos y después por los visigodos. Con este nombre aparece en el Cronicón Albeldense y fue evolucionando hasta convertirse en Castro Sorecia, tal como aparece en el Códice Calixtino. Nada más entrar en el pueblo nos encontramos con la Colegiata de Nuestra Señora del Manzano.
Castrojeriz fue de gran relevancia en el Medievo, con gran actividad comercial y siete hospitales. La calle principal, de kilómetro y medio de larga, es el antiguo Camino, con casas de balconadas ornadas con plantas colgantes a las orillas.
El sol ya vencido estaba a punto de dejarse hundir en el poniente para dar paso al polvo blanco de la Vía Láctea, el camino de estrellas que conduce a la meta sagrada. Mirar la bóveda celeste desde la llanura castellana es una gracia que el cielo concede a los peregrinos que buscan en sus recovecos interiores, una suerte de trueque cósmico mientras hacen leguas para llegar a Compostela.
A la mañana siguiente subimos a lo alto del cerro. Un geólogo nos informó de que veríamos restos fósiles de conchas de pequeños caracoles de agua dulce incrustados en las rocas que se formaron en el fondo de grandes lagos hace muchos millones de años. La vista desde allí es espectacular y hasta el aire sabe mejor. Las ruinas del castillo siguen vigilando la gran llanura sedienta de lluvias.
El Museo de Arte Sacro ubicado en la iglesia de Nuestra Señora del Manzano fue toda una sorpresa. Entramos sin demasiado interés creyendo que nos encontraríamos algunos objetos de escaso valor. Pero no salíamos de nuestro asombro cuando, ante nuestros ojos, fueron apareciendo valiosos ornamentos, obras de orfebrería, imaginería de Gil de Siloé, tapices de Brujas y cuadros de Gerard David y otros pintores de renombre. Era una especie de recompensa después de respirar el día anterior el polvo amarillento de las tierras calizas resecadas al sol.
Siguiendo la calle hacia adelante nos detuvimos en la iglesia de San Juan, de aspecto castrense con elementos románicos y un cierto aire templario. En lo alto luce un espléndido rosetón de estrella de cinco puntas, un pentáculo invertido, según los esotéricos. Un claustro con artesonado mudéjar completa el conjunto.
Las madres clarisas continúan empleando sus viejas recetas celestiales en la elaboración de su tarta de higos con almendras y pastas para el té, auténticos manjares dulces para recuperar la energía perdida. Después de tomar unas fresas con las que un hortelano nos obsequió, salimos hacia Frómista. Teníamos ante nosotros las anchas llanuras ocres luciendo espigas doradas y amapolas rojas.
La monotonía se interrumpía de vez en cuando con la presencia de algún otero o altarium en la lejanía, o con elevaciones conocidas como motas. En las tierras rojizas de la parte superior de las lomas crece el astrágalo. En las blancas de abajo proliferan los tomillos, algunos líquenes y plantas de hojas crasas, como los chucarros.
Subidas y bajadas, lomas y colinas que hacían más penoso el caminar bajo el sol. Quedaba el gran consuelo de mirar el cielo cristalino y limpio, tan alejado de los humos que vomitan las fábricas.
La Cuesta de Mostelares nos hizo perder el aliento, pero una vez en el páramo tuvimos la recompensa de divisar la grandiosidad de la gran llanura que en un tiempo remoto fue agua. Hace años era terreno cultivado y aún son visibles los bancales, donde crecen serbales, botoneras y zamarrillas. Y más girasoles que no dejan de mirarnos, aunque sea de reojo, porque ya no giran sus corolas como cuando eran pequeños y tenían miedo a que la luz se ocultase para siempre en el oeste. Un día, cuando se hicieron adultos descubrieron que el sol siempre vuelve, porque la vida es una rueda. Entonces sus almas girasoleras se tranquilizaron y se quedaron mirando al este, como lo hacen los templos orientados por la brújula de los sabios. Los peregrinos también íbamos hacia el escondite del sol, a veces, guiados por una fuerza oculta. Si algún día, como los girasoles, alcanzamos la sabiduría, también nos quedaremos estáticos mirando hacia el este, el Paraíso, el nirvana.
El descenso a la Collada del Camino es la otra cara de la cuesta. En Itero del Castillo nos esperaba la renombrada fuente del Piojo, de gran tradición jacobea, donde se despiojaban los peregrinos infestados.
En Castrillo Matajudíos vagan las almas errantes de los judíos que hallaban mal final, en castigo a sus prácticas de usura. Los vecinos dicen que es una leyenda inventada y no cejaron en el empeño de cambiarle el nombre por el de Motajudíos hasta que lo consiguieron. También rememoramos la leyenda de las once mil vírgenes mártires capitaneadas por Santa Úrsula, martirizada también porque se negó a entregarse a Atila. Sus restos se encuentran en un busto-relicario en la iglesia de San Nicolás.
Entre los girasoles revoltosos crecen los viñedos de racimos blancos y negros que exudan la materia prima que el atanor transformará en elixir mágico: el vino de la denominación de origen castellana Ribera del Duero. Las modernas bodegas conviven en armonía con la iglesia de San Cristóbal y la vieja fortaleza de ajimeces góticos.
Un poco más allá empezamos a despedirnos de la provincia burgalesa bajo la mirada de la ermita de los italianos y el hospital del protector San Nicolás, un centro que funcionaba ya en el año 1174. El recinto fue iglesia parroquial del desaparecido pueblo de Puente Fitero. En la actualidad funciona como albergue, y sus hospitaleros cumplen con las constituciones de antaño de ayuda y cuidado al peregrino. Allí se practica el ritual del lavado de pies.
A través del puente de la Mula sobre el fronterizo Pisuerga, de traza alomada y once arcos de luz, entramos en tierras palentinas. Continuamos en la Tierra de Campos. Hace dos días, antes de que las cosechadoras llegaran con sus cuchillas, los campos de cereales elevaban al cielo sus semillas en forma de plegaria, adornadas con amapolas moradas, pamplinas y neguillas.
Los álamos añosos que guardan la orilla del río no alcanzaban a cubrirnos con su sombra, pero agradecimos la intención. Caminamos en paralelo en la misma dirección de la corriente. Crecían los carrizos y los juncos que propician la vida de los carrizales. En Itero de la Vega hicimos una parada en el bar del albergue y visitamos la ermita de la Piedad, del siglo xiii, que aloja una talla del Apóstol.
Me sentía privilegiada por poder derrochar el tiempo deleitándome en los hitos del Camino. Andar no es nada si se pasa de largo por tantos monumentos que señalan los lugares energéticos que facilitan la trascendencia y que trazaron la historia de la Ruta de las Estrellas.
En Boadilla del Camino volvimos a encontrarnos con un «rollo» jurisdiccional que, a pesar de haberlo visto en otros pueblos, no logramos acostumbrarnos a esa manera cruel de impartir justicia.
El Canal de Castilla nos anuncia que estamos cerca de Frómista. La senda discurre entre hileras de chopos elevándose a lo alto, que dan cobijo a las oropéndolas cantarinas, primas hermanas de las calandrias. Hay varias lagunas con zonas protegidas donde habita el halcón peregrino, el aguilucho lagunero, la alondra común y, en verano, la garza imperial.
Dimos rienda suelta a la imaginación y soñamos con el trasiego de barcazas transportando los cereales cosechados en los feraces campos, sobre todo, después de la canalización. Tras cruzar el canal por una esclusa entramos en Frómista, la Frumesta romana, cuyo nombre se debe a la abundancia de trigo (frumentum) que producían sus campos. También es conocida como la «villa del milagro», y contó con varios hospitales en otro tiempo. Como muestra, pervive el albergue de Palmeros. Es también la cuna de Pedro Telmo, patrón de los navegantes. Pero la fama de Frómista se debe a su milagro.
En la Edad Media vivía una comunidad judía importante, gracias a las facilidades que el rey Fernando I les había otorgado para establecerse, por su fama de industriosos, y a los que huían de Al-Andalus perseguidos por los almorávides y los almohades.
Cuentan que allá por el siglo XV, un hombre muy cristiano llamado Pedro Fernández de Teresa pidió dinero prestado a un judío de nombre Matudiel Salomón. Muy a pesar suyo, el cristiano no pudo devolver el dinero en el plazo previsto, por lo cual fue denunciado a la autoridad eclesiástica, y excomulgado. Cuando su situación económica mejoró, el hombre saldó su deuda, pero se olvidó de confesar y de aclarar la situación de su pecado. Estando en el lecho de muerte, pidió que el sacerdote de San Martín le administrase los últimos sacramentos. Pero cuando Fernández de la Monja iba a darle la comunión, no podía despegar la sagrada forma de la patena. Entonces le preguntó si no tendría algún asunto pendiente que se le hubiese olvidado confesar. El moribundo hizo memoria y recordó que estaba excomulgado. Confesado el pecado, el sacerdote le dio la absolución y después la comunión. En la que fue la casa de Pedro Fernández se puede ver la llamada piedra del milagro. En la actualidad, la estola, la casulla y la patena se encuentran en el museo de la iglesia de San Pedro.
Es una de las leyendas más desafortunadas del Camino. Echar a una persona de la Iglesia por no poder satisfacer en plazo una deuda, dice poco a favor de una institución que se considera madre. Por ventura, esto son cosas del pasado, y Dios, con mucho más sentido común que sus supuestos representantes, ya habrá perdonado a aquellos inquisidores que tanto daño hicieron.
Tener ante mí la iglesia de Santa María, del antiguo Monasterio de San Martín de Tours era un viejo deseo que, por fin, se realizaba. Estábamos ante una de las joyas del románico más importantes de la Ruta Jacobea. Es casi imposible no sentirse atrapado ante esta construcción de elegantes proporciones y una destacada riqueza escultórica. Dos torrecillas cilíndricas flanquean el hastial. La contemplación de los más de trescientos canecillos de variadas formas es una delicia. Sin embargo, muchos peregrinos pasan de largo sin siquiera echar una mirada de soslayo.
Hacer el Camino de Santiago es sufrir un poco y llorar de alegría; es ir colocando los pies en las huellas invisibles de otros peregrinos, mimetizarse con la estela de los que llegaron y volvieron y de los que yacen bajo las lápidas de los pequeños cementerios de las ermitas a la vera de los hospitales.
El último trayecto desde Boadilla, a pesar de ser en línea recta, había agotado mis fuerzas. Me dirigí al bar del albergue donde me esperaban mis compañeros de viaje. Estaban en la terraza disfrutando de una ligera brisa que se había levantado. Los vi de lejos y me iba fijando en sus caras mientras me acercaba. Al llegar me aplaudieron y me dieron vítores. Eran unos burlones. Se veía que estaban descansados y tenían ganas de broma.
El sol se había ensañado conmigo y, a pesar del sombrero y la crema protectora, tenía la cara como una granada. Tomé a Galleta en brazos y en un momento me dio mil besos acompañados de suspiritos. Los perros nunca preguntan ni piden nada. Siempre se alegran cuando llega su dueño, y su amor es incondicional. Deberíamos aprender de ellos.
Tras hacer veinte minutos de yoga y rezar, me cogí de la mano de mi ángel custodio y me despedí del mundo. El sueño es casi una muerte reversible que se repite cada noche, donde rigen las leyes del mundo intangible.
(De mi novela sobre el Camino de Santiago, El Códice de Clara Rosemberg)
Me encantó.