La esquiva felicidad de los veranos
La felicidad viene a ser, a decir de algunos clásicos del pesimismo, la ausencia de infelicidad. Si lo preceptivo es, a tenor de la realidad, un mínimo imprescindible e inevitable de penuria, la falta de ésta, merced a una caprichosa conjunción de factores estacionales, permitiría el acceso a la perpleja felicidad, muchas veces sorprendente e inesperada. El Gobierno del desvergonzado sujeto que pasea por las pasarelas de la política con la insufrible fatuidad de los que se creen elegidos, ha saboreado poco la felicidad entendida según la secuencia anterior, pero cree transitar por estas fechas con cierta holgura en el tradicional armisticio de los veranos. Presume de vacunar a quien no ha vacunado, de vaciar de parados las listas que no maneja y de hacer cálculos de la lechera con el dinero que no es suyo, el que vendrá de Europa. Para su felicidad más efectiva no debería haber comparecido la factura de la luz, que es el tábano que no le deja recostar la cabeza en la hamaca con la placidez de las siestas de los veranos, pero tiene la suerte de que los que podrían enfermarle con protestas y movilizaciones están en el sarcófago. La golfería sindical, y la no menos sinvergonzonería cómplice de muchos medios de comunicación, permite que los que antaño se rasgaban las vestiduras lloriqueando por la pobreza energética estén hoy tan frescos rezongando con la barriga sin abrochar. Pero nada es eterno, antes bien al contrario: la luz encarece cuanto toca, como los combustibles.
El IPC encarecerá la factura de pensiones y salarios, creando más déficit, y somete a los ciudadanos a una cesta de la compra más costosa. La inflación es mala enemiga de los gobiernos; es la hipertensión arterial, la enfermedad que en principio no se ve pero que cuando da finalmente la cara tiene consecuencias graves. Un otoño con la luz a esos precios y la cascada de consecuencias que llegan a continuación cuesta mucho dominarlas aunque cuentes con algunas cabeceras cómplices y con la anestesia vergonzosa de las centrales sindicales. No digamos si en invierno llega una suerte de Filomena.
La factura de la luz es el 40%, más o menos, de los costes de producción de la mayoría de empresas. Si, además, para dar caramelitos a tus socios, subes el SMI por las bravas, condenas a muchas de ellas a prescindir de trabajadores por no poder asumir todos los costes laborales. Las empresas pierden competitividad y los trabajadores más débiles sus trabajos. Y a todos les cuesta más el pollo. Sé que el Gobierno no ve llegar el momento en que caigan, como la lluvia de otoño, los fondos europeos, pero ese momento puede verse nublado en primer lugar por la cantidad de euros a recibir -sensiblemente menos que Italia, por ejemplo- y por las obligaciones de la deuda, que mientras la compre el Banco Central Europeo permite autoengañarse, pero que cuando lo deje de hacer -ojo a las elecciones alemanas- nos crecerán los sarmientos de la pena, que decía el poeta. No puedo por menos que recordar al gran Julius Cerón: la ley de la gravedad no es nada en comparación con lo que nos espera.