Quemar a Geert Wilders
Tenía muchas posibilidades de que se hubiera cometido contra él una auténtica caza de brujas. Pero un tribunal holandés acaba de absolver al político holandés Geert Wilders, acusado de incitar al odio contra los musulmanes por haber comparado el Corán con el Mein Kampf -el libro de Adolf Hitler, paradigma del nacionalsocialismo-, y tildar al islam de ideología fascista. Pues bien, los jueces han considerado que el político holandés hizo comentarios chocantes contra el islam, pero que en ningún momento sus críticas iban dirigidas contra los musulmanes sino contra el islam en términos generales. De igual modo, el mismo tribunal ha determinado que el documental dirigido por Wilders, Fitna, vilipendiado salvajemente, no ha traspasado los límites legales.
Wilders argumentaba en el film que la islamización de Holanda tendría consecuencias negativas para el país. Sin embargo, en la línea del catecismo oficioso, disfrazada de apología de la multiculturalidad, ciertos sectores de la izquierda y de la derecha, paladines del buenismo reinante, continúan señalándole con el dedo, bajo la acusación de haber cometido el peor delito posible, disentir de la ortodoxia imperante.
Por desgracia, esto deja de nuevo de manifiesto que, pese a que el pluralismo está muy de moda, no significa que siempre se entienda bien. Más bien lo contrario. La prueba de este mal entendimiento radica, en mi opinión, en la creencia de que el pluralismo tiene un apéndice en el multiculturalismo. Es decir, en la implementación de medidas populistas tan común en nuestra casta política, con objeto de promover las diferencias étnicas y culturales. Pero a estas alturas, somos ya muchos los que pensamos que esta complementariedad es ilusoria y que pluralismo y multiculturalismo son ideas antagónicas que se niegan la una a la otra y que nos están conduciendo a la erosión silenciosa de nuestras democracias liberales, como bien ha quedado patente en la puritana Inglaterra o en la Francia de las banlieues.
Aún compartiendo el súmmum del asunto Wilders, no negaré que el documental en cuestión posee un cariz un tanto sesgado y que en cierto modo interpreta una sura del Corán de una forma subjetiva y que vincula toda una religión con la locura que perpetra el salafismo y el wahabismo, las alas más radicales del yihadismo. Pero si esto ya me parece preocupante, me parece mucho más abominable el juicio paralelo que se sigue perpetrando contra el político neerlandés, al que recordemos la justicia le ha dado la razón. Porque la cuestión que aquí se dirimía judicialmente no es si Wilders estaba o no en lo cierto, más allá de una simple opinión sobre una cuestión tan compleja como es el islam, sino si tenía cabida o no la libertad de expresión. Es decir, si la heterodoxia debería seguir siendo un pilar fundamental de cualquier democracia. Y, a la sazón, si criticar u opinar sobre cualquier credo debería ser un termómetro de medición fiable de cualquier democracia que se precie.
Con todo, uno tiene la sensación que por pensar del mismo modo que Wilders, que la tolerancia desmedida acarrea la desaparición sistemática de la tolerancia, algunos han sido señalados como islamófobos, xenófobos, fascistas –banalizando un término tan delicado- y en el peor de los casos como ultraderechistas. ¿Tenía razón el escritor estadounidense de origen judío Saul Bellow cuando afirmaba que en esta sociedad del buenismo uno no podía abrir la boca sin que se le tildase de racista, misógino, imperialista o fascista? Porque no es menos cierto que, en la sociedad de la corrección política, estos son los improperios habituales con los que se acusa a cualquiera que se atreva a alertar contra los que usan a Allah en vano, pervierten el mensaje y lo convierten en un fanatismo patológico. Lo peor es que este fanatismo está inherentemente empapado de un discurso absolutamente liberticida, que se está colando en las mezquitas españolas y que amenaza con destruir nuestros principios democráticos. Sin embargo, pese a tener objetivos argumentos para combatir el fundamentalismo, quien ose romper el karma buenista del establishment y se atreva a denunciar la vulneración de las leyes de protección de los animales con la matanza de los corderos durante el ramadán, saltándose la ley que debería ser igual para todos, quien alce la voz contra las prácticas culturales y religiosas que vulneran la igualdad entre hombres y mujeres en los países islámicos, recibe siempre tales piropos. Curiosamente casi siempre en boca de los mismos que en lugar de apostar por una alianza con civilizados apuestan por una alianza de civilizaciones, aunque esas civilizaciones se nutran de la fantástica tradición de la ablación del clítoris, de prohibir a las mujeres conducir, de cortar las manos a los ladrones, de condenar a las mujeres a vivir en una cárcel textil o de ahorcar a los homosexuales en grúas en el espacio público.
Son los mismos que mientras defienden la multiculturalidad y se apropian de la palabra tolerancia, versículos del catecismo laico en mano, creen tener manga ancha para la libertad de expresión cuando se mofan del cristianismo y de las creencias de millones de personas, como pudimos comprobar en la Universidad Complutense de Madrid. Contra el cristianismo todo vale y siempre sale gratis. Valiente hipocresía y, sobre todo, valiente despropósito. Por suerte, noticias como la de Wilders nos devuelve a algunos la esperanza de pensar que criticar al islam no es sinónimo de criticar un credo, sino de defender la libertad frente a la opresión. Es decir, defender la libertad de todos.