Los psicólogos buceamos en la mente de los demás, pero también nos rompemos
No hizo falta la inversión de los polos, ni un meteorito, ni una tormenta solar de gran intensidad para que todo diese un vuelco en un abrir y cerrar de ojos. El mundo se fundió de repente en negro derritiendo nuestras libertades y derechos, al tiempo que una idea fija, acompañada de un cúmulo de emociones, se instaló en nuestra mente individual y colectiva, lo que propició la formación de un egrégor insaciable de dimensiones descomunales.
Desde el mes de febrero de 2020 hasta hoy, excepto unos cuantos escritos de Psicología y algún tema puntual, todos mis artículos han girado en torno a la pandemia, más que como una cuestión sanitaria, como un asunto geopolítico de altos vuelos, programado cuidadosamente desde los think tanks del Nuevo Orden Mundial cuyo portavoz es la OMS, y los líderes mundiales, marionetas necesarias para la escenificación en sesión continua del tinglado de la farsa, ante una humanidad anestesiada, atónita e inmóvil.
La situación nos ha sorprendido con los peores políticos de nuestra historia. A ellos quiero dedicarles esta célebre frase de Voltaire: “La política es el camino para que los hombres sin principios puedan dirigir a los hombres sin memoria”. ¿No tenemos memoria?
Hoy no escribo como periodista de investigación y analista política especialista en ver más allá de la noticia, sino como psicóloga, esa otra parte de mí que ocupa un buen porcentaje de mi tiempo; esa parte que navega en los abismos de la mente e intenta mantenerse en el presente, salir de la dualidad a ratos, que profundiza en el advaita o estado del no tiempo, donde todo es perfecto, unido, donde el ego se mantiene sujeto en un segundo plano y donde el Ser es el protagonista.
Como profesional de la Psicología y el coaching quiero hacer unas reflexiones personales sobre el fluir de estos más de veinte meses tan extraños en los que a todos nos ha dado un vuelco la vida. Una sociedad en shock atemorizada, llena de miedo, de incertidumbre y demás angustias ancestrales y culpas, unas nuestras y otras del inconsciente colectivo, todo ello desarrollándose in crescendo y avivado con megadosis de noticias relacionadas con el virus, las variantes, los contagios y los muertos.
Y en medio de este ambiente de psicosis generalizada estábamos los psicólogos, siempre dispuestos a vender felicidad, a regalar consejos, a aliviar el sufrimiento de los otros, a buscar el equilibrio; los que acudimos en apoyo de las víctimas de accidentes, terremotos y demás desastres. Cuando algo de esto ocurre, allí vamos raudos, incluso sin ser llamados, sin importarnos las horas de sueño, de viaje o de comida. En estos casos, hablando desde una perspectiva dualista, no estamos afectados por el problema, no directamente. Anclados en la ilusión de la separación, son ellos y nosotros, aunque conservemos la reminiscencia de que los otros y “lo otro” es un juego de nuestra mente egoica y que somos unidad.
En esta ocasión pandémica covidiana de los primeros momentos, los psicólogos formábamos parte de esa masa de gente de carne y hueso, con familia, miedo y demás limitaciones. Todos éramos víctimas, pero nosotros nos exigimos un esfuerzo a mayores, y el que más y el que menos, durante el confinamiento, estrenó su consulta online, aun no habiendo trabajado nunca a distancia.
En mi caso, creé una línea de atención emocional gratuita. Aun sin publicidad, solo con el boca a boca, el teléfono no paraba de sonar en todo el día. Me convertí en un bálsamo para los desconocidos que acudían a mi refugio. Al mismo tiempo, me dedicaba a publicar artículos de análisis sobre la falsa pandemia y su propósito de dominio y control.
Cada noche me acostaba hecha polvo, quizá mucho más que mis pacientes. Tanto, que el día 18 de abril me desperté con un tremendo vértigo. Todo daba vueltas. Conocía este síntoma en teoría, pero nunca había sentido nada igual.
Me había roto, era demasiada carga, pero enseguida entendí. Mi subconsciente me estaba diciendo a través de mi cuerpo cuan inestable me sentía. Tras el gigante de hierro que consolaba y sostenía, aparecían unos minúsculos pies de barro que le hacían tambalearse. Así me vi a mí misma. Fue toda una lección de humildad. Además, en esos días lloraba y aguantaba las ganas de llorar. Se sumaba a esto que yo me encontraba inmersa en el duelo de mi amado y adorado marido, que había fallecido hacía seis meses. Me traté, medité y conecté con mis últimas emociones covidianas aún no gestionadas. Con sesiones de EMDR, tapping y algunos recursos más me desapareció el vértigo, pero había integrado que era vulnerable y que el egrégor era un feedback que también formaba parte de mi sombra.
Puede ser que incluso en mayor medida, por ser conocedora de la agenda de las élites y andar siempre buceando en sus cloacas. Tras los amagos de la gripe A, la porcina, la aviar, el ébola y el zica, más los “augurios” de Bill Gates, era fácil prever que algo gordo estaba al caer. Era como una profecía que se cumplía y todos teníamos que aprender de manera acelerada.
Entonces decidí tomarme más en serio. Rompí el refrán que reza “en casa del herrero, cuchillo de palo” y empecé a dedicarme un tiempo que me había sustraído a mí misma en los últimos tiempos. Me había olvidado de mí porque, aparentemente, yo no estaba afectada, al ser sabedora del plan. Pero estaba equivocada y tenía pendiente un gran trabajo interno conmigo misma.
A medida que pasaban los días, las semanas y después los meses, empecé a ver muchos casos de Trastorno de Estrés Postraumático (TEPT), un síndrome que sobreviene ante una situación para la que el ser humano no está emocionalmente preparado. Los pacientes me mostraban sus múltiples estados de ánimo y situaciones, algunos casos realmente patológicos: ansiedad, depresión, llanto frecuente, irascibilidad, insomnio, pesadillas, discusiones continuas, se atiborraban de pastillas, padecían o ejercían violencia doméstica, habían tenido alguna pérdida, no querían vivir, tenían miedo a contagiarse, a la muerte, al vecino, incluso algún caso de intención de suicidio y algunos positivos. Vinieron después los casos de agorafobia, antropofobia, personas que se desmayaban a causa de la mascarilla o no la soportaban, niños que llegaban a casa con rasguños en la cara por el tapabocas que la profesora le había pegado con cinta adhesiva, encontronazos con la policía y detenciones o denuncias de los vecinos por excederse del horario. Yo estaba confeccionando en tiempo récord todo un catálogo de calamidades.
No podía ser que me llegasen tantos casos con criterios diagnósticos relacionados con la pandemia y decidí afrontarlo. Sospeché que algo en mí atraía esto, pero me negaba a admitirlo, razonando que era normal que la gente estuviera pasando por esas situaciones. Pero sabía que me estaba engañando y quería repararlo. Así, a través del buceo en las profundidades de mi mente descubrí el gran secreto. Algo que yo estaba acostumbrada a aplicar a otros se mostraba ante mí en todo su esplendor. Como suele suceder, mis pacientes eran mis espejos y me hablaban de mí. Me estaban mostrando mi miedo inconsciente, aunque yo no lo sintiera, y también mi resistencia a aceptar los hechos. Era la proyección de mi propio miedo que se hacía visible para tomar conciencia y repararlo.
Así lo hice. Traté mi miedo, mi incertidumbre y demás emociones colindantes y abracé cada brizna, cada residuo.
Casi de manera simultánea acepté el crudo hecho de vivir prisioneros, sin libertades, completamente manipulados, como en una guerra; peor aún, porque no se podía vislumbrar un final. Fue entonces cuando la “magia cósmica” funcionó y se obró un cambio drástico, tanto en mí como en mis pacientes: unos cambiaron su actitud, otros desparecieron de mi vida sin dejar rastro, y empezaron a llegar otros con características completamente distintas.
Nunca había presenciado tan vívidamente los efectos de la cocreación de la realidad. Y en esto estoy ahora, casi dos años después. Hago el relato con brocha gorda, sin pormenores, aunque merecería pinceladas mucho más sutiles.
Frases como “no vengo por nada importante, pero me falta algo”, “no me ocurre nada especial”, “no es nada urgente, pero no me siento bien”, “quiero cambiar mi vida” o similares, son frases comunes que empezaron a repetirse en mi consulta. Quieren decir que no hay una depresión, un duelo, una fobia, un trauma, un problema de pareja o una adicción, que son los casos más habituales.
Conociendo que, aparte de la psicología clínica, trabajo la holística, que comprende las cinco dimensiones del ser humano –física, energética, emocional, mental y espiritual—, para lo cual utilizo herramientas muy potentes y eficaces, algunos desean hacer un cambio en su vida y cuidar estas cinco expresiones del holograma que somos, en la que cada parte contiene todas las demás. No quiero decir que hayan desaparecido por completo los pacientes con patologías serias, sino que su presencia es muchísimo menor.
Al hablar de aceptación, de ninguna manera queremos decir que no nos importe la situación, que nos hayamos rendido o que nos resignemos a estar en pandemia “in eternum”, llevando mascarilla de lunares a juego con la blusa o los zapatos. No es eso. Se trata de una actitud espiritual que permite vivir un problema desde el equilibrio y la paz.
Todos podemos aprender a conquistar esta parcela y los resultados son espectaculares. Cuando cambiamos, el mundo cambia. Algo muy positivo de esta pandemia es que nos está inclinando a todos a practicar la introspección y el autoconocimiento. A los psicólogos también. Íbamos a tal velocidad en la conquista de la vida, que nos estábamos perdiendo una parte importante del mensaje que este viaje iniciático tiene para nosotros. Este parón obligado es una manera de reconocer que, por mucho que ocurra fuera, podemos mantener una realidad interior de luz y equilibrio, que se manifestará en nuestro entorno. Pensemos que en el centro del ciclón siempre hay quietud y paz. Os invito a buscar este centro como descanso del guerrero. La paz es mucho más importante que la ansiada felicidad que depende de algo ajeno a nosotros, en general, logros en el ámbito físico o intelectual, pero no en la parcela del corazón, este cerebro maravilloso que, lejos de ser solo una máquina de bombear sangre como nos habían dicho, tiene mucho más protagonismo en nuestro desarrollo espiritual en esta dimensión densa, de la que estamos empezando a conocer algunos de sus secretos.
Como siempre digo, somos seres humanos y divinos, con enormes potencialidades para desarrollarnos en este mundo dual. El quid está en saber qué dones toca expresar en cada momento. Somos igual de valiosos cuando ayudamos en una emergencia espiritual o una depresión como cuando impartimos conocimiento susceptible de activar “clics” o resortes ocultos en la profundidad de la mente, para despertar a una libertad verdadera y sin tutelas que va a posibilitar nuestra capacidad de decisión y, por ende, nuestra evolución como seres humanos y divinos.
*Psicóloga, escritora y periodista
Maravilloso