Los dirigentes y militantes de TúPatria en Málaga dicen ‘basta’ a la dispersión de las derechas y dan un paso a favor de Juanma Moreno
ARR/AD.- A veces le gusta a uno pensar que tenía razón Ortega y Gasset cuando dijo que “ser de derechas o de izquierdas son dos de las muchas formas que tiene el ser humano de ser imbécil”. Pero a veces uno se ve también forzado a pensar que no ser de derechas ni de izquierdas es una de las muchas formas que tienen los seres humanos de ser budistas. Y es sobre todo en España cuando uno se ve impelido a este último pensamiento. Es cierto que el mundo se ha uniformado, que el liberalismo ha anestesiado las conciencias, que las diferencias entre el centro derecha liberal y la social-democracia se han reducido. Pero esta reducción es a todas luces menos real en España, y no precisamente para bien.
No se puede sentenciar lo que leí hace unos días a un admirado escritor de derechas: “Entre el PP y el PSOE no hay diferencias”. Esto no es verdad, y creo no hablar sólo por mí mismo cuando apelo a examinar lo que todos nosotros hemos sentido estos últimos días cuando Pedro Sánchez se ha hecho con el poder en España. ¿Verdad que si ustedes son sinceros sienten que no es lo mismo?
Esa reducción mencionada no es plenamente verdadera porque en nuestro país, especialmente desde la llegada de Zapatero al Gobierno, la izquierda ha sumado a las tendencias neoliberales un añadido fundamental, aquello de lo que se nutrió en la primera mitad del siglo XX y aún del XIX: el odio atroz, el tiempo de la ira, la restauración apocalíptica contra todos los que no sean como ella.
La izquierda ha desenvainado de nuevo la espada de la ira y del odio, no al exigir una supuesta justicia social –lo cual sería justo, legítimo, necesario y en absoluto exclusividad de la izquierda- sino al querer, ochenta años después, arrancar de nuevo las raíces de este país, las pocas raíces que todavía le quedan al país, las raíces de su historia y de sus tradiciones, pues sólo así puede la izquierda creerse a sí misma que sigue viva.
La izquierda en España no se ha contentado con alimentarse de multiculturalismo, feminismo, inmigración a destajo, ideología de género. No, para ella resultaba vital alimentar el odio, reestablecer el tiempo de la ira, esta vez con piel de cordero. Ha considerado toda la historia de España, especialmente desde 1936 hasta 2004, como la historia de un error que ha de ser reparado. Ha pretendido devolver a España a aquella situación en la que el Frente Popular se hizo con el poder para evitar el nuevo triunfo de las derechas en la II República, un triunfo para el que no bastó sólo la rastrera unión de socialistas, comunistas, anarquistas e independentistas, sino un pucherazo electoral, hoy demostrado exhaustivamente con la obra magna “1936. Fraude y violencia electoral del Frente Popular”, de Manuel Álvarez y Roberto Villa (Espasa, 2017).
Esta ha sido la actitud de la izquierda española desde la irrupción apocalíptica del iluminado Rodríguez Zapatero. Por ello, en España tiene que haber contrarréplica, tienen que levantar la cabeza unas derechas dispersas, acomplejadas, relegadas y sólo permitidas como vivencia interior. Las derechas claman por romper las estrechas barreras subjetivas a las que las han reducido. Claman por defenderse.
En España debe seguir hablándose de derechas y de izquierdas mientras esta última siga erigiéndose engreídamente en adalid de la moral, del bien, de la justicia, y esputando en la cara a todos los que no son de su bando, los insultos de “fachas”, “fascistas”, “nazis” o incluso esputando –o insinuando cobardemente- que somos potenciales asesinos en masa (cualquiera que se haya asomado a las redes verá que esto está al orden del día y no sólo son gamberros de profesión quienes lo hacen, sino profesores, abogados, médicos…).
Es más necesario que en ningún otro país el que en el nuestro las derechas se unan y levanten la cabeza contra la izquierda, y soy consciente de los usos que hago del singular y del plural. Gustavo Bueno vino a sostener en “El mito de la izquierda” que la derecha era más unitaria, consistente y realista que las izquierdas, por eso tendía a hablar de “la derecha” contra “las izquierdas”. Hoy han cambiado las tornas. Es la derecha la que se va dispersando en España en múltiples ramas, mientras las izquierdas van tomando una unidad metafísica fundamentada en una libertad que hoy viene a “consustanciarse” sobre todo en la ideología de género y en el odio a la tradición y a la propia nación española.
Combatir a un “orden establecido” fue para la izquierda española combatir al catolicismo, a la idea de imperio y a la posterior de nación española, y fue al combatir esta unidad como acrecentaron una corrosiva sensibilidad hacia aquellos separatistas que habían tenido que sufrir “el peso cruento de la unidad inquisitorial española”. Para esa izquierda carnívoramente anticatólica el catolicismo queda reducido a superstición o reelaborado como mero anunciador del comunismo bajo la idea de un mítico cristianismo primitivo.
Las gestas del imperio español quedan reducidas ante la máquina reparadora de la izquierda española en mera “manifestación de la barbarie hispánica”. Decía san Pablo que en Cristo vivimos, nos movemos y somos, y la izquierda española vive se mueve y existe en el odio más atroz a todo lo que ha significado España en la historia. Losantos y Moa tienen razón. Ya pueda la izquierda española decir de boquilla que ama a España o como suelen decir, “a los pueblos de España” (como si la derecha no creyera de suyo en la evidencia de los pueblos, en la riqueza y variedad de las regiones españolas) que ese “amor” es sólo la contrapartida del odio al pasado y a la historia de España.
Las izquierdas van despojándose del plural, unidas y reunidas más o menos explícitamente en el odio a la tradición y al pasado de España como la historia de un error. Ese es su eje de unión, desde el cual llevan ventaja a unas derechas que, por si fuera poco, se han recluido en laboratorios filosóficos o literarios desde los que están empezando a reprimir y a condenar algo tan humano como la pasión o el sentimiento.
Creyendo que el sentimiento y la pasión son cosas pestilentes y roussounianas, las derechas han permitido tomar ventaja a la izquierda. Lleva ventaja la izquierda porque las derechas, convertidas en derechas de salón, en derechas librescas ansiosas de un reconocimiento intelectual que les ha faltado durante 50 años, están más ocupadas en engalanarse para conferencias que en echarse a la calle pancarta en mano. Más preocupadas de que sus expresiones o artículos se parezcan a perfectos capítulos de un libro que a un discurso vivo donde la razón y la pasión se compenetren como la fe y la razón se compenetraban en el catolicismo y en el imperio español. Cometemos quienes somos de derechas la enorme paradoja de alabar a una España continuadora del derecho romano en los autores de la Escuela de Salamanca, olvidando que sin la movilización, la conquista y la colonización, sin la pasión y la fe, ese derecho de gentes no tendría posibilidad alguna de existir. Hasta empezamos a avergonzamos de presentar a nuestro don Quijote como un idealista y lo reconvertimos en un racionalista aristotélico. Esto no puede ser. Estos son complejos y nada más que complejos y quienes cargamos con ellos pretendemos ocultarlos vistiéndonos con libreas ilustradas de intelectualismo, u ocultando bajo apretadas gorgueras nuestras venas apasionadamente indignadas cuando la amenaza de la descomposición de la nación nos toca en el corazón. Por todo esto la izquierda nos lleva ventaja. Ella ha podido reavivar una estrategia “guerra civilista” porque ha aprendido lo que las derechas aprendieron antes y durante la guerra civil: La unión hace la fuerza.
Los que fijándose en Ortega y Gasset –entre ellos el mismo José Antonio Primo de Rivera- pretendieron negar la dualidad entre derechas e izquierdas no hacen sino reavivar los complejos de la derecha, pues son precisamente los de izquierdas quienes presumen de ser de izquierdas mientras los de derechas se esconden en ese budismo aséptico que les lleva a avergonzarse ya no sólo de expresar su simpatía o militancia hacia las derechas sino incluso a sentir un pequeño complejo de culpa por ello. Con el fin de recabar votos tanto Pablo Iglesias como Albert Rivera intentaron en su momento seguir la estrategia orteguiana cuando insistieron que sus partidos políticos no eran ni de derechas ni de izquierdas. Finalmente el primero acabó manifestando orgulloso ser de izquierdas, pasando por ello al lado del bien, de la justicia, la igualdad, la dignidad, mientras que Rivera, acomplejado, acabó declarándose de “centro”.
La diferencia entre derecha e izquierda ha de ser mantenida mientras exista en España una izquierda que nos llame fachas, nazis, o asesinos a los que somos de derechas. Negar esta dualidad es servirles a ellos la victoria en bandeja, y es claudicar ante nosotros mismos, víctimas de nuestros propios complejos.
Pero quiero llegar al asunto más importante de estas líneas. Luchar desde la derecha requiere que las derechas se unan. Las derechas más sociales y nacionales han de unirse con esas derechas más regionales e incluso con ese centro derecha liberal, centro derecha liberal a quien una derecha libresca dice que “con ellos ni agua”, creyendo que ese centroderecha liberal es la misma cosa que representa Pedro Sánchez. (Repito; examinemos lo que hemos sentido cuando Pedro Sánchez ha alcanzado el poder con el sí de Bildu y Esquerra).
La derecha en España no es fuerte porque una parte de ella se ha convertido en una derecha de sofá que sigue los pasos del mundo moderno y del mercado, mientras que las otras derechas se han convertido en derechas de salón, librescas, blogueras e intelectualoides. Estas últimas acaban siendo unas derechas de diseño, que desarrollan una enorme capacidad para detectar conspiraciones mundiales, pero que se han vuelto miopes para ver y reaccionar ante conspiraciones más inmediatas e inminentes, cegándose para ver el peligro en nuestro propio suelo, en el propio vecino. De tanto filosofar han acabado como Hamlet, a quien Ramiro de Maeztu le pedía a gritos que despertara y actuara.
Las derechas están profundamente desunidas en España, y en parte lo están porque unas derechas de biblioteca se empeñan en decir que PP, Psoe y hasta Vox, son lo mismo. Nos preocupamos más de ser antisionistas o prosionistas, imperialistas o estatalistas, fueristas o centralistas, ateos o creyentes, clericales o anticlericales. Y no pretendo decir en ningún momento que estas cuestiones sean secundarias. No. Se trata de que esas cuestiones no son las que te están quemando la casa. En Málaga parecen haberlo entendido la militancia en pleno de TúPatria, desde su presidente Enrique de Vivero al último de sus afiliados, que ha decidido abandonar esta formación y remar en la misma dirección que el dirigente de derecha que está dando a Andalucía unos estándares de desarrollo económico y de estabilidad social que hace solo cinco años hubieran sido inimaginables. Hablamos de Juanma Moreno, quien está concitando apoyos transversales procedentes de la entera sociedad civil andaluza. La unidad de la derecha que los políticos rechazan, al final es el ciudadano medio quien la está certificando.
Cuando la casa se quema no puede uno meditar sobre la teoría de los cuatro elementos y de la relación del fuego con el aire. Hay que apagar el fuego. Esas derechas de salón, tan de librea como librescas, viven en un sin vivir analizando si conviene ponerles queso a las berenjenas, o si éstas deben ser de la propia región o importadas, mientras que el horno se nos quema y la casa amenaza con convertirse en cenizas. Uno puede armarse de valor y salvar su casa y a los suyos, incluso entiendo que algunos quieran salir corriendo para salvar la vida propia (huir del fuego lo hacen los animales y nosotros no dejamos de serlo). En todo caso, lo que no puede hacerse es discutir sobre el queso o sobre la esencia de la procedencia de las hortalizas cuando el horno amenaza con estallar y reducir a cenizas la unidad del país.
La situación de España no exige ni la “altura de miras” que reclaman quienes creen que pactando y cediendo se soluciona un país que ya no puede ceder más de lo que ha cedido históricamente sin riesgo de morir de raquitismo, ni la situación de España exige tampoco las gafas de lejos que nos estamos diseñando y tanto nos gusta usar a quienes nos consideramos de derechas. Necesitamos urgentemente unas gafas de cerca. Ni altura de miras místico-levitativas, ni miradas cósmico-universales, ni gafas de media visión, sino gafas de cerca para ver precisamente el peligro que cierne a nuestra Patria. Somos miopes para lo básico y lo básico que se nos quema es la unidad de nuestra nación a costa de ceder hoy más que ayer pero menos que mañana, así hasta quedarnos raquíticos. Esto que digo no responde a ningún centralismo represor, es mero sentido común.
Si las derechas quieren apagar el incendio se necesita unidad y respeto entre las propias derechas. En 1936, las derechas no vacilaron a la hora de ver el verdadero peligro. Carlistas, falangistas, monárquicos, tan distintos como eran, supieron qué era lo básico a defender. Ellos vieron mejor y con mucho más realismo de lo que lo vemos nosotros, cegados por las redes, el hecho clave, que un fundamentalista democrático-socialista no puede ver, el hecho evidente y progresivo de que se nos quema la casa. Quizás a ellos ya les llegaba el olor a quemado de sus iglesias y conventos. Pero, ¿es qué estamos esperando hoy a oler la madera de los altares o de las tallas? ¿Creemos que la quema va a ser igual que entonces? La quema causada por la izquierda se está produciendo de otro modo. Se quema nuestra propia historia, se echa leña al fuego de la leyenda negra, se nos tilda de fachas y de asesinos.
Es una situación insoportable. No se queman iglesias, de momento, sino que, muy al contrario, se utiliza el agua. Desde 1978 se han venido echando cubos de agua a la leve llama que aún hacía que nuestro corazón se elevara ante la sacralidad de una iglesia, reservando al fuego el privilegio de alimentar el odio a nuestro propio pasado y a nuestra propia historia. De forma laica o a lo sumo luterana se viene reduciendo lo sagrado a algo meramente interior, privado. Ese es el laicismo progresista de Zapatero, de Sánchez. El sagrario ha sido sustituido por el televisor, donde La Sexta es la Capilla Sixtina y el fútbol el eterno y diario Domingo de Resurrección. Todos estamos presos de unas redes mucho más poderosas y anquilosantes que aquellas de las que hablaba el cristianismo al querer hacer pescadores de hombres. Las redes que ponen cerco no sólo a la razón, sino también –y esto se olvida- a una fructífera pasión. Un levantamiento violento se hace hoy tan imposible como detestable e indeseable, pero tenemos nuestros brazos para alzarlos en manifestaciones y decir ¡basta!, tenemos nuestras manos para depositar en las urnas nuestro ¡basta! Y tenemos nuestra pasión y nuestra razón para convencer a los contrarios, -incluso a los sediciosos- de la necesaria unidad de nuestra patria. Las derechas han filosofado tan bien como los izquierdistas frankfurtianos lo hicieron en su momento, pero aquellos, no vacilaron en actuar, movieron masas, salieron a la calle, mientras que nosotros, de momento nos quedamos meditando en las redes, engañándonos al decir que en ellas está “la auténtica realidad”. Sí, la izquierda, en su multiculturalismo y en su mundo utópico, hace gala de un mayor realismo que las derechas. Los dirigentes y la militancia en bloque de TúPatria en Málaga tal vez nos hayan marcado el camino.
Reeditar un gobierno sociocomunista como el de Sanchez seria un grave error para los andaluces que no pueden olvidar que estas eleccciones se han adelantado por el pasto firmado entre vox y PSOE par desalaojar a Juanma moreno del gobierno de Andalucia