La Galicia exuberante de Sarmiento
Martin Sarmiento no era solo un fraile paseante. Aunque algunas biografías lo identifiquen como dominico, era benedictino. No es lo mismo. No digo que mejor o peor, digo que no es lo mismo. Sobrevivió al siglo XVIII, fue un digno representante de la Ilustración, erudito en no pocas materias y, particularmente, buen lingüista, buen analista de la lengua gallega.
Cuando regresó fugazmente a Galicia en torno a 1750, después de varios trabajos que comprendieron la construcción de bibliotecas y la creación del Real Jardín Botánico de Madrid, echó a caminar hacia Santiago desde Pontevedra virando a la izquierda, buscando el sabor salado de las Rías Bajas. Sarmiento pensó que el tiempo de aquella, no era tan exigente como para dirigirse desde la ciudad hasta Padrón sin más, y que valía la pena perderse por la ría de Pontevedra y seguir por la de Arousa, de soltera Arosa. Salvando el alto de Poio, que tiene su qué, se desciende hasta los hórreos en la mar, hasta Combarro, ese sol de invierno claveteado entre cruceiros de la sal. Y de arena breve en arena breve se llega hasta Sanxenxo, al que todos llamaban Sangenjo hace cuatro días, que sabe a verano y vacaciones, y a regata y a todo lo que sabemos. Y a partir de ahí me gustaría estar en los ojos de Sarmiento para atisbar lo mismo que él vio cuando saltó de playa en playa y se topó con el románico de Nuestra Señora de la Lanzada, a la misma orilla de la misma mar, encabezando la playa, quizá, más popular de Galicia, con permiso de Samil y Langosteira y alguna que otra más.
Al poco, la península de El Grove, que en realidad tiene moral de isla, incluida la muy balnearia de la Toja, península que hay que rodear sin prisa y con vino, y con el consejo de D’Berto y su mano lenta en la cocina –que en realidad es de su hermana–, para encauzar el paso hacia el asombro natural de Cambados, poco más allá de unos kilómetros de amanecida casi flamígera. Cambados es el albariño y Fefiñanes, la plaza con vocación de capital, las playas finas y la concha aún más fina. La piedra de Galicia. La que te lleva hasta las isla de Arousa-Arosa, cuyo perímetro se bordea por un camino inverosímilmente hermoso y tranquilo que te permite, entre otras cosas, divisar desde su faro la vertiente vecina de Ribeira y Caramiñal. Sarmiento siguió hasta la Vilanova de Valle-Inclán y del gran Julio Camba, que aún no habían nacido pero seguro que apuntaban maneras, y, antes de abandonar el curso de la ría, se llegó a mariscar a Carril, hija de Villagarcía, donde se parcela el mar y se cría el lamelibranquio. Catoira, Padrón y después Santiago. Véngase con nosotros.
Falta potenciar esta ruta mediante una mejor señalización para el caminante, pero es un regalo de aquel monje para quienes quieran olvidar la cumbre de la OTAN y los dos dígitos de inflación. Y a quienes gestionan ambas cosas. Galicia Calidade.