Laicismo de copa y puro
En los inicios del 2000 las raíces poderosas del laicismo ya estaban haciendo de las suyas. Tal ideología de la que hoy impera en el arco parlamentario español y en muchos gobiernos autónomos de ambos bandos supremacistas se recreaban en regarnos al ámbito social con la difusión ideológica hacia la restricción de la libertad religiosa y promover un desprecio o ignorancia de lo religioso, relegando la fe a la esfera de lo privado y oponiéndose a su expresión pública. Hoy, aún más, sigue la hoja de ruta de esta disparatada argumentación observando la noción de laicidad en los textos legislativos e incluso, según mis fuentes, hasta en los de la jurisprudencia. La arcaica visión del laicismo como mecanismo de defensa frente a las religiones campa a sus anchas. Visto está que a estas horas hemos de acusar a tal barbarie donde el depredador laicismo se establece de lleno como una ideología que “impone lo que se debe pensar y decir”. Hasta ese momento, lo que antes podría aparecer como garantía de una libertad común, se ha ido transformando en una ideología de dogmatismo puro y duro, poniendo así en peligro la propia libertad religiosa.
Criticamos que el Estado rechace legítimamente cualquier intento de convertirse en el brazo secular de tal o cual Iglesia; lo que se rechaza es que el Estado olvide el “humus histórico” al que se debe su propia existencia, que se olvide del patrimonio de verdades que no están sometidas al consenso, sino que precede al Estado y lo hace posible. Se dice que Europa está amenazada por una ola de intolerancia: la ideocracia laicista, siendo la perversión de la auténtica laicidad, deseando sustituir las convicciones sociales por la ideología oficial y, sin olvidarnos que la belleza de la laicidad es que garantiza un espacio de neutralidad en el que germina el principio de libertad de conciencia y de libertad religiosa. Si deja de ser “neutral” y trata de imponer una “filosofía” por un camino legislativo, entonces no es lo que parece decir.
El tejido social ya comenzaría a debilitarse ante las arremetidas de lo “políticamente correcto” y entre las personas religiosas ha aparecido el “antimercantilismo moral, es decir, una especie de moral, por parte de la Iglesias y adeptos, a entrar en el juego de la libre concurrencia de las ideas y de los valores morales, que normalmente se decide más allá de los refugios de la decencia moral. Un miedo que esconde una desesperanza a la fuerza atractiva de los valores, de lo que cada uno tenemos por bueno. Al convertirse en una premisa del Estado, o mejor, del aparato ideológico que lo sustenta, la idea de que sólo es presentable en la sociedad una religiosidad light, dispuesta a transigir en sus creencias, los que procuramos mantener convicciones religiosas profundas, de cierto calado, somos marcados como intolerantes, con el estigma de un latente peligro social. Ya Tocqueville llamaba a esto “la enfermedad del absentismo”, donde la persona se repliega por sí mismo encerrándonos en nuestras torres de marfil, indiferente a las ambiciones, incertidumbres y perplejidades de nuestros contemporáneos, mientras que el mundo sigue su camino.
Quizás haya que poner atención a lo que nos decía Charles Taylor como una de las tres formas de malestar de la cultura contemporánea, donde el despotismo blando en un momento y, enérgico ahora, convierte a parte de los ciudadanos, en un tipo de individuos encerrados en sus propios fueros; con lo cual el propio Estado pierde el concurso de un estrato de población, empobreciéndose en su propia entidad. Aquellos ciudadanos “religiosos” que podrían aportar muchas cosas al cauce circulatorio de la sociedad quedan marginados completamente.
Así pues, el laicismo negativo que estamos observando hoy, quisiera volver a meter a Jonás en el oscuro vientre de la ballena, relegando así los sentimientos religiosos al plano privado, vetando su presencia en la esfera pública, pero son cortos de miras cuando algunos piensan que la laicidad de los Estados es, como tendría que ser, la expresión de una auténtica libertad, favoreciendo el diálogo y, por tanto, la cooperación transparente y regular entre la sociedad civil y religiosa, al servicio del bien común, contribuyendo en la edificación de la comunidad internacional sobre la participación y no sobre la exclusión o el mismo desprecio.
El laicismo viene ya desde Nietzsche, con aquel personaje llamado Zaratustra gritando a los cuatro vientos “Dios ha muerto”. Pienso que Carl Jung dio muchas de las claves al abordar el problema religioso del hombre moderno desde un punto de vista de cambio de civilización: estamos transicionando de la era o Aion Piscis al de Acuario. No veo que volvamos hacia atrás, pero a medida que avancemos hacia adelante se hará mas patente el vacío espiritual del hombre moderno y los problemas consiguientes para llenar dicho vacío.
El laicismo es la religión de los ateos militantes, y como tales, practicantes activos de un proselitismo muy grosero que pretenden que, de grado o por fuerza ( por la razón de la fuerza intimidatoria, claro,) se imponga socialmente.