El Mundial de Catar o cómo volver a matar el fútbol
Luis Gonzalo Segura.- Era tan niño cuando ‘Naranjito’ aparecía en televisión que el balón del Mundial de España 1982 era casi más grande que yo. Y era tan niño cuando Maradona dejaba ingleses por los suelos cual ‘barrilete cósmico’ hasta batir a Peter Shilton en el Mundial de México 1986, que todavía soñaba con pegarle patadas en el césped del parque al desgastado ‘Tango’ o el flamante ‘Azteca’ —los balones de ambos mundiales—. Todavía no sabía que el Mundial de 1982 se lo concedieron a Franco para blanquear su cruel dictadura —lo que jamás nadie me diría de forma explícita. Lo olvidaron, se olvidaron—.
Reconozco que añoro cuando los futbolistas eran chapas que golpeaban garbanzos, sobre todo cuando hace solo unos días comenzó el Mundial de Catar con un partido inaugural en el que, a mitad del encuentro, el estadio había quedado casi desierto ante el pobre juego desplegado por la anfitriona. No sé si un niño puede sentir ilusión ante semejante espectáculo, pero el fútbol está consiguiendo que los mayores queramos volver a ser niños, para no saber, y, a la vez, dejemos de ser niños para siempre.
Años después de las patadas al Tango, al Azteca o al Etrusco de Italia 1990 supe, aunque no sabría decir cómo, que el Mundial de Argentina 1978 se celebró a escasos metros de crueles torturas y atrocidades. Que desde sótanos infames en los que aquellos que entraban creían, con gran razón, que no volverían a salir vivos, se podían escuchar los goles y los festejos del Mundial. Imagínense en uno de esos sótanos siendo aporreado, electrocutado, ahogado, violado, humillado o ahogado hasta la muerte —para gusto y beneficio de Estados Unidos— mientras miles de aficionados en directo y millones en el mundo entero padecían por el destino de un esférico de poco más de cuatrocientos gramos. Imagínense a esos disidentes, a esos rojos de mierda, escuchar retales de las crónicas de los partidos celebrados durante sus salvajes torturas o pensar en sus parejas, hijos, familiares o amigos mientras los electrodos les sacaban la penúltima confesión.
“Catar 2022 será el mundial de la infamia para muchos niños y adolescentes y, también, será una instantánea para no olvidar lo que son la FIFA, la UEFA, Occidente y esos héroes que visten uniformes nacionales”.
Desde antes de dejar de ser niño supe que la FIFA y la UEFA eran instituciones corruptas, despiadadas y salvajes —era imposible no intuirlo— y más tarde descubrí que ni la una ni la otra distaban mucho ni de Occidente ni de la España en la que vivía ni de la Europa a la que se supone que pertenecía. Para no olvidarlo, tomé como referencia ‘Argentina 1978’. Pero como el niño que uno lleva dentro se resiste a morir, durante mucho tiempo pensé que Argentina sería el mundial de la infamia, el último mundial de la infamia, como pensé que Johan Cruyff no acudió al evento como forma de protesta, censura y reprobación. Qué equivocado estaba.
Y aquí estamos de nuevo viviendo una ignominia, una vergüenza que terminará con la ilusión de nuestros hijos. Porque ‘Catar 2022’ será el mundial de la infamia para muchos niños y adolescentes y, también, será una instantánea para no olvidar lo que son la FIFA, la UEFA, Occidente y esos héroes que visten uniformes nacionales.
Futbolistas que van a jugar sobre una gran fosa común de 6.500 trabajadores esclavos que, además, cuenta con cientos de miles de trabajadores que han sufrido abusos laborales de distinta entidad: solo en el año 2020, según la OIT (Organización Internacional del Trabajo), 37.500 trabajadores sufrieron lesiones leves. Hombres que fueron niños y jugaron con balones. Padres que tienen niños que juegan con balones. Esclavos sometidos a crueles y medievales condiciones laborales mientras Cristiano Ronaldo o Messi aspiran a conseguir, por fin, esa copa del mundo que tanto añoran.
Es cierto que la FIFA obtendrá, según se estima, unos 5.745 millones de dólares —casi un millón de dólares de beneficio por cada muerto—; que los países pueden conseguir que un buen resultado deportivo sirva para que nefastas gestiones queden enterradas; que las federaciones nacionales pueden obtener cuantiosos beneficios y mejorar el palmarés; o que los futbolistas pueden obtener contratos millonarios, mejoras deportivas o logros deportivos gracias a eventos como este. Pero más del doble de las víctimas del atentado terrorista del 11 de septiembre merecían algo más que los intereses particulares.
Creo que los cientos de miles de migrantes indios, nepalíes, bangladesíes, paquistaníes o esrilanqueses que tan solo ganan 275 euros mensuales, pero tienen que pagar comisiones de contratación de hasta 4.500 dólares, y son tratados como esclavos merecían algo más que reconstruir crónicas de un partido de fútbol en una de esas literas de un sótano oscuro de cuatro metros cuadrados, que bien podría pasar por una prisión en los tiempos del ignominioso Videla. Incluso creo que merecen mucho más que los 440 millones de dólares que pide Amnistía Internacional como compensación para ellos —y que la FIFA se niega a otorgar, aun cuando supone menos de un 10 % de los beneficios
“Los niños que cada día pelotean merecen algo más de esos jugadores que consideran héroes, de esos medios que se autoproclaman honestos, de esas organizaciones que esgrimen defender el fútbol y de esos países que dicen que son los representantes de la democracia y los derechos humanos”.
Creo que las mujeres, como el caso de la mexicana Paola Schietekat —que pudo escapar del país y del castigo—, que son condenadas a varios años de prisión y a recibir cientos de latigazos por denunciar abusos o agresiones sexuales, merecían algo más que ser intercambiadas como mercancía barata por Nikolas Sarkozy y Michel Platini a cambio de reflotar el París Saint-Germain en lo que se llamó el Qatargate*.
Creo que los miembros del colectivo LGTBI+, que pueden ser condenados hasta siete años de prisión o pueden sufrir salvajes violaciones en esas prisiones cataríe, merecen algo más que un brazalete arcoíris —que ni siquiera han sido capaces de portar los futbolistas que lo propusieron, Manuel Neur y Harry Kane, por miedo a una tarjeta amarilla—.
Y creo que los niños que cada día pelotean en los campos, parques o plazas merecen algo más de esos jugadores que consideran héroes**, de esos medios de comunicación que se autoproclaman honestos, de esas organizaciones que esgrimen defender el fútbol y de esos países que dicen que son los representantes de la democracia y los derechos humanos. Creo que merecen que los futbolistas se nieguen a jugar, los medios dejen de informar, las organizaciones expulsen a sus directivos y los países que afirman ser demócratas y defender los derechos humanos boicoteen y presionen un evento tan denigrante y macabro como el que se está celebrando.
Aunque solo sea para que el fútbol nunca más sirva para beneficiar a dictadores, torturadores, criminales, asesinos, maltratadores o genocidas, sino para ilusionar a las víctimas que padecen sus atrocidades. Aunque solo sea para que no haya niños que descubran un día que futbolistas, federaciones, equipos, medios, periodistas, políticos y dirigentes blanquearon una cruel dictadura que trataba a los trabajadores como esclavos, azotaba a mujeres que denunciaban acoso o agresión sexual o encerraba en oscuras prisiones a homosexuales solo por serlo. Aunque sea por los niños. Por los niños que son, por los niños que fuimos.