Joseph Ratzinger: Pueblo y casa de Dios en la doctrina de san Agustín sobre la Iglesia (I)
Traducción de Antonio Murcia Santos.- Prólogo
Un trabajo sobre la idea de Iglesia en Agustín es una osadía. Esto lo sé ahora todavía mejor que cuando presenté este trabajo a la Facultad de Teología de la Universidad de Múnich, en el verano de 1951, momento en que coincidía que el tema de esta investigación había sido el propuesto para concurso de aquel año académico 1950/51. Lo sé mejor que entonces porque ahora soy más consciente de con cuánta dedicación, en todos los países, inteligencias grandes y menores se esfuerzan en torno a la imponente figura de Agustín, de modo que el principiante debe ver realmente mermada su esperanza de poder decir algo nuevo todavía. A pesar de ello, cuando yo presento el trabajo, lo hago, sin embargo, con el convencimiento de haberlo conseguido. Las nuevas respuestas que este libro puede dar tienen que ver, claro, muy estrechamente con la nueva pregunta que ha planteado.
En general, los progresos en la investigación sistemática e histórica se condicionan mutuamente; pues si la misión del historiador consiste, dejando a un lado presupuestos sistemáticos, en investigar exclusivamente la realidad histórica, con independencia de cómo se comporte ésta en relación con la opinión del propio investigador, sin embargo, éste sólo puede encontrar respuesta allí donde él ha preguntado primero. Mas preguntar sólo puede hacerlo partiendo de sus conocimientos sistemáticos previos. La respuesta que encuentre puede entonces ampliar el campo de visión, a partir del cual la sistemática puede ofrecer terreno para una renovada penetración más profunda en el objeto de la investigación histórica. De este modo la sistemática se convierte en una nueva frontera del trabajo histórico, y éste, a su vez, está llamado a ampliar la frontera de la sistemática.
Ahora bien, debemos reconocer que el planteamiento con el cual fue tratado el problema de la Iglesia en Agustín desde, por poner un término, los estudios agustinianos de Reuter, ha sido ya agotado en lo esencial por la obra fundamental de Hofmann. Pero esto no quiere decir, después de lo dicho, que también la idea agustiniana de Iglesia esté agotada.
En el tema propuesto por el profesor Söhngen, «Pueblo y casa de Dios en la doctrina sobre la Iglesia», se esconde, junto a una nueva experiencia sistemática, una pregunta nueva, que abre también la posibilidad de una nueva respuesta. Por eso tengo que estarle ya agradecido al profesor Söhngen, en primer lugar, por la pregunta sin la cual no se hubiera dado la respuesta que es este libro. Si se mira con más detenimiento, se verá enseguida que el concepto de pueblo de Dios es el concepto central, a partir del cual debía desplegarse el tema. Éste se repartía, a su vez, en una serie de problemas parciales, en correspondencia con los distintos puntos de arranque de cada uno de ellos, de los cuales los más importantes son: el problema del Antiguo Testamento —precisamente entonces tan acaloradamente discutido en el occidente latino—, el de la relación entre derecho y sacramento, y finalmente, el problema que representaba para los pensadores cristianos el Estado pagano y el paganismo como tal. Los tres problemas presentan un entramado peculiar entre sí, que desentrañarlo supondría anticipar lo que diremos en el libro.
La última cuestión mencionada trajo consigo a la vez la incorporación de la problemática histórico religiosa. Partiendo de ésta quedaba clara la línea de conexión con las preocupaciones filosóficas de Agustín en su primera época, las cuales, enriquecidas con su experiencia de la vida de la Iglesia africana, alcanzarían nuevo significado en la confrontación con la teología pagana. Desde aquí se entiende el esquema de mi trabajo. En la primera parte trata el doble apriori en el concepto de Iglesia agustiniano: su propia filosofía y la teología africana. En la segunda, se desarrolla el concepto de Iglesia propiamente, y no sólo en su aspecto dogmático, en lucha contra el donatismo, sino igualmente también desde la perspectiva apologética, en lucha contra el paganismo. La teología antipelagiana puede quedar fuera, pues ha tenido un espacio tan amplio en los trabajos dedicados al concepto de Iglesia en Agustín, debido en primer lugar a una tendencia de Reuter, que mientras tanto ya ha sido corregida por Hofmann. Evidentemente, nuestro esquema no está concebido de forma propiamente cronológica; aunque es cierto que viene a coincidir ampliamente en lo cronológico, en la medida en que su distribución objetiva no está basada en un sistema previo, sino en el objeto histórico.
Por lo que se refiere ahora a la metodología, lo más importante y decisivo para mí fue siempre el manejo de las fuentes. Todo el trabajo ha sido diseñado exclusivamente a partir de ellas. De este modo seguro que llamará poderosamente la atención que cite constantemente (con excepción de Optato) siguiendo el Migne. La primera razón está en las bibliotecas que tenía a mi alcance en el momento de elaborar el trabajo. Pero creo que todavía ahora puede justificarse científicamente, y esto por dos razones:
No se trata en este caso de investigaciones de crítica textual o de tipo filológico, sino de un análisis de contenido, que puede prescindir de las sutilezas concretas de la crítica textual, al menos en la medida en que el texto del Migne representa una base lo suficientemente fiable.
Al menos el texto maurino, en el que Migne ofrece las obras de san Agustín, no está todavía hoy en muchas partes superado. Cf. a este respecto las magníficas explicaciones de J. de Ghellinck, Patristique et Moyen Age III, Bruselas-París 1948, pp. 461-484, especialmente pp. 481 y 483s. En la p. 481 se dice: «En somme, le progrès philologique ne donne pas à l’édition viennoise de Saint Augustin l’incontestable supériorité». Además de esto, he comparado para Tertuliano la edición de Oehler, para Cipriano la de Hartel en el CSEL y para Agustín los volúmenes publicados de CSEL. Mientras tanto, en lo referente a las mejores ediciones en cada caso, ha proporcionado Eligius Dekkers una estupenda panorámica en su Clavis patrum latinorum (Brujas 1951).
Si de esta forma las fuentes estaban en primer plano, por otra parte yo era también consciente de que un trabajo valioso sobre Agustín sólo puede elaborarse en constante relación y confrontación con los trabajos de los numerosos investigadores que se han ocupado de Agustín y se siguen ocupando todavía. Cierto que en este punto debo confesar con F. van der Meer (Augustinus der Seelsorger, p. 21): «No he leído ni de lejos todo lo que se ha publicado sobre este tema; ello supondría beberse el océano». Con todo, he intentado hacerme una idea de las direcciones principales mediante sus obras clave, teniendo en cuenta sobre todo las obras posteriores a Hofmann y aquella parte de la bibliografía anterior a éste que él tuvo menos en cuenta. Lo claramente superado, lo dejé al margen. Apenas necesito explicar que me considero especialmente en deuda con el trabajo de Hofmann. La bibliografía aparecida con posterioridad a la terminación del trabajo, es decir, después de abril de 1951, o aquella de la que he tenido conocimiento, la he resumido en un anexo al índice bibliográfico, e integrado en las notas a pie de página, en lo posible. Naturalmente que se trata sólo de una selección. Bibliografías completas las ofrece la magnífica revista L’anné augustinienne, publicada trimestralmente por los Études Augustiniennes de Lormoy. Lamentablemente, algunas de sus colaboraciones que se refieren al tema de este trabajo no he podido tenerlas en cuenta. Una mención especial merece el brillante libro de W. Kamlah sobre Christentum und Geschichtlichkeit. Aunque nuestra forma de hablar sea totalmente diferente, sin embargo en lo que atañe al contenido coincido ampliamente con él. En un artículo que aparecerá en las comunicaciones del Congrès International Augustinien (París, 1954), me ocupo de desarrollar mi confrontación con él acerca de las líneas fundamentales de la interpretación sobre la Civitas Dei.
Si las indicaciones bibliográficas tienen el cometido de poner de manifiesto el campo de influencia intelectual en el que se ha situado el autor al concebir su obra, entonces tendrán necesariamente que tener siempre lagunas, pues más que lo que leemos, lo que influye en nosotros es el conjunto de lo que consideramos evidente de las relaciones humanas en las que estamos vitalmente insertos. Por eso no quiero dejar de señalar, al menos, que más que toda la bibliografía lo que para mí ha resultado más significativo es lo que he asimilado como alumno en las clases de la Facultad de Teología de Múnich. Sin excluir ninguna materia, sin embargo, quiero mencionar con especial gratitud las clases del profesor Söhngen, especialmente las de Revelación, Teoría de la Ciencia Teológica y Filosofía de la Religión, así como las de Dogmática del profesor Schmaus. Este trabajo sería impensable sin el apriori sistemático que fue desarrollándose en mí a lo largo de dichas clases. A mi hermano, el sacerdote Georg Ratzinger, le agradezco determinadas ideas a las que he llegado en συμϕιλοσοϕϵῒν con él. Mi hermana María merece un cordial agradecimiento por la laboriosa confección del manuscrito, realizada en su escaso tiempo libre. Agradezco al estudiante de teología Hermann Theißing la lectura de las pruebas.
El trabajo obtuvo el premio de la Facultad de Teología de Múnich en el verano de 1951 y fue igualmente aceptado como tesis doctoral; el que ahora pueda también ser publicado se lo agradezco sobre todo al editor de la Sección Sistemática de los Münchener theologische Studien, el prelado y profesor Dr. Pascher. Sin su generosidad en el plano económico y sin su ayuda constante y eficaz, este trabajo no hubiera podido publicarse todavía. Se lo agradezco muy cordialmente.
El trabajo se mantiene casi completamente inalterado en comparación con su primera redacción. Lo único que ha sido parcialmente elaborado de nuevo son las indicaciones terminológicas preliminares del capítulo 9 —lamentablemente también, en condiciones de tiempo muy limitadas—. Pero por lo demás, por diversas razones, me he limitado a pequeñas añadiduras y correcciones. Esto quiere decir, naturalmente, que en más de un aspecto el trabajo ha quedado incompleto, pues debía concluirlo dentro del plazo fijado. Le han quedado algunos fallos sin eliminar. Bastante de lo que aparece en las notas debería ir en el texto principal, y no ha sido posible evitar, sobre todo en las notas de la parte final, algunos encabalgamientos y repeticiones. A pesar de ello, espero que el trabajo responda al sentido de la motivación por la cual fue escrito: ser un servicio a la verdad única, a la que tan ardientemente estuvo unida la vida de Agustín.
Los primeros trabajos previos para este libro se remontan hasta finales de los años cuarenta. Yo era entonces estudiante en la Facultad de Teología de la Universidad de Múnich. Todavía se dejaban sentir los movimientos intelectuales y los debates teológicos del período de entreguerras, que paulatinamente iban tomando un nuevo perfil. En una época teológicamente tan movida como la de entreguerras había sido descubierto de nuevo el concepto de Iglesia como cuerpo de Cristo y la juventud lo había acogido con entusiasmo. En él se veía la superación de una comprensión de la Iglesia jurídica e institucional, que gustosamente se resumía con el concepto de «jerarcología». La expresión «cuerpo de Cristo» sacaba a la Iglesia de todo lo meramente jurídico y externo y la llevaba al ámbito del misterio, con Cristo como punto central. La encíclica Mystici Corporis Christi, que publicó el papa Pío XII en 1943, recogía esta evolución y se convirtió así en la confirmación magisterial de la nueva forma de entender la Iglesia, que se había ido configurando en las dos fructíferas décadas precedentes. En el momento en que apareció el escrito papal, es cierto que el entusiasmo por esta visión cristológico mística de la Iglesia ya había superado su cima; se insinuaban ya nuevos avances.
A finales de los años treinta se habían levantado en Alemania voces potentes frente a una sobrevaloración de la idea de cuerpo de Cristo. El gran teólogo jesuita Erich Przywara critica con diversas razones la imagen de la Iglesia así resultante. Más consecuencias tuvo la crítica del dominico de Walberberg M. D. Koster. En su pequeño libro Eclesiología en devenir1, que acaparó la atención, plantea la tesis de que la expresión «el cuerpo de Cristo», que somos nosotros, no pertenece propiamente a la eclesiología, sino a la doctrina de la gracia. Esta expresión designa la íntima pertenencia a Cristo de las almas, pero no la realidad comunitaria concreta y estructurada de la Iglesia. Además de esto, «cuerpo de Cristo» sería una metáfora, una mera imagen; mientras que la misión de la teología sería la de reflexionar sobre las imágenes y trasladarlas a conceptos. Koster enseña a sus lectores que ese concepto, sin embargo, es «pueblo de Dios». Por lo demás, «pueblo de Dios» sería también la expresión que la Biblia en su totalidad nos ofrece para designar la Iglesia, mientras que «cuerpo de Cristo» sería material propio de Pablo, una metáfora creada por éste. Yendo más allá, Koster alude también a la liturgia, en cuyos textos la expresión «cuerpo de Cristo» aparece en muy pocos lugares referida a la comunión de los creyentes, mientras que «pueblo de Dios» es la denominación propia constantemente empleada para representar a la Iglesia en la liturgia.
Ciertamente la bibliografía sobre la Iglesia que se había configurado en la época de entreguerras tenía otro fundamento histórico, que Koster no mencionaba: la teología patrística, en la cual la imagen paulina sí tiene un significado central. Las grandes obras de E. Mersch2 y S. Tromp3 habían desarrollado generosamente esta parte de la teología de los santos Padres. En esa situación de controversia así surgida, me propuso mi maestro muniqués, el teólogo fundamental G. Söhngen, la tarea de estudiar el concepto pueblo de Dios en Agustín, para ver sencillamente si habría sucedido que un enfoque parcial fuese la causa de la centralidad de la idea de cuerpo de Cristo. Le había llevado a esta reflexión un texto que se convirtió en relevante para él, encontrado en el Catechismus Romanus, el catecismo del concilio de Trento. En éste, al plantear la cuestión de la Iglesia, se cita, en conformidad con el sentido de lo enseñado, un texto de Agustín, según el cual la Iglesia es «el pueblo de los creyentes, extendido por la tierra»4. En el contexto de la argumentación de Koster, esta frase debería precisamente exigir nuevos estudios. Si aquellos grandes conocedores de los santos Padres que habían elaborado el catecismo del siglo XVI al hablar de la Iglesia no tomaban de Agustín el concepto de cuerpo de Cristo, sino el de pueblo de Dios, ¿no sería porque éste habría sido el concepto-guía en la eclesiología del gran doctor de la Iglesia occidental, en contra de la tesis sostenida hasta ahora? Esta pregunta era a la yo debía dedicarme e intentar investigar el pensamiento de los santos Padres sobre la Iglesia, ejemplarizado en Agustín, y conseguir en lo posible nuevas respuestas, partiendo de un nuevo planteamiento. Söhngen añadió como tarea complementaria la investigación de la expresión «casa de Dios», que, según pensaba él, podía tener un papel de mediación y complemento, pues en el lenguaje de los antiguos «casa» significa la familia (la tribu) y, en esa medida, remite a la forma arcaica elemental del concepto de pueblo: la gran familia, el clan. Allí donde la Iglesia es designada como casa, estaremos probablemente ante una forma temprana del concepto de pueblo de Dios, que permitirá posteriores desarrollos en diferentes direcciones. Éste era el pensamiento en que se basaba la ampliación temática propuesta. Más allá del significado de familia, con la expresión «casa de Dios» se nos pone también delante el santuario, el templo, y con él el aspecto cultual de la Iglesia, en el cual puede que se dé a la vez una espiritualización del concepto de culto: para el creyente en Cristo, el templo propiamente dicho es la comunión de los hombres llamados por Dios. Con la idea del sacrificio, perteneciente a la idea de templo, se asocia también la del habitar divino; de este modo, de la investigación de este concepto podían esperarse también puntos de apoyo para una teología de la liturgia.
Pero el acento principal de la tarea que se me había propuesto recaía, con total claridad, sobre pueblo de Dios como nueva clave hermenéutica para la clarificación de lo que es la Iglesia según los santos Padres. La expectativa tácita de mi maestro, al que el libro de Koster había hecho una gran impresión, era que se pudiese revalidar el punto de partida del dominico y plantear así que había que revisar la exégesis de los santos Padres practicada hasta ahora en materia de eclesiología. Yo fui a los textos con este planteamiento, pero a la misma vez con la disposición imprescindible de dejarme guiar sólo por ellos, adondequiera que me indicasen. De hecho, las ideas de Koster no se corroboraron. Resultó que Agustín (como en absoluto todos los santos Padres) se mantiene completamente en la línea del Nuevo Testamento, apareciendo en él la expresión «pueblo de Dios» mayormente en citas del Antiguo Testamento y designando casi exclusivamente al pueblo de Israel, por lo tanto, la Iglesia del Antiguo Testamento (si se quiere decir así). Frente a él, la nueva comunión, convocada por Cristo, se llama Ecclesia, es decir asamblea, incluyendo un doble aspecto, escatológico y cultual: en el tiempo final, Dios congrega a los elegidos de todas partes en una nueva comunión; el Sinaí, el lugar del encuentro con Dios de Israel, es la imagen primordial de esa asamblea congregada, en la que Dios habla y hace a los hombres su pueblo, por medio de la alianza. Para nuestro planteamiento, esto significa que «pueblo de Dios» no designa directamente a la Iglesia de Jesucristo, sino al pueblo de Israel, la primera fase de la historia de la salvación. Será como resultado de una transposición cristológica o mediante una interpretación pneumatológica —que también podemos decir— como pase a referirse a la Iglesia.
En este punto estamos ante el núcleo central de la exégesis patrística, que como tal permanece fiel al punto de partida del Nuevo Testamento: el Antiguo Testamento es también la Escritura de la Iglesia, el Nuevo Testamento proporciona sólo, por así decir, la clave para su lectura, al hablarnos de Cristo, de la Encarnación y del misterio de la Pascua. Los hechos y las palabras del Antiguo Testamento han de ser leídos a la luz de este acontecimiento y elevados así a otro plano: el pueblo de Dios se convierte en la Iglesia cuando es nuevamente congregado por Cristo y por el Espíritu Santo. Sólo mediante una lectura cristológica y pneumatológica llega a ser «pueblo de Dios» un concepto de Iglesia, y no en su inmediatez literal. Dicho de forma totalmente práctica: si antes lo que unía a los hombres formando un pueblo era el descender de Abraham y el permanecer en la Ley de Moisés, por tanto, la comunión de sangre y la ordenación de la vida en común establecida por Dios, si era eso lo que constituía el contenido esencial del concepto, ahora es la comunión con Cristo comunicada por el Espíritu Santo la que nos hace «hijos de Abrahán» y nos configura con el estilo de vida divino. Los hombres llegan a ser pueblo de Dios gracias a la comunión con Cristo en el Espíritu Santo. Dicho de forma todavía más práctica: participamos de esta comunión mediante los sacramentos del bautismo y la eucaristía, que nos hacen «uno» con Cristo (Ga 3,28). Yo lo he resumido en la fórmula: la Iglesia es el pueblo de Dios sólo en y por el cuerpo de Cristo. Sin la transposición cristológica y pneumatológica, no es posible el empleo del concepto pueblo de Dios aplicado a la Iglesia partiendo del Nuevo Testamento y de los santos Padres; la cristología tiene su lugar imprescindible en el interior del concepto de Iglesia. En su momento lo dije incluso todavía más aceradamente: mientras la denominación de la Iglesia como pueblo de Dios es una aplicación alegórica (pneumatológica) del Antiguo Testamento a nosotros, cuerpo de Cristo designa la realidad que nos da derecho a la interpretación pneumatológica («alegoría»): la acción de Cristo en nosotros, que nos hace pasar de ser no-pueblo a ser pueblo.
Para mí, el paso fundamental estaba, por tanto, en aprender a comprender la conexión entre Antiguo y Nuevo Testamento, en la que se apoya toda la teología de los santos Padres. Esta teología pende de la exégesis de la Escritura; el núcleo de esa exégesis practicada por los santos Padres es la concordia testamentorum en Cristo, comunicada por el Espíritu Santo. A mí me ayudó decididamente en el camino hacia esta enseñanza la obra Corpus mysticum de De Lubac5. En ella encontré no sólo los fundamentos exegéticos de la teología patrística, sino también su dimensión litúrgica y sacramental, que había sido ampliamente olvidada por la teología del cuerpo de Cristo de entreguerras. Ésta había entendido el término «místico» en el sentido actual del concepto, interpretándolo, por lo tanto, como una contemplación interior de lo divino, como una misteriosísima comunión íntima con Dios, mientras que para los santos Padres su sentido equivale a «sacramental». En consonancia con este sentido, la expresión «cuerpo de Cristo» no tiene en absoluto el carácter de intimidad que entonces se alababa como alejamiento de una eclesiología con impronta jerárquica y que después Koster criticaría como inadecuada para comprender la Iglesia. La expresión se refiere más bien a la Iglesia como realidad comprendida concretamente en la eucaristía, creída a partir de ésta y convertida por medio de ella, a la vez, en plenamente interior y plenamente pública. Dicho brevemente, el resultado al que llegué era que los dos elementos que soportan la visión de la Iglesia en Agustín son su «relecture» cristológica del Antiguo Testamento y la vida sacramental, con su centro en la eucaristía. Yo corregía ahora, no obstante, la eclesiología de entreguerras, pero en un sentido diferente al que hubiera esperado Söhngen, partiendo de Koster y apoyado en la indicación del Catechismus Romanus. Podría mostrarse fácilmente que Agustín coincide con la tradición patrística entera en estos puntos esenciales de su sistema. En cuanto a los detalles particulares, ha concretado y enriquecido esta imagen fundamental de la Iglesia a partir de sus experiencias personales. Pero en lo que se refiere a lo fundamental, no pretendía alumbrar nada nuevo, sino comprender y hacer comprensible lo que la catholica creía y enseñaba. Para él éste es precisamente el distintivo característico del verdadero teólogo, que no crea algo propio o diferente, sino que se coloca al servicio de la fe común, que a él como regula fidei le sirve como forma y medida de su pensamiento, de modo que, conducido por la verdad común, puede dar fruto y aportar algo que permanezca.
La intuición de que la unidad de los testamentos cristológica y pneumatológicamente mediada (que más tarde ha sido erróneamente descartada como «alegoría») es la forma fundamental y común de toda la teología patrística, me proporcionó después también la clave para una de las cuestiones discutidas en la interpretación de Agustín: la pregunta por el significado de la Civitas Dei («ciudadanía divina», y no «ciudad de Dios»). Con esta luz comprendí claramente que la interpretación idealista del concepto desarrollada, por ejemplo, por Heinrich Scholz siguiendo la tradición de Harnack, lleva al error, pues nuestro idealismo moderno era tan ajeno para Agustín como para todos los santos Padres, cuyo «idealismo» platónico era de un tipo completamente diferente. No menos claramente comprendí que estaba desviada toda interpretación teocrática, en el sentido de una politización de la Iglesia y una politización del señorío de Dios sobre el mundo. Esalternativa entre idealismo y política, que hasta entonces marcaba la discusión acerca de la gran obra de Agustín, no era posible superarla mientras no se comprendiese la unidad pneumática de los testamentos, que si bien tiene que ver con espiritualización, ésta no es idealista, pues incluye la encarnación y está enmarcada en una tensión escatológica. Tampoco en este punto, en lo que se refiere a la doctrina de la civitas Dei, Agustín ha creado nada fundamentalmente nuevo. Lo que hace es repetir el núcleo del consenso patrístico. Cierto que los acontecimientos del año 411 —el saqueo de Roma por los godos occidentales con Alarico— dieron a todo el tema una nueva actualidad, que llevó a Agustín a un replanteamiento de esta cuestión, con el cual superó largamente lo expuesto hasta entonces. En los veintidós libros de su obra monumental sobre la ciudadanía divina nos encontramos ante una nueva síntesis de la herencia patrística fundamental con su propia eclesiología, su doctrina de la gracia y su escatología, jugando en ella además un papel el ethos político del cristiano, aunque no esté terminado de perfilar.
En la práctica esto significa que la civitas Dei no equivale a cualquier comunión indeterminada de todo lo honrado, sino a la comunión histórica real, al «pueblo» que Dios concretamente ha reunido en el mundo para sí: la Iglesia. Pero en esto hemos de tener presente que para Agustín la Iglesia, si bien tiene una forma institucional proveniente del sacramento, sin embargo no está completamente descrita con ella. Pertenece a su esencia la tensión entre la letra y el espíritu, ella es letra en vía de espiritualización («cristologización»). Todo lo dicho anteriormente cobra ahora su importancia, porque la Iglesia siempre únicamente es ciudadanía divina mediante la superación pneumática por encima de todo «ser pueblo» empírico. Por eso no puede nunca ella misma convertirse en algo así como un Estado. Como comunión radicada en el sacramento es concreta, pero su concreción no es la de lo empírico, sino precisamente la de lo sacramental, que en cuanto signo de la alianza es siempre más que mera facticidad, que mero objeto. Como sacramento, la Iglesia no existe nunca sin forma institucional, pero tampoco se agota nunca en la estructura jurídica constatable. Para comprender la esencia de la concepción agustiniana de la civitas Dei, hay que entender la diferencia entre idealista y pneumatológico, entre sacramental y empírico. Sólo entonces se acerca uno al tipo de realidad especial que aquí queremos describir. Pero esto parece estar casi cerrado por completo para la intelectualidad de los siglos XIX y XX, que sólo puede o quiere manifiestamente pensar en categorías idealistas o empíricas. Pero así resulta la alternativa anteriormente descrita (idealista o político), que conduce al absurdo. Donde mejor se ve hasta qué punto el pensamiento actual está alejado de las categorías fundamentales de la patrística es en la exégesis, en la cual la contraposición entre idealista y empírico se convierte en la contraposición entre alegoría e interpretación «histórica», declarando lo alegórico un absurdo a superar y quedando lo «histórico» como lo único correcto y válido. En realidad, lo «histórico», entendido en un sentido tan menguado, no puede acoger ni de lejos la verdadera riqueza de la historia. En mi trabajo intenté determinar —consciente de hacerlo a tientas y de modo insuficiente— el verdadero nivel del pensamiento patrístico e interpretar la civitas Dei a partir de él. No me extraña que mi interpretación fuera malentendida casi por completo6, dada la incapacidad, todavía dominante, de tomar en serio las categorías a las que acabo de referirme. Me atrevo a esperar que la nueva comprensión, que crece despacio, de los fundamentos espirituales y la figura metodológica de la exégesis patrística a la que han abierto la puerta H. de Lubac y J. Daniélou vayan paulatinamente beneficiando también a la interpretación de la ciudadanía divina en Agustín.
Dado que sigo considerando válidos los resultados esenciales de mi primer trabajo, que acabo de indicar brevemente, he dado mi conformidad para una nueva edición pasados casi cuarenta años, como también aprobé una traducción al italiano en 1978.
Naturalmente que, a la vista de la inmensa cantidad de nueva bibliografía aparecida desde entonces, habría que revisar sistemáticamente el libro e intentar en esa revisión explicar y fundamentar mejor las categorías que se manejan. Lamentablemente, la carga de mi tarea no me deja espacio para este fin. Soy ciertamente muy consciente de los límites de este libro. Lo había redactado, siendo todavía estudiante, en los años 1950/51; la versión impresa de 1954 sólo tiene algunas correcciones y añadidos de poco relieve. Dado que el manuscrito se presentó para el premio académico de la Universidad Ludwig-Maximilian de Múnich, el tiempo para su confección fue extremadamente breve. Además de esto, las bibliotecas se encontraban en esa época inmediatamente después de la guerra todavía con muchas lagunas, y la bibliografía extranjera resultaba en Alemania prácticamente inaccesible. Si he consentido que la obra aparezca reimpresa de nuevo ahora sin modificar su primera versión, por los motivos ya indicados, sólo puedo pedir al lector que sea comprensivo con las limitaciones descritas y la considere como un documento que en la continuación de un diálogo con Agustín ha ganado su significado y ha puesto de manifiesto algunos conocimientos que nos permiten conocer mejor a los santos Padres y también nuestros propios problemas teológicos. Por lo que respecta a su relación con el debate teológico actual, el libro ha ganado, a mi parecer, una actualidad inesperada, precisamente en la disputa posconciliar acerca de la Iglesia. Como es sabido, el Concilio ha dado un peso nuevo al concepto pueblo de Dios y le ha dedicado todo un capítulo de la Constitución sobre la Iglesia. Si se lee ese capítulo en el contexto de la totalidad del texto, se ve que las afirmaciones sobre el pueblo de Dios se mantienen en una conexión inseparable y orgánica con el resto de grandes palabras-guía de la tradición eclesiológica y están fundidas con ella en una síntesis, en la cual encuentro una corroboración plena de los resultados esenciales de mi libro, una completa unidad interior en la forma fundamental de ver la Iglesia. La denominación de la Iglesia como sacramento, que el Vaticano II ha recogido de la teología precedente de la época de entreguerras, caracteriza claramente la transposición cristológica y pneumatológica del concepto pueblo de Dios. También para el Vaticano II la eclesiología está inseparablemente unida a la Cristología y a la Pneumatología, con lo cual se menciona igualmente el carácter trinitario de la acción de Dios en la historia, que la Constitución sobre la Iglesia subrayó y que, después, desarrolló todavía más decidida y consecuentemente el Decreto sobre las misiones (Ad gentes).
Cierto que el periodismo posconciliar presentó la aceptación del capítulo sobre el pueblo de Dios y su colocación delante del capítulo sobre la jerarquía como un desaire a la concepción cristológica y como una relativización de la configuración jerárquica de la Iglesia. El lema «pueblo de Dios», separado de su contexto, dejaba ahora el camino libre para una consideración más o menos puramente sociológica de la Iglesia, en la que el mysterium ya no tenía nada que decir. El concepto cultural que se había formado hacia finales de los años sesenta condujo a una lectura selectiva del Concilio y a una transformación de la imagen eclesial de éste, de tal manera que desaparecía de la mirada lo esencial de aquello que quisieron los padres del Vaticano II. Los planteamientos que me sirvieron de impulso para mi trabajo se han radicalizado de tal manera que este trabajo, en sí puramente histórico, se halla ahora, sin embargo, en el centro de las batallas del presente. Si esta nueva edición puede conducir a una reflexión más profunda sobre la tradición bíblica y patrística, así como a una mejor comprensión del Vaticano II, habrá cumplido con creces su misión.
No quiero terminar sin agradecer al director de la EOS-Verlag, el Dr. P. Bernahrd Sirch O.S.B., su empeño en favor de este libro. Un agradecimiento especial merece el señor Kurt Kittsteiner, que ha creado las condiciones de financiación necesarias para la reimpresión.
Roma, 24 de julio de 1992
Cardenal Joseph Ratzinger