Joseph Ratzinger: Los fundamentos para la comprensión de la Iglesia en san Agustín (II)
Joseph Ratzinger.- El pensamiento de san Agustín sobre la Iglesia, hasta el año 391
A nadie que se ponga a leer con cierto detenimiento las obras de san Agustín le pasará inadvertida la profunda diferencia que separa sus escritos de juventud de los redactados siendo sacerdote y obispo. Una diferencia que claramente no está sólo en el tono, ni sólo en que en unos habla el filósofo y en otros el predicador, sino que se trata de una diferencia de actitud interior. La transformación a partir del filósofo que discute en el predicador que proclama no fue un cambio de roles superficial sino un acontecimiento interior, un hecho espiritual, que afectó a la profundidad íntima de Agustín. Por eso pudo dar la impresión de que entre ambos estadios se había producido una ruptura interior, una auténtica «conversión» de Agustín. Al menos, se pensaba que debía negarse en el Agustín de los primeros escritos cualquier relación profunda con la Iglesia cristiana, para poder así ubicar el enorme arranque del año 386 en un dominio puramente espiritual y no en el de esta Iglesia terrenal, con todas sus mezquindades humanas, a menudo dolorosas, con su atuendo de sirvienta, que parece ocultarnos demasiado esos preciosos tesoros de la gloria divina que el deseo humano querría ver en ella2. Para nuestro planteamiento es importante comprobar si esto es realmente así. Pues, en definitiva, el camino espiritual de un hombre no es separable de su obra, que ha nacido precisamente de su espíritu. Por tanto, antes de preguntar al Agustín maduro por su sentir sobre la Iglesia, procuremos acompañarlo en su camino a la Iglesia, dejando primero que nos ofrezca su propia descripción de ese camino (§ 1) y comprobando después dicha descripción a la vista de sus escritos de juventud, intentando además, de forma sistemática, desarrollar las afirmaciones que podamos encontrar referentes a nuestro tema (§§ 2-6).
La experiencia de la Iglesia vivida por Agustín en su conversión, según las Confessiones Agustín nos ha legado varias descripciones del camino de su conversión. Es evidente que se siente impulsado repetidamente a contarnos lo que fue el cambio grande y dichoso ocurrido en su vida: que encontró finalmente la verdad, aquella verdad que ardientemente anhelaba su corazón desde el primer contacto con ella en la lectura del Hortensius de Cicerón. En la descripción del escrito más antiguo posterior a su conversión1 notamos todavía la emoción estremecida con la que Agustín cuenta a su amigo Romaniano, que aún no ha encontrado el mismo camino, cómo él volvió en sí mismo, derecha y rápidamente, tras la lectura de los neoplatónicos. Después mira la religión de su infancia, como el caminante que vuelve sus ojos hacia atrás. Y es atraído por ella, sin saberlo. ¡Y «titubeando, con prisa y ansiedad, cogí el libro del apóstol san Pablo… Y lo leí todo entero con mucha atención y piedad. Entonces, como rociado por esta feble luz, se me mostró tan radiante el semblante de la filosofía … (Tunc vero quantulocumque iam lumine asperso, tanta se mihi philosophiae facies aperuit…)»!
El comienzo del escrito De beata vita2 nos ofrece una panorámica más precisa. De él se deducen estas etapas del camino: Hortensius – racionalismo maniqueo, con rechazo de la teología católica de la fe- académicos – Ambrosio – Platón – comparación con la Sagrada Escritura y partida definitiva. Finalmente, encontramos un breve relato de su conversión en la obrita De utilitate credendi, perteneciente ya a su época de sacerdote. La descripción clásica es y sigue siendo, claro está, la de las Confesiones. La cual, por sí sola, proporciona material suficiente para mostrar el proceso interno del camino seguido por Agustín hasta el cristianismo y la Iglesia. Lo que intentaremos en primer lugar, en la medida de lo posible, es separar la descripción de su primera vivencia eclesial de su teología madura sobre la Iglesia, que es la que ahora tenemos; y está por ver en qué medida ese mundo mental descrito por Agustín podemos encontrarlo en los escritos de juventud.
Según lo dicho, la pregunta por la vivencia eclesial de Agustín en su conversión equivale a la pregunta por el significado interior de la conversión misma5: ¿Fue una conversión a la Iglesia concreta, dio con ella el paso a la comunidad eclesial cristiana concreta, o fue sólo un cambio de posición filosófico6?
La cuestión no es tan sencilla de resolver. Pues si empezamos por la búsqueda de una vivencia eclesial en las Confesiones, nos encontraremos con una decepción. No hay en ellas nada que se le parezca, pues el camino de Agustín parece ser un camino entre Dios y su alma, y nada más (cf. los Soliloquios7). Los pocos pasajes en los que abiertamente se mienta a la Iglesia pueden ser considerados marginales en el entramado de la descripción total y en ningún momento son motivo de reflexión o valoración ulterior. La verdadera vivencia eclesial se halla a más profundidad. Para poder encontrarla, hay primero que examinar, en el texto, la tesis contraria al carácter filosófico de la conversión de Agustín.
El camino de la conversión comienza en Agustín —según su propia descripción— con la experiencia del Hortensius: Surgere coeperam, ut ad te redirem8. Aprende a comprender la sapientia como meta de toda lucha y anhelo humanos, como la meta de la vida por antonomasia. Esa meta es mantenida inequívocamente a través de los pasos siguientes y seguirá siendo la meta de Agustín cuando, por el bautismo, sea miembro de la Iglesia católica. Llama la atención además que, tras haber descubierto ya hace tiempo la inanidad del maniqueísmo, el principal impedimento para su encaminamiento definitivo a la catholica nuevamente sean dificultades filosóficas: no entender el concepto de substancia espiritual, el esfuerzo en vano por comprender el problema del mal, además del problema de los escritos del Antiguo Testamento, que aboca en una dificultad filosófica en la medida en que, siendo un libro tenido por sagrado en la Iglesia católica, cree encontrar en ellos una concepción antropomórfica de Dios contradictoria con sus conceptos filosóficos puros y, también, una actitud moral incompatible con su ideal de sabiduría. Pero, sobre todo, se trata del encuentro con el neoplatonismo, que para él resulta la verdadera «experiencia de conversión» transformadora, que le proporciona la comprensión de la sustancia espiritual, lo lleva a la visión de la misma divina luz y al disfrute del alimento divino. El «Deus erat Verbum» lo encontró él, según su propia declaración10, en los libros de los platónicos, viendo incluso mediante ellos —aunque fuese como se mira a lo lejos desde un monte distante— la patria pacis, es decir, la sapientia buscada. Con ello parece que realmente, en definitiva, pertenece al terreno filosófico esa verdad en torno a la cual giran todos sus afanes y luchas. En cierto sentido podemos de hecho afirmarlo así. La verdad buscada, la verdad de la que se trata en definitiva, en cuya contemplación y disfrute permanentes consiste la vita beata, no se encuentra en la Iglesia, sino que puede encontrarse igualmente en los filósofos. Diríamos que en cuanto a contenido, materialmente, la Iglesia no ofrece nada nuevo. La meta última de Agustín en su conversión es ciertamente la filosofía pura, completa, … sin la Iglesia.
No obstante, a la Iglesia y a su fe les corresponde una función importante en la conversión. A la experiencia del Hortensius está ya asociado el paso hacia la Iglesia cristiana o, al menos, al aparecer éste bloqueado, hacia otra comunidad religiosa. Tampoco se quedará Agustín en los platónicos, sino que reiteradamente echa mano de la Sagrada Escritura, especialmente de Pablo. Lo cual tiene un motivo más profundo, que subyace en la filosofía misma, además del motivo sencillo que él mismo aduce: concretamente que por su madre estaba tan profundamente vinculado a la fe cristiana que una verdad sin Cristo no podía parecerle una verdad completa. Hay que tener presente que la relación entre filosofía y religión era en la antigüedad esencialmente distinta a como hoy se nos presenta.
Para poder entenderlo, cerciorémonos por un momento del hecho de que una de las acusaciones más graves contra el joven cristianismo estribaba en su caracterización como ateísmo12. Desde nuestra perspectiva actual, semejante suposición nos parece absurda y únicamente explicable por un total desconocimiento del verdadero cristianismo. Pero la situación era completamente diferente en el ámbito espiritual de la antigüedad. Como se sabe, los escritos de los apologetas pretendían traducir la fe cristiana a la filosofía griega y para ello equiparaban el Dios cristiano con aquella última άρχή, que hacía tiempo ya había sido reconocida por los filósofos paganos. Pero con ello consiguieron lo contrario de lo que pretendían, lo inaudito, que a un principio supremo entendido de forma puramente filosófica se atribuyese ahora la adoración religiosa exclusiva. Para el hombre antiguo ese rango metafísico no significaba, ni mucho menos, pretensión religiosa alguna.
Por un lado, no sólo el epicureísmo materialista sostenía sin más el culto a la divinidad, sino que, de igual modo, también Aristóteles dejó intacta la fe religiosa de sus contemporáneos, sin perjuicio de la unidad del principio último13. Fue una hazaña de los apologetas absolutamente novedosa el hacer coincidir metafísica y religión, dibujando el rostro del Dios vivo en la forma sin esencia del πρ῭ωτον κινοῢν. Pero era precisamente esta confluencia de metafísica y religión la que, a los ojos de sus contemporáneos paganos, significaba una renuncia a la religión, un triunfo de la ilustración y del racionalismo. La filosofía no podía servir, de ningún modo, de sucedáneo a la religión, fuese del tipo que fuese, sino que precisaba de la religión, junto a ella y por encima de ella. Con el neoplatonismo había cambiado esta situación en el sentido de que la filosofía abría la puerta hacia la religión más que hasta entonces, y buscaba un nexo interno de unión con ella. Esto lo consiguieron los neoplatónicos colocando en la entrada a la sabiduría la exigencia de purgatio: el hombre únicamente puede alcanzar la visión de la realidad verdadera si antes atraviesa por un proceso de purificación, en el que se desprende de las cáscaras del mundo de los sentidos y es llevado ascendente y progresivamente hacia la realidad verdadera. Sólo para algunos resulta expedito el «camino regio» de la purgatio intellectualis, una purificación netamente espiritual que conduce hasta las últimas profundidades de la divinidad: es a los filósofos a los que pertenece este privilegio. Todos los demás, que no están en dicha situación, la extensa masa de los hombres, ha de contentarse con la universalis via de una purgatio spiritualis, la cual, como resultado de ritos mágico-cultuales, caracteriza ahora a la religión como una forma sustitutoria de la filosofía. Quedaba así abierta la puerta para la religión y podremos mostrar que Agustín supo utilizarla. Pero antes de fijarnos en este hecho nos trae cuenta advertir que en lo que acabamos de decir reside un punto de conexión importante para la idea de Pueblo de Dios. En la purgatio spiritualis se trata del problema de la salvación de muchos, del «pueblo» llano. Para Agustín debió resultar impresionante y cuestionable a la vez que la religión cristiana reclamase ser, a la vez, salus populi y via regia. Más adelante habremos de preguntar hasta qué punto hizo uso Agustín del principio al que aquí aludimos.
Primero tenemos el problema de saber por qué renunció al camino regio de los filósofos y echó por el camino religioso del pueblo llano. Pues no cabe duda de que entendía este camino como un abajamiento y una humillación. La exigencia decisiva de la religión se llama: creer. Y eso significa precisamente renunciar a lo que Agustín quiere, a la evidencia. Esto le había arrojado en brazos de los maniqueos racionalistas. Un primer acceso lo encontró cuando aprendió cuántas verdades imprescindibles hay en nuestra vida que única y sencillamente las creemos —sobre todo, lo que creemos sobre nuestros padres. Con ello aparece por segunda vez la madre en su camino de conversión. Y la autoridad materna es la que le proporciona la comprensión profunda de la auctoritas incluso en el terreno de la sabiduría. Frente a ella, el hombre es un aprendiz y un niño todavía inmaduro, que aún no ha alcanzado la capacidad de distanciarse espiritualmente20. Pero ¿cómo se le ocurrió a Agustín aceptar el camino de la fe cristiana como su camino de purificación? En Conf VII 10, 16 (PL 32/742) nos informa con más detalle sobre este asunto. Cuenta aquí la vivencia, extraordinaria para él, en la que comprendió por vez primera lo que significa una substancia espiritual. Ese comprender duró sólo un breve instante, pero tuvo para él la densidad de una auténtica visión, de una visión en la que encontró la verdad, la sabiduría: a Dios, meta última de su afán. No puede mantener presente esa comprensión de forma duradera. Únicamente le queda el recuerdo de haber comprendido una vez. Con ello experimenta Agustín una infirmitas de la que no lo protege la filosofía. La ayuda tendrá que venirle de otro remedio.
De nuevo echa mano de la Escritura y … la comprende novedosamente. Cristo es la sabiduría hecha carne, la Palabra de Dios encarnada. Si antes no comprendía en absoluto la divinidad de Cristo, ahora resulta para él la solución decisiva para sus problemas: Dios es un «alimento» que Agustín, en su debilidad, no puede digerir en forma pura, por eso la misma palabra divina se mezcla con carne, para que así el hombre pueda comerla. Éste es —según la descripción de las Confesiones— el concepto de Iglesia que tiene Agustín en el período de su conversión: en su Iglesia nos ofrece Dios comer lo invisible bajo forma visible y así nos conduce cada vez más hacia lo invisible, hasta que finalmente lleguemos a su altura sin mediaciones. Cierto que el trasfondo de esta imagen es esencialmente intelectualista. Es la doctrina de una sabiduría que se come y al fin puede ser aceptada cada vez con menos aditamentos. Más adelante se nos aclarará mejor el carácter pedagógico de la fe y del concepto de Iglesia que aquí aparece. Hasta ahora, no obstante, ya resulta claro que Agustín ha visto en la fe cristiana el camino de purificación ofrecido por Dios mismo, y cuyos elementos esenciales vienen determinados con los conceptos credere – auctoritas – humilitas. La situación de perdición humana convierte este camino en etapa común inevitable en la ascensión del alma. Los conceptos neoplatónicos que apuntan en esta dirección alcanzan para Agustín forma concreta y realidad exigente a partir de lo cristiano. Por eso no hay más camino hacia la sabiduría que, por la humildad de la fe, ingresar en el seguimiento de la Palabra de Dios que ha descendido a la humildad de nuestra carne. Descendite, ut ascendatis —con este imperativo describe Agustín su valoración de la Iglesia y de la fe. El magisterium humilitatis es propiamente el hecho salvífico de Cristo en favor nuestro, y nuestra propia humildad en la fe, la forma como obtenemos parte en la salvación. Así queda introducido el concepto platónico de purgatio en el concepto cristiano de fe.
Nos falta por exponer todavía una experiencia importante que ya nos ha aparecido dos veces en el camino de la conversión de Agustín: el encuentro con su madre Mónica29. Ésta no es sólo mater carnis, sino que, como sierva de Dios, sufre por su hijo los dolores de parto espirituales más incluso que los corporales, hasta el punto de ofrecer por él a diario la sangre de su corazón con sus lágrimas. A partir de aquí se entiende que la imagen maternal de la Iglesia sea para él la más viva y expresiva. Quizá puede decirse que, en su caso concreto, la Iglesia maternal ha resultado visible para Agustín en la figura de su madre. Para él, su madre fue realmente madre Iglesia que lo alumbró de nuevo y que le pertenecía en su doble maternidad. La explicación teológica de la idea de maternidad se limita exclusivamente, por supuesto, a la comprensión propedéutica que ya hemos expuesto anteriormente —lo cual no debe maravillarnos, pues incluso todo el cristianismo histórico se inserta todavía en esa esfera de lo provisorio.
Con lo dicho queda descrito el camino de la conversión de Agustín34. Podemos ahora dedicarnos a analizar con objetividad la comprensión de la Iglesia en el primer Agustín, y lo haremos, cambiada ya la perspectiva de nuestra pregunta, únicamente a partir de sus escritos de juventud.