El relato de un día en el infierno distópico del NOM
Por Pascual Uceda Piqueras.- ¡Y sonó el despertador! Juan se levanta como cada mañana para ir al tajo. En su rutina matinal, sigue como un autómata el proceso mil veces ensayado de convertirse en persona útil para la sociedad, hasta acabar plantado, café en mano, frente al noticiario del televisor. Desayunará lo de siempre: una ración bien colmada de fatalidad con la que untar un cerebro sometido a un miedo permanente.
En la calle, lo acostumbrado. Coches, trasiego de gentes y humos salidos de los tubos de escape. «Si es que de seguir así nos vamos a cargar el planeta» -masculla entre dientes-. «La culpa la tenemos nosotros, que no paramos de contaminar. Solo queremos vivir bien. Y eso al final estallará por algún lado».
El día discurre sin sobresaltos en la obra. Al menos, eso piensa nuestro oficial encofrador que, mientras espera la llegada del camión hormigonera, se deja llevar por el sueño dorado de la jubilación. Una chavala que luce palmito cruza frente a la fachada del edificio en obras. El piropo es inevitable, casi genético. Juan se lanza, pero sin red: “eso es cuerpo y no la guardia civil”. Pero la chica, que al parecer no lo era, o lo era de otro modo –vaya usted a saber—, no lo aceptó de buen grado y, haciendo gala de un vozarrón antológico que amenazaba con salírsele la nuez de la garganta, escupió al mundo su habitual consigna globalista disfrazada de feminismo desaforado: «¡Eres un cerdo. Te voy a poner una denuncia que se te va a caer el poco pelo que te queda. Acosador!».
Demudado el rostro, apenas es capaz de responder palabra alguna, solo un pensamiento cruza por su mente: «Este mundo me lo han vuelto del revés: los hombres se transforman en mujeres, estas abominan de los hombres, los niños se tratan como adultos y las familias se van al carajo».
Al otro lado del andamio, su jefe de obras, parapetado en una caseta bien surtida con todas las comodidades, se dispone a firmar el despido del fracasado piropeador ocasional. Esperará que termine la jornada y lo llamará al despacho. «No es nada personal –le dirá—, solo es que han sacado al mercado un aparato que hace tu trabajo y el de diez como tú. Debemos ir con los tiempos. No tenemos más remedio. Es el precio del progreso. El presente son las máquinas. Entiéndeme».
No le entendió, pero cogió el cheque y se fue a su casa. Apenas el finiquito llegaba para pagar dos letras de la hipoteca. El fantasma del desahucio cruzaba por su cabeza. Se preguntaba cómo sería aquello de vivir debajo de un puente. Cuántas bromas había gastado él hablando sobre ello. Pero ahora iba muy en serio, pues era él quien habría de sufrirlo en sus carnes. Buscó el consuelo en un eslogan que escuchó en boca de un señor de traje oscuro que vio en televisión: «no tendrás nada y serás feliz». Él solo tenía su casa y estaba a punto de perderla. No cabe duda que, de ser cierto, él estaba muy cerca de conseguir esa felicidad que anunciaban por la tele. No habría, pues, nada que temer y sí mucho que festejar.
Pero la angustia comenzó a invadirle el cuerpo, al punto de hacerle perder el equilibrio. La oportuna tienda de chinos de la esquina le vino de perlas. Allí compró una botella de agua que se bebió de un trago y otra que se vertió por la cabeza para reforzar los efectos. Aquel líquido le supo raro. No se fiaba mucho de esos chinos comedores de muerciélagos y pangolines. Debería haber leído la etiqueta –se dijo en voz alta—. Pero luego regresó a su normalidad: «¡Qué más da! –exclamó azombilado—, total, si no me mata el veneno lo hará una bomba perdida de la guerra de Ucrania». Le dio las gracias al chinito por la ayuda prestada y este le correspondió con una bolsita de insectos tostados. «Los glillos tenel mucha ploteína», le dijo sin dejar de sonreír.
En la calle, la quietud del ocaso invitaba a la introspección. Buscó consuelo en las alturas y le pidió al dios en el que nunca había creído que le echara una mano en estos difíciles momentos. Pero los cielos nada le respondieron. En su lugar, un avión a gran altura cruzaba la ciudad dejando una estela de humo blanco a su paso. Quiso interpretarlo como una señal de buen augurio, pues le recordaba a aquella “fumata blanca” que anunciaba la elección del nuevo obispo de Roma. Pero este humo blanco no era un símbolo de concordia, ni de paz, ni mucho menos de amor; sino de muerte: la misma por la que abogaba el oscuro pontífice de estos nuevos tiempos desde su siniestro baldaquino del Vaticano.
En ese momento le sonó el teléfono móvil. No, no era Dios, sino su esposa –que tanto monta—. No quería cogerlo. ¿Qué habría de decirle? ¿Que este mundo –su mundo— se iba por el retrete? Ni hablar de que había sido despedido del trabajo. Al final se decidió a cogerlo:
—Hola cariño.
—Hola, Juanito. Te llamo para decirte que hemos recibido una carta para que te vayas a poner la 7ª dosis de la vacuna. Esa que dicen que refuerza el refuerzo de la fuerza sin forzar el esfuerzo. Y que es la definitiva…, y la más eficaz contra todos los virus del planeta.
El hundido esposo, integrante de uno de esos últimos matrimonios que aún quedaban de un mundo que se precipita al abismo, sintió cómo una punzada le atravesaba el pecho de parte a parte, al punto de traspasarle el corazón. Ni siquiera el remedio acuoso del chino fue capaz de salvarle. Cayó fulminado sobre el mugriento suelo de la calle mientras su retina registraba la imagen de una de esas antenas de telefonía en lo alto de un tejado.
* Filólogo, especialista en Cervantes y escritor
Hola Uceda, su escrito acerca de la distopía de esta matrix mantenida por los programas andantes, gente de relleno o cuerpos sin alma, me recordó además de las diferentes versiones de la cinta ‘1984’, ‘un mundo feliz’ o ‘Fahrenheit 451’ también aquella película de Mike Judge titulada “Idiocracy” (2006). “Quien vive temeroso nunca será libre.” (Horacio)