Lo peor del drama de España no es la corrupta clase política sino el pueblo cobarde
Jomeca.- Sigo defendiendo la “inocencia” de la Constitución Española (CE) en todo este contubernio al que estamos asistiendo. Es cierto que la CE ha cerrado en falso algunas cuestiones que han dado pie, y esto es lo importante, a que la deslealtad continuada de nuestra genética carpetovetónica, materializada en nuestros líderes políticos, ha dado pie a que todo es pisoteable, moldeable, flexible, relativo y, por lo tanto, parece que todo está destinado a ser lapidado. Flaco favor le haríamos, a la ya ultrajada CE, entrando ahora mismo en un período constituyente para modificarla o dinamitarla con toda esta caterva de PSOE, comunistas, terroristas, separatistas y nacionalistas periféricos, cosa en la que coincido con algunos de esos juristas a los que ha consultado.
La CE no tiene la culpa de que “canallas y corruptos ocupen los altos cargos del Estado y que hoy se esté demoliendo la unidad, la igualdad y la decencia desde la misma presidencia del gobierno”.
Decía en este foro hace algunas semanas que, a la constitución, o mejor, al ordenamiento constitucional, hay que dotarlo de un ordenamiento jurídico realmente concreto y orgánico, que sea coherente y mi juicio ese ha sido, entre otros, uno de los grandes fallos de todo nuestro ordenamiento.
Se ha dotado a veces de mucha inconcreción, o sencillamente, de lagunas donde no deberían haber existido. Pero, a mi juicio, hay una cuestión todavía más importante, a la que hacía mención anteriormente, y es a la laxitud social que se ha ido creando a lo largo de los años al respecto de todos estos asuntos.
Una parte importante de la sociedad, la que por diversas razones ha sido más permeable a todo esto, ha ido haciendo cuerpo, y creando una conciencia social que hoy se puede palpar fácilmente. Y de ello se han ido nutriendo, o asaltando, todas, absolutamente todas, las instituciones y los grandes estamentos del Estado, sin excepción, y que al final han contribuido a que se lleguen a este orden de cosas y en consecuencia tener así un Estado, muchas veces, colonizado, adoctrinado, relativista, inculto y hasta ignorante, o que prefiere serlo, logrando el perfecto caldo de cultivo para poder pisotear todo lo pisoteable y no pisoteable, y con el agravante de muchos integrantes de las grandes instituciones y poderes viendo como si se tratase de un evento deportivo, o en lo peor, mirando al cielo y silbando. Y todo ello aderezado con esa otra gran parte de la sociedad aborregada que les aplaude hasta con las orejas.
Me decía el otro día un amigo, vía mensaje móvil, que de pequeño nos inculcaban el miedo al lobo, pero que a medida que fue creciendo se dio cuenta que el peligro no estaba en el lobo, estaba en los borregos. La situación es tal que hemos llegado a extremos realmente ignominiosos, como llegar a atribuir a la constitución la falta explícita de términos jurídicos exactos para así poder legitimar constitucionalmente todo lo que me interese en un momento dado, porque no lo cita expresamente la constitución, utilizando o echando mano de la tergiversación, perversión y subversión del lenguaje de la forma más abyecta.
Claro, y digo yo, la constitución no cita explícitamente la mayoría de los delitos que se me ocurren podría cometer un individuo o grupos de individuos. Pero como decía anteriormente, de ahí la importancia enorme de un ordenamiento jurídico concreto, orgánico, que sea coherente. Con este coctel no hay constitución que resista, ni aún haciendo de ella todo un Aranzadi legislativo ¿Es peor la constitución por no citar asesinato, homicidio, etc., etc.? Pues no. Lo peor que puede haber en un Estado, en su interior, en las personas que lo conforman desde sus instituciones más altas, es la deslealtad y si además es secundada y aplaudida por inmensas manadas de borregos, pues… Touché.
Lo triste, incluso trágico, es que al final nos meten a todos en esa cacerola llena de agua al fuego, como la paradoja de la rana.
Con todo esto y a lo largo del tiempo, casi 45 años, hemos llegado a un estado prácticamente fallido, donde una parte de los últimos bastiones, o sea, las altas instituciones o poderes, se han ido poco a poco posicionando a favor de la deslealtad.