En la era lúdico-hedonista
Estrechamente aliado al neofeminismo viene el homosexismo, la igualación social de la homosexualidad, estéril por naturaleza, con la sexualidad normal enfocada –aunque no solo, desde luego– a la reproducción. La homosexualidad sería incluso preferible, motivo de orgullo al no implicar las odiosas diferencias de género (aunque esas diferencias sean tan profundas que muchas parejas homosexuales las remedan), y al no perjudicar a la mujer con la enfadosa concepción. Yace ahí una confusión, como en otros asuntos, entre lo personal y lo social.
Personalmente cualquiera, homosexual o no, sentirá su condición con orgullo, pesar, fastidio o de cualquier otro modo: ni ley ni gramática podrían impedirlo. Pero socialmente no es igualable una sexualidad estéril con la normal, de la que depende la continuidad de la propia sociedad. Lo que se pretende es que el sentimiento personal sea el eje de una política, con los consiguientes efectos punitivos para los disconformes. De ahí el “delito de odio”, por el que un gobierno homosexista puede castigarla libertad de expresión de quienes rechacen tales cosas, extendiendo el alcance del poder hasta dictar los mismos sentimientos de las personas. Así, el avance hacia el pensamiento mágico se completa con otro avance hacia un sistema totalitario, como en la “memoria histórica”.
Zapatero hizo más: legalizó el matrimonio homosexual, otro modo de reducir la realidad a gramática y decreto. Nunca los homosexuales habían deseado el matrimonio, a no ser como parodia, pues un objetivo esencial del matrimonio es asegurar la continuidad de la especie, se logre en cada caso o no. Y ya en la labor, ¿por qué los homosexuales no podrían adoptar u obtener hijos por vientres de alquiler? ¿No sería discriminar sus matrimonios? Pero los niños ¿no tendrían derecho a educarse con una figura paterna y una materna reales y no un remedo de ellas? Según los homosexistas, no tendrían tal derecho.
La sustancia de esos movimientos yace en el rechazo de la relación entre sexualidad y reproducción, reduciendo la primera a un placer físico obtenible de muchos modos, todos igualmente válidos, incluida la zoofilia o la pederastia. Más aún, todos preferibles a la sexualidad reproductiva, ya que esta implica vínculos permanentes, costes económicos, responsabilidades y compromisos que repele la prevaleciente ética lúdico-hedonista . De ahí la extensión del homosexismo en ideología LGTBI, convertida hoy en uno de los rasgos más descriptivos de las sociedades occidentales.
Otra derivación es, nuevamente, la negación de la biología sexual: solo existiría el sentimiento de ser de un género u otro. El hecho de que nadie nace mujer o varón por decisión propia se combate con el “derecho” a cambiar de sexo burocrática o físicamente, según alguien quiera “sentirse”. Desde luego, siempre ha habido mujeres y hombres descontentos con su sexo, que imitan conductas y gestos del contrario.
El cambio administrativo no cambiará realmente nada, pero el cambio físico constituirá una mutilación sin conseguir su objeto, y probablemente con efectos psíquicos indeseables. Y, nuevamente, hacer de sentimientos particulares una ideología política obligatoria para todos, so pena de castigos desde la cárcel a la “cancelación” social y muerte civil, insinúa una evolución suicida en las sociedades occidentales, también discernible en la decadencia de otras civilizaciones, como la romana.
No suena probable que esta serie de ostensibles dislates mejorasen la salud social. Para supuestamente proteger a “la mujer”, a finales de 2004 el PSOE, con un PP aquiescente, impuso una “Ley de protección integral contra la violencia de género”, cuya motivación comenzaba así: “La violencia de género no es un problema que afecte al ámbito privado. Al contrario, se manifiesta como el símbolo más brutal de la desigualdad existente en nuestra sociedad. Se trata de una violencia que se dirige sobre las mujeres por el hecho mismo de serlo, por ser consideradas, por sus agresores, carentes de los derechos mínimos de libertad, respeto y capacidad de decisión”.
Repárese en el lenguaje amenazante y perverso: en una generalizada “brutal desigualdad”, los agresores solo podían ser los del otro género, y su violencia equiparable al genocidio, ya que se dirigía “a las mujeres por el hecho de serlo”. Un genocidio “de género”, pues. El tema de las mujeres asesinadas se convirtió en obsesión, causa de furibundas protestas masivas y clamores en los medios, como si fueran hechos generales y no excepciones de “ámbito privado”.
Según el neofeminismo, tendrían que ser asesinatos masivos, nada más lógico después de los veinte siglos famosos. Y dentro de esos siglos casi lo peor habría sido e franquismo, machista por excelencia. No había datos claros al respecto, lo cual se explicaba porque en aquel régimen tales hechos no eran denunciados, sino aceptados como cosa natural. Por cierto, es muy difícil cuantificar ese maltrato, al ocurrir en la intimidad familiar, pero cabe estimarlo por su expresión más inocultable, el asesinato u homicidio.
Sorprendentemente (para los feministas) la tasa de homicidios en el franquismo era de las más bajas de Europa (el “país cainita”, según los lumbreras), y más baja aún la de mujeres. En los años 60, de fuerte incorporación femenina al trabajo asalariado y de migraciones del campo a la ciudad, la media de mujeres asesinadas fue muy baja, en torno a unas 20. En los años 70 comenzó a crecer, difícil saber la causa, y con Aznar terminó en 72, cifra que más o menos se mantuvo con Zapatero, a pesar de leyes y castigos. Parte desproporcionada de las muertes procede de la inmigración fomentada por el PP y el PSOE, sobre la que se impuso un tabú contra la libertad de expresión. Como fuere, las cifras prueban que la violencia “de género” no es un fenómeno social generalizado, como pretende la ley, y que sus efectos mortales son casos excepcionales. Pero se trata de crear una demagógica histeria social al respecto, en beneficio de partidos y de una expansión totalitaria de su poder.
Además, al considerar a los hombres culpables a priori, sobra el análisis concreto de los casos, sus causas y motivaciones y sobra la presunción de inocencia. Toda mujer muerta por un hombre es un caso genérico de “violencia de género”, y todos los hombres merecen el castigo por principio. Y sin llegar las violencias a la muerte, han proliferado las denuncias judiciales, en su mayoría desestimadas por los jueces, incluso feministas, por manifiestamente infundadas. Aunque otras ciertamente respondían a la verdad. Del clima de histeria resultante da idea la auténtica jauría desatada en los medios y redes sociales contra quienes osasen poner en duda la veracidad de las denuncias.
En la convivencia humana hay siempre un componente de conflicto, menos intenso pero no ausente en el ámbito familiar, que llega a violencia doméstica entre cónyuges y entre padres e hijos.
Entre parejas, las víctimas femeninas exceden mucho a las masculinas, dato explicable por la agresividad y fuerza mayores en el varón. En cuanto a los malos tratos denunciados de hijos a padres o madres, y a la inversa, no han cesado de crecer en estos años de feliz denuncia de toda violencia. La mayoría de los infanticidios procede de mujeres (dejamos aparte el aborto). Y también las violaciones han ido en aumento.
Y, por supuesto, el número de abortos, sin duda muy relacionado con el neofeminismo, continuó creciendo, hasta pasar de los 80.000 del último año de Aznar, a los 118.000 en el último de Zapatero. La tasa anual por cada mil mujeres alcanzó una media alta entre los países europeos, muy superior a la de Italia, Alemania, Suiza u Holanda, aunque inferior a la de Francia, Inglaterra o Suecia. A menudo se lo valora como signo de modernidad. Otro índice de salud social, los divorcios y separaciones llegaron a 122.000 al año con Aznar, estabilizándose con Zapatero, en una tasa por matrimonio de las mayores de Europa.
Otra realidad social se manifiesta particularmente en la población penal, parcialmente expresiva de los índices reales de delincuencia. Como se recordará, la extraordinariamente baja de los últimos años de Franco se habían multiplicado por más de cuatro, hasta 60.000, en 2004, último año de Aznar, y por más de cinco en el último de Zapatero.
Y el revelador suicidio. Al modo como cada muerto por hambre en los años 30-40 expresaba un hambre no mortal mil veces más extendida, cada suicidio supone una extensión mucho mayor de la depresión o infelicidad profunda. En 1980 se registraron 1.652 casos, cifra semejante a las del franquismo, que aumentó con rapidez desde 1982, año de acceso del PSOE al poder, hasta terminar en 3.320, el doble, en 1996, último año de González.
Esa cantidad se estabilizó hasta los últimos años de Aznar y Zapatero, para ir subiendo luego hasta más de 4.000. Bien entendido que, como en la delincuencia, la cifra real es mayor, hasta el doble o triple, según algunos. Aún con ese aumento, el índice por cada 100.000 habitantes permanece entre los más bajos de Europa, solo por encima de Italia o Grecia. Dada la terrible opresión de las mujeres, parecería lógico que se suicidaran mucho más que los varones, pero ocurre al revés, quién sabe por qué.
Un rasgo en la evolución del suicidio es su creciente incidencia en adolescentes, jóvenes, incluso niños, fenómeno antes casi inexistente. Y con un aumento entre las chicas que lo irá igualando al de los chicos, efecto quizá del feminismo.
También de la expansión de la droga y el alcoholismo, y de una educación cuyos lúdicos niveles intelectuales se mezclan con el acoso y abusos entre alumnos, junto con la promoción de ideas perturbadoras sobre la sexualidad, antaño llamadas corrupción de menores, al estilo de las antes mencionadas, y que entre otros efectos ha multiplicado el aborto entre adolescentes.
Otra ocurrencia de Zapatero fue la “educación para la ciudadanía”. Ante el fervor que suscitó en el intelectual Fernando Savater, repliqué: “De ningún modo puede ser pasado por alto el hecho de que la llamada Educación para la ciudadanía la promueva un partido de muy documentado historial corrupto, causante mayor de la guerra civil, enemigo de Montesquieu y marxista hasta hace poco, es decir, totalitario y orgulloso de su historia”.
El partido de la cultura del botellón, el pelotazo, el fracaso escolar y la promiscuidad sexual… Se ve que Zapatero se sentía un modelo de ciudadanía. ¿Y por qué no, si había llegado a presidente del gobierno?
Un muy buen articulo que deben leer y meditar , por eso se debe ensenar la historia en todas las instituciones educativas , pero no la que promueve el sinverguenza de Sanchez y los corruptos del Congreso espanol