«Mira, mamá, estoy en la cima del mundo»
Después de 35 libros publicados y cerca de setecientos artículos escritos, confieso que en este artículo voy a acometer una empresa ante la que ―por primera vez― me faltan las palabras, situado como estoy ante un muro de la impenetrabilidad del Muro de Juego de Tronos, ante unos taludes tan descomunales que hacen temblar mi pulso, delante de una Troya inexpugnable, ante la cual las palabras huyen como pájaros en estampida.
Se trata de que me he propuesto explicar lo que siento por Pedro Sánchez, al cual ya le he dedicado algunos artículos, pero sin traca final, sin toma de la Bastilla, sin paso rotundo del Rubicón monclovita, sin cruzar un Estrecho definitivo, con el añadido de que cada día que pasa ―casi cada minuto― siento más náuseas ante este personaje.
En mis primero tiempos de articulista, mis baterías semánticas se dirigieron con absoluta preferencia hacia Pablo Turrión, pues a este personaje se debe que me echara al monte de la defensa de la Patria, ya que, cuando le vi aparecer con su cara de palo y su puño en alto, me dije: «Guate, aquí hay tomate».
Neutralizado el Koletudo, sepultado suicidamente en sus tinajas imperiales, mis cargas de caballería se dirigen ya inconteniblemente hacia el petimetre de la Moncloa, ante cuya visión me descontrolo tanto, que «iré como un caballo loco», como dijo aquel.
En los primeros tiempos, mis artículos contra Sánchez tenían una carga como de colleja a un tipo simplote, inepto, esperpéntico; también tenían de fondo un amago de carcajada ante un arlequín, de ironía sardónica ante un empleado del Corte Inglés aspirante a patricio en la Moncloa…
Pero, amigos, aquel corderito blanco Norit se ha convertido en un chacal depredador, y lo que en él era ineptitud, trampeo de votos detrás de una cortina, fracasos cum laude en dos elecciones, ha pasado a ser una amenaza clarísima de dictador venezuelo: quien no dejaba de ser un pícaro más del socialismo patrio, se ha convertido en un personaje siniestro, malévolo, peligrosísimo, derivado de su absoluta falta de principios y valores.
¿Con qué palabras se le puede describir? Ya sé que hay adjetivos de sobra en nuestra lengua para calificar a un tipo así como se merece, con un torrente de epítetos políticamente incorrectos de los que no puedo acordarme. En mi canana tengo metáforas aguerridas para dar y tomar, y mi primera intención era dedicarle una buena andanada de adjetivos nada edificantes, pero desistí de ese propósito, porque ―además de que no es original― por muchas calificaciones que se amontonen sobre él, ni siquiera volcándole todos los adjetivos negativos que tenemos en nuestro idioma podríamos aproximarnos a lo que este señor me inspira. Ni siquiera mi larga experiencia con el Turrión me sirve a la hora de hablar de Pedro, y eso que con aquél me entrené a la perfección.
Y bien, si no hay palabras, ni de calidad ni en cantidad, capaces de explicar mi total y absoluta repulsa de Pedro, ¿qué puedo hacer?
Como las metáforas son más plásticas e iluminadas que los simples adjetivos, pues podría decir que Sánchez cum Fraude es embustero y bailarín, chambelán de Monte Pelado, Canciller del Tártaro, alto comisionado de Bafomet, Nosferatu de Mojácar, Darth Vader comandando el Puchero de La Muerte, testaferro del globalismo luciferino, Bellido Dolfos cum laude, Mr. Hyde engendrado en noche lobuna…
Pero, sin duda, el personaje que mejor le cuadra a Pedro es el de Fausto, el sabio que vendió su alma al Diablo a cambio de placeres y una eterna juventud, que en nuestro caso es el eterno poder.
¿Por qué la Sinagoga de Satanás nos eligió desde el Big-Bang para sus crueles experimentos luciferinos? ¿Por qué somos el territorio por el que los más ínclitos petimetres del Tártaro cabalgan juntos, como sleepy hollows del horror?
No es casual que la primera logia masónica del mundo ―tras la de Londres en 1717― se instalara en Madrid, cuando el Duque de Wharton, que había sido Gran Maestro de la Gran Logia de Inglaterra, fundó en la capital la logia «Las Tres Flores de Lis» o «Matritense», inscrita en el registro de la Gran Logia de Inglaterra con el número 50; ni tampoco que tuviéramos como rey a José Bonaparte, Gran Maestre del Oriente Francés; ni mucho menos se debió al azar que la Sinagoga nos eligiera como el segundo país del mundo en tener una revolución comunista, que nos llegó de la mano del Frente Popular. Y ojo al dato, porque en agosto de 1917 tuvo lugar en España una revolución que, aparte de pretender acabar con la monarquía, tenía ya objetivos socialistas, por lo que cabe decir que España se adelantó a Rusia.
Ahora, en esa misma línea, nos viene Sánchez, con la diferencia de que, si bien Largo Caballero era un estucador, socialista convencido, es patético y grotesco ver al Castejón levantando el puño cerrado, haciendo teatro, como si le importaran algo los proletarios y las famélicas legiones, haciendo una pose esperpéntica, ya que lo único que le importa en la vida es él mismo.
Todo en él es cartón-piedra, pues Pedrito es un personaje encamonado en el vacío de una fachada que no tiene nada detrás, un Houdini que saca votos de las chisteras y los Indras, que quiere ser un Mesías de la gente, cuando no es más que el Ecce Homo de Borja.
Somos un país descomunal, pasmoso, al cual le caen todas las manzanas podridas del destino, todos los meteoritos armagedónicos que pululan perdidos como holandeses errantes, toda la chatarra luciferina que los prebostes globalistas inauguran en nuestra Patria como quien planta un Botero en una plaza cualquiera.
Así nos ha caído el Sánchez, de quien se puede decir, parafraseando a Rick, el de Casablanca: «De todos los tugurios de todos los países del mundo tuvo que venir justo al mío». ¿Qué hicimos para merecer esto?
Pero la mejor forma de describir la psicopática ambición megalómana de Castejón es recurrir a la historia del innoble visir Iznogud.
En 1962, los franceses René Goscinny ―el futuro guionista de Astérix y Obélix― y el dibujante Jean Tabary crearon la historieta de humor «Las aventuras del califa Harún El Pussah», ambientada en el Bagdad de «Las mil y una noches». Su protagonista es el innoble visir Iznogud, palabra formada con la frase inglesa “He’s no Good” que revela a la perfección su carácter malvado y conspirador, ya que su objetivo es «ser califa en lugar del califa» empleando todos los medios a su alcance, con ayuda de su fiel Dilá Lará —que igual es un Ábalos, un Bolaños, un Puente, o lo que le venga en gana—.
Innoble, adjetivo maravilloso para tunear a Pedro, pero menos contundente que el que le dedican algunos: psicópata. Como ven, estamos ante un tipo muy, muy peligroso, carente de cualquier escrúpulo, de cualquier valor, de nula ética: por eso los bafométicos le eligieron como visir. Así que ya tenemos su apellido Iznogud.
«Ser presidente en lugar del presidente»: he aquí el objetivo de cualquier político megalómano que se precie. Y a eso nadie le gana a Pedrito Iznogud, a quien no le ha importado entregar España a las hordas hispanófobas más de mil y una noches si con eso consigue acceder al califato y mantenerse en él.
Y mucho ojo, porque este bafomético Presidente, pucherazo a pucherazo, ya está arbitrando las artimañas para mantenerse en el poder ad aeternum, cambiando la Constituta para malgobernar de una forma tan totalitaria, que la dictadura en la que ya estamos se hará terrorífica, explosionada por una crisis económica galopante.
Pero, ya que es presidente, el archisúpermegalómano Pedrito quiere subir y subir más allá, pues ahora lo que desea es ser Rey en lugar del Rey, y por eso quiere echar de la Zarzuela a Felipito VI, igual que echó a Franco del Valle. Pecata minuta, no obstante, para quien quiere echar a España del mundo, y hasta al mismo Dios del cielo, objetivo furibundamente marxista.
Y no se crean que la enfermiza obsesión de poder del Castejón acaba en España, no, porque ya empieza a apuntar hacia Europa, incluso hacia el mundo, con ademán de Anticristo a la española.
Y, además de su cómic, Pedro también tiene su película: «Al rojo vivo». En su escena final, James Cagney, perseguido por la policía, herido, se sube a un depósito de petróleo en llamas, desde donde Jarrett ―su nombre en el film― grita: «¡Estoy en la cima del mundo, mamá!», para hacer ver a su progenitora que había cumplido su promesa.
Nada más decir esta frase, el depósito explota. O sea, que nuestro Pedrito Iznogud, en su afán por escalar la cima de España, la cima del mundo, puede «ser Jarrett en lugar de Jarret».