El divino rehén
La demolición de la parroquia del Espíritu Santo en Barcelona a cuenta de la futura construcción de la Facultad de Medicina de la Fundación Blanquerna ha suscitado múltiples reacciones. Desde aquellas que comprenden que una decisión de este calado corresponde a D. Juan José Omella, asesorado por el Consejo de Consultores y el Consejo del Presbiterio con la autorización de la Santa Sede, como aquellas otras que piensan que es un despropósito derruir un gran templo para construir luego, integrada en el proyecto arquitectónico, una nueva iglesia, más reducida.
El recurso presentado en el Ayuntamiento y en el juzgado por la Asociación de amigos de la parroquia del Espíritu Santo, al objeto de salvar la monumental vidriera de la fachada, no podrá impedir seguramente la demolición del templo, pero sí que puede forzar la modificación del proyecto para conservarla. Cosas más difíciles se han hecho.
La reacción de la opinión católica ha sido de perplejidad, cuando no de un cierto escándalo. La campaña mediática en contra del derribo ha sido muy fuerte y se movía, al principio, en cauces racionales. Pero lo que se pasa de castaño oscuro es que un grupo de feligreses, seguramente bienintencionados, empeñados en una adoración eucarística belicosa, pese a la orden del obispado de retirar la custodia y dejar libre el espacio, se hayan encerrado numantinamente en la capilla de la parroquia con el Santísimo Sacramento como rehén. Su objetivo es impedir por la fuerza de los cerrojos y de los bancos interpuestos, la entrada de los que les parecen sospechosos, en especial los sacerdotes.
Piensan que esos visitantes podrían ser enviados por el cardenal para retirar las especies eucarísticas, quedando así el templo libre del impedimento sagrado que evita su derribo. Podemos pues pensar que están impidiendo la retirada del Santísimo Sacramento igual que se emplean en las guerras los escudos humanos, o usando el propio Sacramento Eucarístico como escudo sagrado para evitar un desalojo forzado de la capilla por parte de las fuerzas de orden público. Si éste se produjera con el Santísimo expuesto o si éste se retirara con violencia, tendría un efecto terriblemente escandaloso que el obispado quiere, con muy buen criterio, evitar a toda costa.
De la entrevista emitida en la emisora RAC1 https://www.rac1.cat/versio/20240430/133193/tancada-esglesia-esperit-sant-barcelona-evitar-enderroquin-entrar-rector.html se deduce que los fieles han adoptado una posición de fuerza al objeto de doblegar al obispo a cuenta de la adoración eucarística a la que dicen defender. Si estos feligreses hubieran decidido encerrarse en el templo y encadenarse al altar para hacer frente a las excavadoras que derruirán la iglesia, pudiera haber sido admirable y hasta heroico; pero secuestrar el Santísimo Sacramento para utilizarlo como rehén y así negociar desde una posición de fuerza, es un juego indigno del verdadero creyente. Es lo que hacían las Brigadas Rojas y ahora Hamas. No dejamos ni entrar al párroco. Ponemos bancos delante de la puerta y hemos atrancado el acceso desde la casa abadía para que no pueda abrir y entrar en la capilla, afirman las combativas feligresas, convencidas de la suprema santidad de su actitud.
Si el resultado final de tantas adoraciones perpetuas distribuidas por las diversas parroquias, es que los fieles consideren el Santísimo Sacramento como propiedad suya porque está expuesto todo el día y a todas horas, es que hemos hecho una malísima catequesis mistagógica. La eucaristía no está confiada a la custodia de los fieles, salvo en el caso de alguna profanación inminente como en nuestra Guerra Civil. En esa trágica circunstancia, muchos fieles arriesgaron sus vidas para evitar la profanación de las sagradas especies y las custodiaron en sus domicilios hasta que pudiesen ser entregadas a un sacerdote.
Que en la parroquia del Espíritu Santo de Barcelona sean ahora precisamente los sacerdotes los que no son bienvenidos porque pueden retirar la sagrada forma de la custodia, se nos antoja una grave majadería. D. Juan José puede haberse equivocado en su decisión, pero tomar al infinito Inocente, a Jesús Sacramentado, para escudarse detrás de Él presionando al obispo para que ceda a sus pretensiones de conservar la parroquia tal cual, es un acto vil y cobarde. Es el obispo el custodio supremo de la eucaristía, no los fieles por devotos que sean; es el obispo el que entrega la llave del sagrario al párroco para su salvaguardia, como una potestad delegada; y es precisamente el cardenal el que dará cuentas al supremo Juez por sus decisiones acertadas o equivocadas. También un día lo haremos nosotros. Pero secuestrar las especies eucarísticas bajo capa de ferviente adoración eucarística para evitar el cierre de una capilla, es una villanía.
A los fieles se les ha ofrecido trasladar la adoración perpetua a una parroquia cercana o a la de San Pablo en horario matinal. A todo se han negado, arrastrando al párroco, que hace lo que puede en esta complicada situación, a una implícita complicidad que pocos se atreven ya a negar. Y si no están reteniendo las especies eucarísticas con una finalidad directamente sacrílega, ciertamente las han convertido no en objeto de devota adoración, sino en instrumento de coerción a un obispo de la Iglesia que, acertada o equivocadamente, ha tomado una decisión de la que sólo él es responsable. Que vayan al obispado y se manifiesten, que cierren el paso a las excavadoras, que se tiren en el suelo ante los tanques como los estudiantes chinos de la plaza de Tiananmén, que llamen a TV3 y a La Sexta para que graben la heroicidad, pero que liberen al Santísimo Sacramento para que vuelva ser instrumento de unidad y no causa de división y escándalo.
En Germinans hemos mirado hasta ahora con simpatía el movimiento de protesta de los feligreses de la parroquia. Sin embargo, los reproches y reivindicaciones deben tener un límite, a partir del cual podemos ponernos si no fuera de la comunión católica como tal, sí en una situación de obstinación y contumacia que acaba quitando la razón a quien en principio la tenía. Porque el fin era y sigue siendo, sobre el papel, muy loable. Pero cuidado con los medios, que no todo vale. Y utilizar el Santísimo Sacramento como rehén para evitar que derroquen el templo, está totalmente fuera de lugar, es tremendamente indigno.
El 9 de septiembre de 1931, en pleno debate constitucional, el filósofo Ortega y Gasset publicó en el diario Crisol un importante artículo en el que advirtió que la República no funcionaría mientras no se desterrara la palabra revolución que tanto gustaban de usar los izquierdistas. Y lo concluyó con unas palabras que han pasado a la historia: Una cantidad inmensa de españoles que colaboraron en el advenimiento de la República con su acción, con su voto o con lo que es más eficaz que todo esto, con su esperanza, se dicen ahora entre desasosegados y descontentos: ¡No es esto, no es esto! La República es una cosa. El radicalismo es otra. Si no, al tiempo.
Ciertamente, que el cardenal tome la decisión de demoler una parroquia para construir una Facultad de Medicina, reservando un espacio para un nuevo templo y trasladando temporalmente su culto y actividades a otro lugar es una cosa; que los feligreses se muestren dolidos, también es comprensible. Pero actuar como si el Santísimo Sacramento fuese de su propiedad y atrincherarse como numantinos en su capilla para usarlo como divino rehén al objeto de coaccionar al obispo, es algo muy distinto. Es ese radicalismo del que hablaba D. José Ortega y Gasset y que llevó a España a la autodestrucción.
La Iglesia no necesita estas guerras para autoafirmarse y fortalecerse. Seguramente tenemos derecho a pensar que el cardenal se ha equivocado. Pero eso no justifica en absoluto el nivel de aberración a que han llegado los fieles. Al César, lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios (Mateo 22,21). Con lo sagrado no se juega, por más razón que se tenga. Es la línea roja que no debemos traspasar de ningún modo. Es el momento de reivindicar la sacralidad de lo sagrado por encima de cualquier espurio interés. ¡A DIOS, LO QUE ES DE DIOS!