La sociedad que no cuida a sus niñas: la patologización del despertar sexual
Karina Mariani.- Existen aspectos preocupantes en relación a las consecuencias de la creciente narrativa sobre la incomodidad de género en las niñas y el rol de la hiperpresente ideología de género en el marco social/institucional. Un reciente informe del Manhattan Institute reveló que las mastectomías realizadas por tratamientos de “afirmación de género” en menores de 18 años son muy habituales, y que están ampliamente disponibles, siendo la cirugía transgénero más común.
El crecimiento de todos estos indicadores es siempre exponencial a lo largo de la última década. Para el caso de las extirpaciones completas de senos, en los últimos cinco años entre 5.000 y 6.000 niñas y adolescentes se sometieron a mastectomías dobles de «afirmación de género» sólo en los EEUU (y esto sólo en el marco de los procedimientos que son registrados); a pesar de que el activismo trans sigue sosteniendo que los tratamientos de cambio de sexo en menores o no existen o son marginales.
El nuevo informe demuestra una mayor prevalencia de mastectomías de «afirmación de género» en menores de edad que las estimaciones anteriores. El aumento de cirugías en los últimos años va en paralelo con el crecimiento exponencial del fenómeno de «la incomodidad de género» entre los niños y adolescentes, y la popularidad del enfoque de transgénero que toma al pie de la letra la autoidentificación de género de niños, aun de los más pequeños. En lo que se refiere a la prevalencia de mujeres afectadas por el fenómeno, se observa que la mayor cantidad de los menores de 12 años afectados son niñas. Cabe preguntarse qué ha ocurrido en las últimas décadas para que el pasaje a la adultez de las mujeres se haya transformado en un espacio traumático, cuando no patológico, en lugar del ámbito de descubrimiento y crecimiento que debería ser.
Siempre existieron niñas que despreciaban o sencillamente pasaban de la «feminidad estereotipada» o de algunos aspectos de esta como jugar con muñecas, ser delicadas en su gestualidad, preferir vestidos o decantarse por colores específicos. También han existido niñas que han adoptado uno o muchos aspectos de la «masculinidad estereotipada» como juegos bruscos, ropa más rústica o deportiva, cortes de pelo varoniles. Pero tratándose de viejos estereotipos, cuesta mucho encontrar en las últimas décadas tipos puros de «masculinidad o feminidad estereotípica». Hace años que niños y niñas juegan mayormente juntos, e institucionalmente no se excluye a nadie del disfrute de deportes, juguetes, colores o vestimentas, de forma tal que basar diagnósticos de disforia tempranos en viejos estereotipos ya obsoletos, resulta al menos controvertido.
Pero aún en los diagnósticos de disforia infantil, que resultan serios y bien documentados, la mayoría de los casos de niños que presentan esos sentimientos de incomodidad con su sexo se resuelven solos, generalmente antes de la adolescencia. Se estima que de la proporción de casos que comienzan en la niñez sólo persiste hasta la adolescencia un porcentaje marginal. Los casos crecientes de detransicionistas y adolescentes arrepentidos de los tratamientos de cambio de sexo, comienzan a dar cuenta de las aberraciones que se cometieron con el objeto de generar un corpus que sostuviera una teoría tan desquiciada como inmisericorde.
Resulta notable la forma militante en la que el progresismo se obsesionó con el sexo. Todas las conquistas relativas a la libertad sexual, al derecho a la intimidad, a la libre elección individual y a que las preferencias sexuales no determinaran otros aspectos en la vida de las personas cayó en saco roto. Los estereotipos antes despreciados cobraron nuevo valor para la izquierda porque resultaban útiles para la conformación de colectivos. En pocos años, la narrativa izquierdista pasó de cuestionar los prejuicios represivo respecto del sexo a usar dichos prejuicios para problematizarlo, estatalizarlo y dialectizarlo, y en la versión más furiosamente woke, a patologizarlo. El 15 de diciembre de 1973 la Asociación Estadounidense de Psiquiatría eliminó la homosexualidad de su lista de enfermedades mentales y la OMS lo hizo en 1990. Los diagnósticos hasta entonces se basaban en prejuicios y no en evidencia médica, y la eliminación de la homosexualidad como una enfermedad significó que se comenzaran a abandonar las «terapias de conversión», que buscaban «curarla». Medio siglo después el lobby queer terminó impulsando un nuevo tipo de terapia de conversión bajo el dogma de la identidad transgénero.
Actualmente, el activismo trans se opone a las restricciones de los tratamientos de cambio de sexo para niños. Cuando comenzaron a aparecer los informes negativos sobre dichos tratamientos en distintas partes del mundo como el informe Cass, el reciente rechazo de la Sociedad Americana de Cirujanos Plásticos a las “cirugía de afirmación de género” en menores, denunciando que la evidencia como de baja calidad, o cuando el gobierno norteamericano restringió su política al respecto; el lobby se mostró activo contra estas restricciones. No quieren perder el dominio y el poder que en los últimos años los llevó a dominar la política sobre los tratamientos de “afirmación de género” en pacientes niños y adolescentes. En los últimos años habían conseguido que se vuelva a patologizar lo que mayoritariamente no es una enfermedad, abriendo la puerta a intervenciones monstruosas de las que apenas estamos conociendo los alcances y consecuencias (acá y acá). Bajo esta ideología niños sanos fueran atiborrados con bloqueadores de la pubertad, hormonas y cirugías aberrantes que los atrofiaron, mutilaron. Paralelamente, convirtieron su despertar y futura actividad sexual en algo traumático, doloroso y frustrante. El incremento de la proporción de niñas que caen presa de esta locura está creciendo y es necesario rastrear las causas.
La pubertad es un momento complejo en la vida de todas las personas. En lo que se refiere a las mujeres, varios elementos de la narrativa de género hicieron que ese desafiante pasaje a la adultez sea un campo de batalla ideológico. Los cambios en el propio cuerpo son emocionantes y a la postre uno entiende que son maravillosos, pero a los 11, o 12, o 13 años hay que lidiar con un cuerpo cuyos volúmenes y formas no son con los que se ha crecido y se establece un amor -odio con esas formas muy difícil de explicar. Una no se ve igual, los demás no nos ven igual, y la ansiedad, el miedo, el deseo de gustar, de desaparecer, de crecer y de congelarse en el pasado son sensaciones que las adolescentes tienen a la vez, intensamente y varias veces al día. No es feo ni malo, pero es arrebatador, intenso, atemorizante y muy muy difícil. Crecientemente, los ideólogos de la teoría de género han conseguido que la respuesta al tremendo desafío de una niña en camino a convertirse en mujer, sea sugerir que tal vez esté asustada o ansiosa porque se encuentra en un cuerpo equivocado o porque la sociedad asumió para ella un género erróneo.
Para colmo, las niñas que en este siglo se hicieron mujeres, tuvieron que crecer bajo la hegemonía misándrica del feminismo de cuarta ola. No es que los varones no hayan sufrido las consecuencias de este fanatismo (acá, acá y acá), pero para el caso de las chicas, el reto de su maduración ocurrió en una sociedad que les dijo que ser mujer es frustrante, humillante y peligroso. Una sociedad que mayoritariamente abrazó, durante el apogeo del #MeToo, la idea de que todos los varones, por el hecho de serlo, son potencialmente violentos con las mujeres y que se debe desconfiar de sus acciones e intenciones porque llevan la marca de la Bestia transmitida por siglos de opresión patriarcal.
La combinación de dos narrativas emparentadas como la teoría queer y la del feminismo radical generaron un relato social extendido y profuso en el que nacer mujer es una desgracia y una caricatura. Menstruar pasó de ser algo normal e íntimo, a un drama y una cuestión de gestión estatal. Soñar con casarse terminó siendo una claudicación vergonzante en lugar de un proyecto de vida; y querer tener hijos cambió también: de ser el amor más sagrado a una opresión autoinfligida. Es lógico que las adolescentes y las niñas, que están en un período de formación de la identidad marcado por diversos desarrollos físicos y psicológicos y por la necesidad de encajar ese desarrollo en el entorno social se sientan influidas por narrativas tan hegemónicas como perversas.
Cuesta dimensionar el daño y la locura que todos estos factores pueden imprimir en una generación, aunque estamos empezando a vislumbrar las consecuencias. A las niñas y a las adolescentes se les dijo que habitaban en un ambiente infernal y que su vulnerabilidad era intrínseca, tanto que necesitaban de ministerios, jueces, policías y leyes especiales que las trataran como seres en eterno peligro y necesidad de tutela. La posibilidad de compartir su pubertad con miembros del otro sexo, al presentar a los varones como una casta predadora y «estructuralmente opresora», quedó seriamente disminuida.
Entender las reglas del coqueteo y el cortejo, los lenguajes gestuales, los sí, los no, los deseos e indiferencias del otro sexo es una tarea bella pero ardua. En una sociedad cobarde e infantilizada, subyugada, para colmo, bajo las teorías de género, todo este maravilloso mundo de despertar sexual femenino se transformó en infierno multifacético, caldo de cultivo de futuros traumas o pleitos judiciales y sobre todo algo que se podía procrastinar. Los noviazgos adolescentes, que son parte de esa época de entrenamiento cívico-sentimental, terminaron perdiendo la magia frente a las narrativas donde la masculinidad es siempre tóxica. Politizaron y anormalizaron el nacimiento del primer amor. En definitiva, moldearon una generación de niñas que creen que es optativo o aplazable el convertirse en mujer, pero que además considera que hacerlo es un riesgo innecesario y pernicioso y que necesita de eterna sumisión al colectivo identitario para la propia preservación.
La doble pinza así conformada por el aparato cultural-comunicacional, más la hegemonía del relato de género en la comunidad educativa, médica y científica; más la patologización del camino que va de niña a mujer; más el ambiente social de terror y desconfianza entre los sexos generado por el feminismo radical y el dogma #MeToo formatearon la vida de millones de niñas en Occidente. Resulta increíble que la sociedad haya dejado crecer un caldo de cultivo tan opresivo alrededor de sus futuras mujeres. Mucho más sorprendente es que no se hayan vuelto todas locas. Pero la adolescencia tiene un aspecto fantástico que es la capacidad de esperanza y recuperación.
Es posible que no estemos a la altura de las pequeñas que han resistido con tanta valentía el embate de una corriente ideológica nefasta, pero urge desmalezar la infancia de las niñas del ejercicio militante de politizar su desarrollo femenino. Es lo mínimo que podemos hacer por ellas.