La maldición de Pozoblanco
Joaquín Luna.- Cuarenta años atrás, a las 21,40 horas, una noticia conmociona España: el torero Francisco Rivera “Paquirri” ha muerto a resultas de la cornada de Avispado, el cuarto astado de la tarde de un pueblo en fiestas, Pozoblanco, sobre cuyo cartel fue cayendo una maldición inexorable. A la muerte de Paquirri, le siguieron un año después la del prometedor José Cubero “Yiyo” en la plaza de Colmenar, 1985, y el asesinato del ganadero Luis Bandrés en su despacho en Algeciras en 1988. El único superviviente es el valenciano Vicente Ruiz “El Soro”, al que les lesiones le dificultan el andar.
De principio a fin, la fatalidad. Paquirri era una figura consolidada, que había tomado la alternativa en Barcelona allá por 1966. Tenía 36 años y llevaba seis casado con la cantante Isabel Pantoja -tonadillera, decían los envidiosos-, con la que tenía un hijo, Francisco, nacido siete meses antes de la tragedia de Pozoblanco. Fueron, sin saberlo, los protagonistas del último drama de una Andalucía romántica y de postal, muy del siglo XIX.
Era la última tarde de la temporada, plaza agradecida, toros supuestamente cómodos
Paquirri estaba de buen humor aquella tarde: había desplumado a su cuadrilla a las cartas y era la última corrida del año en España. Habían llegado a las seis de la mañana tras torear en Logroño y se hospedaban en el hotel Los Godos, ya cerrado, el típico establecimiento de bodas, bautizos y banquetes con discursos. Tras pedir tortilla de patatas, el maestro no quiso echarse una siesta en su habitación, la 308, y organizó una partida mientras trataba de volver a hablar por teléfono, sin éxito, con Isabel Pantoja. Las conferencias se solicitaban a la recepción y había que esperar. “Me pidió que volviera a llamar y le diera un recado importante a su mujer. Y ese recado no va a salir de mí en la vida. Y a ella no le interesa decirlo”, nos comentó hace diez años atrás Antonio Jurado, recepcionista y copropietario del establecimiento, mientras nos mostraba el libro del registro de llamadas, todo escrito a mano.
La corrida era, en teoría, cómoda. Pozoblanco celebraba su feria, la Virgen de las Mercedes, la más importante de la comarca cordobesa de los Pedroches cuyos habitantes apechugaban con las malas comunicaciones por carretera con Córdoba. Tuvo que pasar lo que pasó para que eso cambiara… Y ese “tuvo que pasar” fue el cuarto toro de la tarde festiva en una plaza de tercera categoría. Salió por toriles Avispado, herrado con el número 9 y algo chico (420 kilos), ejemplar de una ganadería de Victoriano Sayalero y Luis Bandrés. A las figuras les gustaba…
Confiado y por verónicas, de azul cobalto y oro, Paquirri quiso llevar el toro con el capote al caballo. El animal hizo un extraño y se le coló. Los toros en la plaza son un enigma hasta que mueren. Con fiereza, le prendió en el muslo y le mostró el cielo, agravando la cornada. Eran las siete y veinte de la tarde. El “tabaco” -la cornada- fue grande. Paco, como le llaman los suyos, entró consciente en la modesta enfermería y tuvo arrestos para tranquilizar al doctor, escena que graba un cámara que colaboraba con TVE: “Doctor, yo quiero hablar con usted. La cornada es fuerte. Tiene dos trayectorias. Abra usted todo lo que tenga que abrir, lo demás estás en sus manos. Y tranquilo, doctor”.
El desconcierto en la enfermería es grande y nadie se atreve a operar, sin el instrumental adecuado. Tampoco logran estabilizarlo. Se impone la “retirada” y una ambulancia traslada al diestro a Córdoba, setenta y siete kilómetros de curvas. Poco antes de llegar a Cerro Muariano, célebre por su cuartel, en las afueras de la capital, logran reanimar a Paquirri tras una primera parada cardiorespiratoria. Alcanzan el hospital militar pero a los diez minutos, expira. Radio Nacional de España avanza la noticia, que pilla a Isabel Pantoja camino de Córdoba. Esa semana tenían pasajes de avión para disfrutar de las playas de Venezuela, en cuyas plazas era un ídolo.
“Fuimos vilipendiados cuando hicimos todo y más de lo que podíamos hacer”, señalaba hace diez años a este diario el alcalde de Pozoblanco, Pablo Carrillo. Sucede en Dallas aún hoy, como si sus habitantes hubiesen tenido la culpa de que un francotirador asesinase allí al presidente Kennedy en 1963. Pozoblanco, sí, parecía culpable de no disponer de un hospital, una reivindicación que quienes más sufrían eran los “tarugos”, el apodo -¡cariñoso!- de los habitantes de Pozoblanco porque de la villa partía la madera -los tarugos- para las minas de Ciudad Real.
Dos días más tarde, Sevilla fue el escenario de un funeral barroco, desmedido y multitudinario por sus calles y avenidas en el que los miles de acompañantes del féretro se empeñaron en darle una última vuelta al ruedo en la Real Maestranza, en contra del deseo de la viuda. “El entierro fue una repetición fuera de su tiempo de los dramas románticos. Paquirri y Pantoja representaban un mundo poco urbano, de referencias telúricas”, recuerda José Rodríguez de la Borbolla presidente de la Junta de Andalucía aquel 1984. Una ópera decimonónica en la ciudad del mundo, Sevilla, que aparece en más obras operísticas (dicen que 105).
Yiyo murió corneado un año más tarde y en 1988 mataron a tiros al ganadero Bandrés
En un banco discreto en la iglesia de San Miguel de Sevilla, el joven José Cubero, 20 añitos, despedía al maestro con el que compartió la tarde de Pozoblanco. Yiyo, su apodo profesional, prometía mucho: puertas grandes en Madrid, su ciudad aunque naciese en Burdeos, hijo de inmigrantes. Educado, discreto, con un traje gris franela que denotaba la improvisación de la compra. Al año siguiente, en plena gran temporada, suena el teléfono de su apoderado. “Hay una vacante mañana en Colmenar Viejo, Curro Romero se ha caído del cartel. ¿Aceptáis la sustitución?”. Estupendo. Cerca de casa. Además, a Curro Romero nunca le “echaban” toros de mala reputación. El sexto de la tarde, Avispado, del hierro de Marcos Núñez, le permitió el lucimiento. Acertó con la espada y, anticipando las dos orejas, hizo el gesto del triunfo, brazos en aalto. El toro, aunque herido de muerte, se arrancó y asestó una cornada certera, que le partió el corazón. Tenía 21 años. Entró sin vida en la enfermería de Colmenar Viejo y tiene hoy una estatua frente a la plaza de Las Ventas de Madrid.
El mal fario persiguió también a Vicente Ruiz “El Soro”, tercer espada de la terna. Percances, lesiones le acarrearon graves dolencias en las rodillas y un andar renqueante cuando no en silla de ruedas. Hombre estimado, todo corazón, ídolo en Valencia, se diría que la fatalidad ha rozado su vida. Y más cuando en 1988, un empleado de la naviera Isnasa entró en el despacho del consejero y director general, Luis Bandrés, y le mató con tres disparos del calibre 22 a una semana de la Navidad. Tenía 41 años. Su ganadería fue vendida años más tarde. Todos estuvieron en la plaza de Pozoblanco aquel 26 de septiembre de 1984.