La quiebra de la sociedad occidental
Josep Miró i Ardèvol.- A lo largo de los días en los que se desgranaron los posibles candidatos demócratas a la presidencia de los EE. UU., aparecían siempre unas notas comunes consideradas como condición necesaria: aborto-feminismo-LGBTIQ+. Kamala Harris, la finalmente elegida, añadía una connotación adicional: su identidad racial. Tiene miga la cosa.
La conclusión es obvia. Solo aquellas características, más la identidad racial, son relevantes en la valoración y constituyen el marco de referencia que acota las políticas principales del campo liberal, y de la progresía, la versión actual de lo que fue la izquierda en el pasado.
Esta orientación también se manifiesta en Europa. En este caso, las diferencias entre fuerzas políticas son sobre todo de matiz y, van desde la idolatría a aquellos factores, a tan solo su aceptación sumisa.
Aborto-feminismo-LGBTIQ+ constituyen la identidad del poder establecido occidental, económico, mediático, político y cultural.
Esto es tan intenso, que guía en gran media la animosidad bélica contra Rusia, porque obviamente el establishment sabe perfectamente que el poder militar ruso ni de lejos constituye una amenaza de agresión a la Unión Europea por su debilidad económica, técnica y estratégica. Es, eso sí, una fuerte nota discordante en su hegemonía cultural y moral. El último libro de Emmanuel Todd, La Derrota de Occidente, ofrece sobrados argumentos sobre algo que es de sentido común.
Para entender la política y el futuro de nuestro tiempo, es necesaria la atenta consideración de aquellos componentes del marco de referencia.
El aborto masivo hasta representar entre el 25% y el 30% de los nacimientos; declarado derecho constitucional, ha reintroducido la eugenesia, consiguiendo la casi total desaparición de las personas Down.
El aborto en Occidente está estrechamente conectado al feminismo de segunda generación, que se inicia en Estados Unidos en la década de 1960. El planteamiento era muy concreto: la emancipación femenina pasa por alcanzar la misma práctica sexual que tienen los hombres, y esto significa suprimir el riesgo del embarazo. De ahí, que el aborto sea la pieza angular de este programa. Lo más llamativo del caso es que su desarrollo masivo va a la par que el auge y diversidad de métodos anticonceptivos.
Feminismo y aborto forman una misma unidad. Lo más interesante de este proyecto político es que el aborto es la parte más destacada de la reivindicación, pero no los métodos anticonceptivos, que como exigencia política no ocupan ningún lugar. Todo esto tiene numerosas derivadas. Una de ellas es el auge exorbitado de la violencia y los abusos sexuales de las mujeres: 11.692 delitos de este tipo en 2017. 21.825 en 2023, en una progresión continua, con su mayor prevalencia en las chicas de 14 a 17 años. Pero no hay problema, no pasa nada.
Otra derivada es la destrucción del compromiso matrimonial como vínculo fuerte y estable basado, entre otras condiciones, en la fidelidad. Y aun otra más, impulsada por las políticas públicas: el hombre como enemigo y sospechoso permanente por su condición varonil. Y se podría continuar con una extensa serie de relaciones causa-efecto, que ayudan a entender la policrisis de nuestro tiempo.
El feminismo es abortista o no es, y con la ideología de género recoge otra característica que no existía en el feminismo de segunda generación, el de Betty Friedan y «La mística de la Feminidad»: la lucha de sexos en un enfrentamiento total con la condición masculina. Christopher Lasch en «La Cultura del Narcisismo» (1979) ya apunta rasgos de la animadversión de aquel feminismo contra los hombres, pero responden, o así lo interpreta el autor, a rasgos psicológicos; en ningún caso representan como hoy, una torpe reconversión política de la lucha de clases marxista, con la mujer en el papel de proletariado oprimido, y el feminismo como vanguardia liberadora de clase.
Parecida evolución ha registrado la homosexualidad. El aborto comenzó como mal menor y quiere terminar como derecho europeo. La homosexualidad comenzó como un poner fin a lo que era discriminación patente, y ha terminado como expresión de poder político de las elites dominantes. Los únicos —junto con los trans— que tienen derecho a que la presunción de inocencia no se aplique a quienes ellos acusan. La homosexualidad se ha transformado en homosexualismo político, que persigue que las instituciones civiles estén adaptadas a ellos y su peculiar forma de entender la relación sexual. Impone que tal concepción sea trasmitida por la escuela, y lógicamente usa la represión policial y judicial para hacer cumplir tamaña transformación. El homosexualismo es mucho más que una frecuencia estadística muy atípica de como practicar la relación y consumación sexual. Es toda una cultura que gira en torno al sexo, el narcisismo y el hedonismo, con el común denominador de su satisfacción sin limitaciones.
Vemos como todo se articula en torno a un mismo núcleo ideológico pasional, sexual, narciso y hedonista; concupiscente, por tanto, y promiscuo, que se disfraza de teoría y palabra grandilocuente, y que define la moral y la cultura de nuestro tiempo. La celebración hoy, se entiende sobre todo como una apoteosis sexual y de consumo generalizado de drogas y alcohol. Y este es otro poderoso y peligroso efecto colateral de la concupiscencia sin límites: la droga y las adicciones.
Finalmente, la importancia política de un fenómeno todavía más minoritario, hinchado desde el poder: el transexualismo, un vástago, de la ideología de género, pero dotado de vida propia, como lo fue el trotskismo con relación al mayoritario marxismo-leninismo y que tiene en Judith Butler su profeta. Tiene la virtud para la cultura dominante de llevar hasta las últimas consecuencias la ley de la primacía del deseo, propia de la sociedad desvinculada.
Todo esto constituye el núcleo del poder en Occidente, y su manifestación es el de una sociedad psicológica y mentalmente cada vez más enferma.
*Josep Miró i Ardèvol es presidente de e-Cristians